El nuevo documental de Michael Moore ha levantado en su país de origen aún más polémica que el anterior. Si Fahrenheit 9/11 (2004) se ideó para intentar que Bush no fuese reelegido como presidente de los Estados Unidos, lo que le supuso el airado boicot de los republicanos, Sicko ataca sin piedad el modelo sanitario de norteamericano, aboga por la socialización de la sanidad y se vale de los héroes del 11 de Septiembre para ensalzar a naciones como Cuba.
Especialista en segundas y terceras partes, o en copias más o menos descaradas, de películas de éxito –MacArthur, el general rebelde (1977); Tiburón, la venganza (1987)– y con algún que otro título muy rentable en su haber –Los traficantes (1973); Pelham 1.2.3. (1974)–, el veterano Joseph Sargent ha realizado también numerosos telefilmes que en ocasiones han saltado a la pantalla grande. En 2004 dirigió para Time Warner, a través de HBO, una singular biografía de Vivien Thomas, ayudante del eminente cirujano Alfred Blalock, que en España ha recibido el título de A corazón abierto.
En 1919, Robert Wiene lleva a cabo uno de los tours de force más emblemáticos de la historia del cine. Sin ánimo de repetir aquí los lugares comunes tantas veces expuestos, con mayor o menor rigor, es posible asegurar que la importancia de este título ha acabado ensombreciendo uno de los pilares fundamentales del relato: la figura del médico protagonista, director de un sanatorio envuelto en el confuso sueño de su paciente.
En febrero se estrenaba El último rey de Escocia, título que puede decir bien poco a quien no conozca a la persona real en la que se centra el filme: Idi Amin, uno de los más sanguinarios dictadores del África Negra en los años setenta del pasado siglo, un hombretón de mente infantil y costumbres excesivas, que derrochaba el dinero del que carecían sus súbditos, enviaba ridículas cartas llenas de consejos a otros dirigentes y demostraba de mil formas excéntricas sus aires de grandeza, llegando a autoproclamarse rey de Escocia…
Planta 4ª alcanzó en su momento cierta resonancia, más por la intervención de Juan José Ballesta en el papel protagonista y la participación del dúo musical Estopa que por la calidad de una película cuya asunción de fórmulas narrativas eficaces no consigue esconder sus numerosos defectos. Una obra que intenta transmitir un mensaje optimista a través del relato de unos adolescentes “encerrados” en la planta de traumatología de un hospital.
Con una espléndida y variada filmografía a sus espaldas –en la que destacan títulos como Mi hermosa lavandería (1985), Las amistades peligrosas (1988), Café irlandés (1993) o La camioneta (1996)– y antes del rotundo éxito obtenido con La reina (2006), Stephen Frears había rodado un curioso filme sobre la inmigración en su Inglaterra natal, centrado en la figura de un patólogo nigeriano huido de su país. Aquí se tituló, inadecuadamente, Negocios ocultos, y tuvo menos repercusión de la que merecía.
Después de repasar los métodos detectivescos del doctor Gregory House, en la serie de televisión que lleva su nombre y se desarrolla básicamente en el marco de un hospital, puede ser interesante recuperar la figura de otro médico igualmente controvertido que intenta descubrir al culpable de un homicidio en el seno de una institución similar. Los enigmas clínicos se completan con persecuciones en un filme que, a pesar de haber sido realizado en la década de los setenta, deja un cierto regusto a cine clásico: Diagnóstico: asesinato, de Blake Edwards.
La repercusión que han alcanzado recientemente entre nosotros varias series de televisión estadounidenses, el apreciable nivel de calidad de algunas de ellas y la creciente influencia de este medio sobre el cine nos animan a incluir en esta sección–dedicada a comentar películas destinadas a las salas de exhibición– un comentario sobre la que ha sido la auténtica revelación de la temporada. El hecho de que la acción de House, emitida por Cuatro, se centre en un hospital y su protagonista sea el polémico doctor cuyo apellido le da título, justifica, a nuestro juicio, esta excepción.
Se cumplen ahora cuarenta años desde que el maestro John Ford clausurara su dilatada trayectoria cinematográfica de una forma tan espectacular como sorprendente. Espectacular, porque Siete mujeres (1966) tiene la solvencia visual y la brillantez narrativa características de las mejores obras de su autor; sorprendente, porque, revisando muchas de las concepciones que había sostenido a lo largo de buena parte de su carrera –como había hecho ya poco antes respecto del género del Oeste en la formidable El hombre que mató a Liberty Valance–, Ford plantea de frente en este filme unos temas que espantarían a muchos de sus incondicionales. En el centro de la acción, una mujer: la doctora Cartwright. Y en el núcleo mismo del argumento, su condición de médico y su manera de entender la profesión
El centenario de la concesión del Premio Nobel al español Santiago Ramón y Cajal nos lleva a recordar una película no demasiado brillante pero que figura entre lo poco que el audiovisual de nuestro país –famosas series de televisión al margen– ha dedicado a figuras de investigadores, científicos y médicos en particular. Adolfo Marsillach puso rostro al protagonista y un cineasta argentino tan prolífico y comercial como poco afortunado –León Klimovsky– se encargó de la dirección de Salto a la gloria.