Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Nacido en Buenos Aires en 1906–el mismo año en que Ramón y Cajal recibía el Premio Nobel–, León Klimovsky estudió odontología y la ejerció durante quince años, llegando al cine bastante tardíamente. Y con los mejores augurios desde el punto de vista cultural, ya que su primer filme fue una adaptación de El jugador (1947), de Dostoievski, y poco después llevaría a la pantalla El túnel, de Ernesto Sábato… Su traslado a España, a principios de los años cincuenta, y su pronta aureola de artesano solvente, capaz de conseguir buenos rendimientos de taquilla casi con cualquier asunto, fueron degradando su larga trayectoria, hasta convertirla en un batiburrillo de subproductos de casi todos los géneros ínfimos, al tiempo que su ideología se iba identificando de forma cada vez más cerrada con la del franquismo imperante en el cine español de la época.
Él fue el director elegido por Aspa Films para llevar al celuloide la biografía de don Santiago Ramón y Cajal. E hizo loque cabía esperar: un trabajo pulcro, técnicamente correcto e incluso con algunos destellos de brillantez narrativa y estética, pero adscrito a ese subgénero que llamamos «hagiografía» porque en realidad no pretende contar la vida de una persona, sino hacer de ella una especie de santo laico, intachable y sin defectos ni contradicciones dignos de consideración, salvo los que le engrandecen aún más en función del desenlace.
La película comienza con el regreso del protagonista, enfermo, de la guerra de Cuba, para abrir un amplio «flash-back» que nos permitirá saber lo travieso que fue de pequeño, los disgustos que dio a su padre –un médico respetado que tuvo que ponerlo a trabajar de aprendiz en una zapatería porque no podía hacer carrera de él– y las dificultades que su timidez le provocaba a la hora de relacionarse con las chicas. A partir de ahí, el guión avanza a saltos, espigando en la vida del personaje los momentos más cinematográficos e incluso alterando algunos de ellos para hacerlos encajar en un esquema que resulte digno de admiración: el final de su carrera académica; la decisión de dedicarse a la investigación, resumida en una fórmula lapidaria: «No ejerceré la carrera. Me parece una estafa. Creo que no sabemos una palabra de medicina»; la obtención de una cátedra de Anatomía en la Universidad de Valencia; la epidemia de cólera que asoló esa zona en 1885; los enfrentamientos profesionales con el doctor Ferrán, que había elaborado una vacuna a base de bacilos vivos, mientras Cajal trabajaba intensamente con bacilos inertes; la traumática muerte de su hija Enriqueta; el traslado a Madrid; los diez años de febril investigación en solitario; la participación, despreciada al principio, en el congreso de la Sociedad Anatómica Alemana celebrado en Berlín en 1889, y de ahí, en un sólo golpe de efecto, a la concesión y recogida del Premio Nobel, entre aplausos enfervorizados de los colegas y tiernas lágrimas de su abnegada esposa, aunque ocultando caprichosamente que en realidad tan alto galardón fue compartido con un histólogo italiano, el doctor Camillo Golgi…
“A una película, por «biográfica» que pretenda ser, no se le puede pedir «veracidad» sino verosimilitud”
No tiene demasiado sentido, por tanto, ensayar una comparación puntillosa entre los «datos» que ofrece la película y los que podemos conocer por otras fuentes más fiables. El cine no hace Historia, cuenta historias que, por fieles que quieran ser a su referente, son siempre construcciones de ficción. A estas alturas se sabe ya–aunque no siempre se acepte de buen grado– que a una película, por «biográfica» que pretenda ser, no se le puede pedir «veracidad» sino verosimilitud: el dato más exacto parecerá falso o ridículo si está mal planteado desde el punto de vista cinematográfico. Y en Salto a la gloria abundan los momentos que, al margen de que fuera «verdad» lo que relatan, producen cierto bochorno por la simpleza o el maniqueísmo con que están presentados.
Pero hay en esta obra otro aspecto que resulta más interesante, aunque en última instancia juegue también en su contra. Se trata de la «impregnación» ideológica que se produce en función de la fecha en que ha sido creada. Ramón y Cajal falleció en 1934. Fuera cual fuese su manera de pensar, no pudo tomar partido en relación con el levantamiento militar de 1936 ni, desde luego, con el régimen político que se implantó después. Y, sin embargo, Salto a la gloria, realizada en 1959 y que en apariencia se limita a mostrar lo más llamativo de la vida del médico, es una película nítidamente franquista en su planteamiento y desarrollo. El prólogo ya citado, con los soldados que vuelven de Cuba extenuados, sirve de pretexto para varios diálogos sobre la corrupción «de los políticos» que responden punto por punto al pensamiento del régimen hacia finales de los cincuenta. El titánico esfuerzo del investigador en solitario –diez años encerrado en la buhardilla de su casa, luchando con sus preparaciones al microscopio, hasta descubrir pruebas de que las neuronas no forman una red, sino que son autónomas y entran en contacto unas con otras– es en realidad un canto al «heroico» aislacionismo de la dictadura frente a la incomprensión exterior. La valiente reacción del protagonista frente a la indiferencia y el desprecio que muestran sus colegas durante el congreso de Berlín, obligándoles a admitir que tiene razón y a aplaudir como por ensalmo su descubrimiento, funciona ante todo como un canto a las virtudes que entonces se llamaban «patrióticas».
Salto a la gloria, realizada en 1959, es una película nítidamente franquista en su planteamiento y desarrollo
Y es en este contexto histórico donde adquiere todo su sentido, por ejemplo, el simple «detalle» de que la película oculte que Ramón y Cajal recibió el Premio Nobel al mismo tiempo que otro investigador italiano: España y «lo español» reciben el reconocimiento universal, sin compartirlo con nadie, y menos aún con un país que, después de haber vivido también el fascismo, llevaba varios años «extraviado» en la odiosa democracia…
No hay que forzar mucho el análisis para comprobar que Salto a la gloria–como tantas creaciones de parecido corte– debe mucho más a las intenciones de su autor en el momento en que fue realizada que a la situación y características de su protagonista en el marco temporal en el que se desenvolvió su vida. E independientemente del punto de vista que se adopte en torno a unas y otras, no cabe duda de que el esfuerzo investigador y la brillante tenacidad de don Santiago Ramón y Cajal merecían mejor tratamiento en la pantalla. Por mucho que el aspecto físico y la actuación de Adolfo Marsillach –repetidos en 1982 en una serie de televisión dirigida por José María Forqué–fueran tan eficaces que, para buena parte de los espectadores españoles de casi dos generaciones, los rasgos del científico quedaron fijados para siempre en los de su intérprete.
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