Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Desde hace algún tiempo, los siempre avispados productores televisivos han encontrado un nuevo filón en un tipo de series que se distinguen ante todo por su calidad, adoptando para crearlas unos métodos de trabajo que beben de la mejor tradición del cine clásico de Hollywood. Guiones bien trabajados, personajes perfectamente definidos y diálogos muy elaborados, que dan ritmo a la narración, se mezclan con recursos de origen televisivo y publicitario, como el montaje sincopado o la elección de un estilo voluntariamente antinaturalista.
El doctor Gregory House se presenta como el Sherlock Holmes de la medicina…
Es el caso de House, serie producida para la cadena Fox que ha seducido a la audiencia gracias a la original hibridación de dos ideas convencionales: la vida en un hospital, ambiente ya retratado hasta el hartazgo –piénsese en Urgencias u Hospital Central, sin necesidad de remontarnos a los tiempos del Doctor Kildare–y los métodos detectivescos. Así, el doctor Gregory House se presenta como el Sherlock Holmes de la medicina, y los paralelismos que mantiene con el personaje creado por Arthur Conan Doyle son esclarecedores. Los nombres de House y Wilson, su único amigo, se parecen mucho a los de Holmes y Watson. El carácter sarcástico y frío del inspector tiene su correlato en la figura de un médico nada simpático. Ambos usan bastón y el número del despacho de House es el 221B, que era también el de la casa donde vivía Sherlock Holmes en Baker Street.
House dirige la unidad de diagnóstico del hospital Princeton Plainsboro como si fuera un juego. Preocupado sobre todo por resolver enigmas médicos, evita el contacto directo con los pacientes, dice no curar a éstos, sino a sus enfermedades, y muestra una tenaz desconfianza hacia ellos, actitud que quedará siempre justificada al final de cada capítulo. Poco amante del código deontológico, no duda en recurrir a los ardides más discutibles para desentrañar los misterios que se le presentan: pegar un tiro a un cadáver con el fin de hacerle un escáner y comparar los resultados con los de un herido, sobornar a cambio de información y amedrentar a los enfermos para que hagan loque él quiere son sólo algunos ejemplos de sus actuaciones éticamente chocantes o, como suele decirse ahora, con malévola impropiedad, «políticamente incorrectas». House trata a patadas tanto a los «enfermillos» –así les llama– como a sus compañeros de profesión, mostrando las mismas dosis de rebeldía quede ironía.
Esa personalidad viene apoyada por una serie de elementos que contribuyen al dibujo del protagonista en una suerte de coherencia heredada del cine clásico, lúcidamente empeñado en definir a los personajes por unos rasgos que «a priori» parecen gratuitos. Si Sam Spade, por ejemplo, vestía gabardina e iba tocado con un sombrero mientras de la comisura de sus labios colgaba un cigarrillo, los trazos más visibles de House son una aparatosa cojera, producto de un problema muscular que sufrió tiempo atrás y que le obliga a llevar bastón y a soportar frecuentes dolores; las píldoras de Vicodina, calmante al que es adicto y del que traga pastillas como si fueran caramelos; una consola de videojuegos y una televisión portátil que le acompañan en sus ratos libres –equivalentes, también éstos, a los periodos de inactividad de Sherlock Holmes- y el hecho de prescindir sistemáticamente de la bata reglamentaria.
Los demás personajes funcionan como meras cajas de resonancia del magnético doctor: Eric Foreman, neurólogo de color con un pasado teñido por la delincuencia juvenil; Robert Chase, experto en medicina intensiva y niño rico que sirve a su vez de contrafigura del primero; y la inmunóloga Allison Cameron, que completa el equipo médico, aportándole el consabido toque femenino. Por su parte, Cuddy, la inteligente jefa del hospital, entre cuyos méritos figura el de ser la única persona capaz de rebatir al mordaz protagonista, mientras Wilson, oncólogo de profesión y amigo de House por afición, es la conciencia moral de éste.
Por lo que se refiere a la estructura, se puede hablar de una construcción basada en la serialidad, en la duración fijade 45 minutos por capítulo yen una abundancia de tramas que empiezan y acaban encada entrega, con la intención evidente de que el espectador no tenga que haber visto las anteriores para «engancharse». Aunque esta tendencia se rompe al final de la primera temporada –hay temas que ocupan varias entregas– y en la segunda existen incluso capítulos dobles, el problema más importante es el esquematismo. Cada episodio tiene un prólogo, generalmente situado fuera del hospital, en el que un desconocido sufre algún percance; tras la cabecera, House es requerido para que trate a ese enfermo, al que nadie sabe qué le ocurre; éste ve algo interesante en el caso y comienza sus investigaciones; mientras se suceden las crisis del paciente–entre dos y cuatro por episodio, que se corresponden con otros tantos giros del guion–, el doctor irá desentrañando la madeja, hasta que un dato o suceso aparentemente casual –ya sea una conversación banal o el historial de otro paciente durante sus odiadas sesiones de consulta, dado que su labor «detectivesca» va en paralelo con su actividad médica convencional– le abra los ojos, permitiéndole dar con la clave. Y el desenlace suele resolverse con el final feliz habitual en tantas películas norteamericanas y en prácticamente todas las series.
Guiones bien trabajados, personajes perfectamente definidos y diálogos muy elaborados, que dan ritmo a la narración, se mezclan con recursos de origen televisivo y publicitario…
También la forma, como se ha apuntado, es genuinamente televisiva. Con una media de 800 planos por capítulo –uno cada tres segundos, muchos más que en cualquier película–, se suceden los movimientos bruscos de cámara, las angulaciones forzadas y hasta imposibles y otros trucos, como el consistente en situar el punto de vista en el fondo de un pozo o dentro de un ataúd.
Por lo demás, varios expertos en medicina han subrayado la sólida documentación que utilizan los guionistas para reflejar la profesión médica, aunque jueguen –según ellos– con la enfermedad, sus síntomas y evolución de una forma un tanto caprichosa, y aunque más de un médico de verdad pueda sentirse horrorizado al contemplar semejante «retrato».
Porque este esquema tan previsible, en su estructura y en su apariencia externa, resulta acaso más perverso por tratarse de una serie que habla de enfermedades. En la concepción y desarrollo de House hay muy poco de denuncia y mucho de cinismo. Ni se cuestionan elementos «reales» –el controvertido sistema sanitario estadounidense– ni su protagonista tiene la menor intención de hacer pensar o remover conciencias. Muy al contrario, las moralejas finales tienden a reforzar y perpetuar la ideología de la sociedad bienpensante norteamericana. Todo está al servicio de la mayor gloria de un personaje fascinante, que al final siempre resulta bondadoso y triunfa con unos sólidos argumentos morales. Bajo la arisca carcasa de House se esconde un héroe arquetípico. Los guionistas no han pensado o no han querido dar un paso más, acobardados como están por el riesgo de desagradar al público que compra los productos anunciados en los intermedios, que son los que hacen posible la existencia de series tan aparentemente renovadoras como sustancialmente tradicionales.
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