Fue fundada hacia 1190 como parroquia en el barrio de los toreses, y en el primer tercio del siglo XIII Alfonso IX la adjudicó a la Orden de Santiago. En el año 1268 el infante don Martín Alonso, hijo bastardo de aquel rey, y su esposa Dª María Meléndez de Sousa, supuesta infanta de Portugal, fundaron en ella un convento de Comendadoras de Santiago; pero lo que queda de aquella época apenas son pequeños restos al norte del actual coro.
Fue uno de los más prestigiosos médicos salmantinos, cuya nombradía en la rama de Tocoginecología, era no solamente local, sino que alcanzaba a todo el ámbito nacional. Estudioso, dotado de gran inteligencia, en él coincidían una sólida y extensa formación científica, una dilatada experiencia y unas cualidades humanas poco comunes, destacando, por su grandeza de corazón, como hombre esencialmente bueno, cordial, sincero y de vida abnegada, que siguió en todo momento los principios de la más recta ejecutoria.
Para hacer un seguimiento del Hospital de San Bernardino hemos de fiarnos de nuestra imaginación, recrear en ella los datos que nos han dejado los historiadores y plantearnos, virtualmente, los hallazgos arqueológicos de los últimos años, ya que casi la totalidad de los referentes arquitectónicos y urbanísticos para su ubicación correcta han desaparecido por completo.
El recorrido por los nombres que han escrito alguna página de la Medicina salmantina más reciente, nos lleva este número hasta Agustín Martín Pascual.
Interrumpimos la calma de su jubilación para que nos hable del pasado, el presente y el futuro, a
nivel profesional y personal. De forma humilde, casi sin levantar la voz, sin ningún atisbo de sacar
pecho, repasa su trayectoria y los valores que han marcado su vida. Su normalidad vital, dice, se ha basado en “hacer siempre lo que me ha parecido justo, teniendo en cuenta el valor humano”.
El miedo a la cornada y a la muerte, (o al fracaso), son algo consustancial a la fiesta de los toros. Pero el lugar natural donde se desarrollan esos sentimientos es indudablemente el ruedo. Ya se ha tocado este tema con anterioridad en sus dominios respectivos. Ahora parece oportuno centrarlos en el sitio donde se vive ese acontecimiento. El ruedo.
Desde los orígenes del cine, y heredada de la literatura e incluso de la tradición oral, la espinosa pregunta acerca de «quién nos cuenta qué», es decir, del punto de vista adoptado en cualquier narración ha hecho reflexionar sobre si éste es falible o no, y en qué circunstancias. En los últimos años ha renacido la moda de elaborar relatos en los que al final se demuestra la falsedad del testimonio del narrador. Es el caso de Shutter Island, donde un policía resulta no ser tal y la verdad de esta historia ambientada en 1954 reside en los doctores que intentan ayudarle a superar sus traumas.
En 1853 Sir Austin Henry Layard regresa de una excavación que realiza en la ciudad de Nínive, capital del antiguo reino asirio en el norte del actual Irak. Entre los diversos tesoros que trae de la biblioteca de Asurbanipal, del palacio de Sennaquerib, para el Museo Británico, se encuentra uno que le intriga especialmente, se trata de una pequeña pieza de cristal de roca pulido de aproximadamente una pulgada y cuarta (3,4 cms) con una superficie plana y la otra convexa, la pieza procede de una época en torno al siglo séptimo antes de Cristo. Layard consulta con Sir David Brewster, un famoso físico y especialista en óptica, quien, tras examinar el misterioso objeto, concluye que debió ser utilizado “para aumentar la imagen de objetos o para concentrar los rayos del sol”.
Llegaba tarde. Pero por más que quería ir más deprisa, no podía. Era como si una plomada tirara de mi centro de gravedad hacia abajo, hacia la dura y milagrosa tierra, y no me dejara levantar las plantas del suelo. Resoplaba como una caballería y un sudor fino e impaciente me iba bañando de arriba abajo. Pensé que sería imperdonable presentarme así ante el Obispo.