Un médico espectral

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene

En 1919, Robert Wiene lleva a cabo uno de los tours de force más emblemáticos de la historia del cine. Sin ánimo de repetir aquí los lugares comunes tantas veces expuestos, con mayor o menor rigor, es posible asegurar que la importancia de este título ha acabado ensombreciendo uno de los pilares fundamentales del relato: la figura del médico protagonista, director de un sanatorio envuelto en el confuso sueño de su paciente.

El carácter onírico que hilvana esta pieza de orfebrería cinematográfica es también su aspecto más controvertido. En principio, el guión se había planteado como una denuncia del papel desempeñado por Alemania en la Primera Guerra Mundial: una nación que empujó a sus súbditos a una cruenta aventura que acabó en catástrofe. Bajo la metáfora del doctor Caligari, sombrío personaje que se vale de la hipnosis para ordenar al médium Cesare que lleve a cabo una serie de crímenes, los guionistas Hans Janowitz y Carl Mayer pretendían formular una protesta que se vio desvirtuada por el añadido de dos secuencias en el montaje definitivo: las que abren y cierran la obra, introduciendo la idea de que toda la historia de Caligari es enunciada por un loco, recluido en un manicomio cuyo máximo responsable es el propio doctor, que interpreta de forma magistral Werner Krauss. Con ello se perdía el tono de denuncia, aunque también es cierto que se ganaba esa dimensión onírica que tanto deslumbró en su momento y que, de paso, convertía la narración en un caso clínico.

El proyecto para la realización de El gabinete del doctor Caligari, joya del expresionismo alemán, juego de espejos deformantes o sublime demostración de virtuosismo visual, fue ofrecido inicialmente a Fritz Lang, que más adelante rodaría la serie dedicada al doctor Mabuse, de temática y discurso muy similares. Rechazado por el maestro, el encargo recayó en un director que nunca más haría un filme de esta entidad: Robert Wiene, responsable de la incorporación de las dos polémicas escenas. Y la relevancia de la película fue tal que se llegó a acuñar el término ‘caligarismo’ para designar a los largometrajes alemanes que heredaron o trataron de imitar sus características. Incluso uno de los ensayos teóricos más contundentes de la historia de la crítica lleva por título De Caligari a Hitler. Fue escrito en 1946 por Siegfried Kracauer y aborda en profundidad las conexiones existentes entre la situación social y política alemana y el cine, mientras sostiene también que el relato de Caligari está inspirado en un caso de criminalidad sexual ocurrido realmente en Hamburgo.

A pesar de ello, El gabinete del doctor Caligari no es una intriga al uso, ni tampoco una trama más “de médicos”, como quisieron advertir algunos con ocasión de su estreno («Se trata de un homenaje a la desinteresada y meritoria labor de los psiquiatras», se escribió entonces), pero es interesante fijarse en la figura del doctor y en la importancia que adquiere el sanatorio mental, desde el punto de vista escénico y simbólico.

Caligari es presentado como un vulgar feriante –no conviene olvidar que el cinematógrafo comenzó siendo un espectáculo cercano a lo circense–, y poco a poco se irá descubriendo que es una especie de místico inquietante, que tiene dentro de su barraca –mejor traducción que “gabinete”– a un tal Cesare, su más valiosa posesión, un individuo a quien el “doctor” puede despertar a voluntad de la catalepsia en la que se encuentra sumido, para obligarle a cometer los más espantosos crímenes. Finalmente, Caligari será el director de un sanatorio donde están recluidos los personajes de la historia. Esa evolución, que contiene en sí misma una significativa dualidad entre ciencia y superchería, entre cordura y demencia, viene dada por el punto de vista del narrador: Francis, un joven que resulta ser un paciente enloquecido que desvela una historia imaginada por su mente inestable. Esta somera descripción argumental permite comprobar que la película de Wiene constituye un juego de muñecas rusas que albergan en su interior tantos significados como el espectador sea capaz de encontrar.

 joya del expresionismo alemán, juego de espejos deformantes o sublime demostración de virtuosismo visual la concepción escénica del filme encierra en sí misma la explicación de una época y de todo un movimiento artístico

Además, la concepción escénica del filme encierra en sí misma la explicación de una época y de todo un movimiento artístico. Una época, el periodo de entreguerras, marcada por el miedo y el subjetivismo, en la que surgió una corriente artística extendida a numerosas disciplinas: desde la pintura –El grito de Munch sería sólo un ejemplo– hasta el celuloide. En este último caso, y en El gabinete del doctor Caligari en particular, las limitaciones económicas no impiden la aparición de los rasgos genuinamente expresionistas, ni su coexistencia con elementos procedentes de esos otros campos. Desde dibujar literalmente los haces de luz en el suelo del sanatorio, lo que puede tener tres explicaciones –la faltade dinero para focos, la herencia del teatro de Max Reinhardt o, simplemente, el afán de subrayar los contrastes– hasta la presencia casi obsesiva de las líneas diagonales, con el fin de transmitir la sensación de inestabilidad propia de una época convulsa. Desde las interpretaciones de los actores, plenas de patetismo, hasta el mencionado juego de luces y sombras, directamente relacionado con el bien y el mal y, de nuevo, el tema del doble. Todo ello configura un espacio–principalmente el del sanatorio– claustrofóbico, inquietante y nebuloso, que alcanza su máxima expresión al final, cuando el patio se puebla con los personajes de la representación a la que el espectador ha asistido: Cesare, el protagonista y su pareja aparecen como enfermos mentales que habitan un universo ambiguo, dirigido por un doctor cuya última frase supone un cierre igualmente enigmático: «Ahora sé cómo curarlo».

Junto a la estructura, atípicamente dividida en seis actos, la frecuente utilización de elementos sintácticos muy en boga en aquel momento –como los “catches” para destacar determinados aspectos presentes en el encuadre–, el uso reiterado del fuera de campo, sugerido hábilmente por las sombras que se reflejan en las paredes, y la estudiada composición de cada plano, convierten a este largometraje en un retablo de notable plasticidad. Y como todo hito que se precie, incluye numerosas referencias a elementos preexistentes y ejercerá considerable influencia sobre otras obras posteriores. Entre las primeras cabe citarla figura del Golem, el mito prometeico de Frankenstein o la fascinante historiade El estudiante de Praga, de Edgar Allan Poe –llevada al cine seis años antes por Paul Wegener y Stellan Rye–, mientras que no hará falta recordar cuántos elementos han tomado de El gabinete del doctor Caligari la ya mencionada trilogía de Mabuse o ese trasunto de Cesare que es el Mister Memory de 39 escalones(1935), de Alfred Hitchcock, por ejemplo. Personajes y narraciones que, como en el caso del doctor mismo, trascienden al relato y se convierten en testigos privilegiados de su época.

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