El médico personal de un dictador

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

El último rey de Escocia, de Kevin McDonal

En febrero se estrenaba El último rey de Escocia, título que puede decir bien poco a quien no conozca a la persona real en la que se centra el filme: Idi Amin, uno de los más sanguinarios dictadores del África Negra en los años setenta del pasado siglo, un hombretón de mente infantil y costumbres excesivas, que derrochaba el dinero del que carecían sus súbditos, enviaba ridículas cartas llenas de consejos a otros dirigentes y demostraba de mil formas excéntricas sus aires de grandeza, llegando a autoproclamarse rey de Escocia…

La película es una adaptación de la novela del mismo título–escrita por Giles Foden, desde el punto de vista del imaginario médico personal del dictador– y hereda este enfoque, como recurso siempre sugestivo: dibujar el retrato de alguien célebre mediante otro personaje que funciona como ‘caja de resonancia’: en Amadeus (Milos Forman, 1984), era su rival, Antonio Salieri, quien narraba la azarosa vida de Mozart, y en La pasión de Camille Claudel (Bruno Nuytten, 1988) se seguía la trayectoria del escultor Auguste Rodin a través de las trágicas peripecias de su amante.

En El último rey de Escocia, Nicholas Garrigan es un joven recién licenciado en Medicina que proviene de una noble familia escocesa. Su padre, también doctor, ve en la nueva situación de su hijo un símbolo de estatus, que éste dinamita pronto escapándose a un país cualquiera en busca de aventuras y diversión. El azar le lleva a Uganda, donde sus ansias libertinas contrastan con el firme compromiso de otros profesionales que dedican su vida a los nativos y le acogen para que trabaje con ellos. Nicholas asiste a un discurso del general Amin, y la fuerza y capacidad de seducción de éste hacen que le siga, impresionado, hasta convertirse en su médico personal, abandonando a sus colegas por el lujo que le promete. Poco a poco, las excentricidades del gobernante –fiestas alocadas, caprichos disparatados, cambios de humor repentinos o el hecho de utilizar a Nicholas como hombre de confianza para las cuestiones políticas, que éste acepta con fatua complacencia– van dejando paso a las prácticas más deplorables, por las que siempre será recordado Idi Amin, como matar a sus más allegados o sembrar el terror entre la población, fruto de la paranoia y de una crueldad sin límites. Nicholas, que ha hecho suyo el discurso de su jefe, descubrirá con horror que todo lo que había empezado a sospechar es cierto…

Este breve resumen argumental oculta, sin embargo, el elemento más interesante de un filme irregular y que acaba cediendo a las concesiones de la intriga barata: la relación que se establece entre los dos protagonistas, y que se apoya en tres pilares. El primero es la soberbia interpretación que de Idi Amin hace Forest Whitaker. El prestigioso actor adopta los pesados andares y algunos gestos del referente para construir un trasunto perfecto de aquél, gracias en buena medida al uso que sabe hacer de la mirada: el carácter errático, impredecible e impulsivo del asesino se justifica en última instancia por una inmadurez extrema y por su falta de inteligencia… Todo eso lo transmite Whitaker con los ojos y con una técnica tan depurada que consigue salvar el escaso parecido físico existente entre ambos.

El segundo pilar se encuentra precisamente en la figura del médico, un muchacho veleidoso, fascinado por la magnética personalidad del primero. Garrigan funciona como símbolo de algunas actitudes occidentales frente al tercer mundo: la condescendencia, la atracción ante lo exótico como divertimento frívolo y, en última instancia, el desprecio por lo diferente. Y es que, frente a la pareja de doctores comprometidos que le reciben a su llegada, el joven utiliza su profesión como excusa para conseguir sus deseos, que en realidad se limitan a la buena vida, el sexo y las posesiones materiales que le proporciona el dictador. Éste irá mostrando su lado más oscuro mientras Nicholas se entretiene cuidando a su paciente y ‘jugando a los médicos’ en el hospital de la capital, lo que permite que la película plantee las dicotomías que siempre salen a la luz cuando se aborda el asunto de África: el compromiso serio y responsable por mejorar las condiciones de vida en los países pobres o la mera caridad, cuando no una abierta presunción; la comprensión frente a las desastrosas consecuencias del colonialismo –y, más concretamente, la postura de los profesionales que se entregan a la curación de enfermedades ya erradicadas en el mundo desarrollado– o la actitud, por ejemplo, de las grandes empresas farmacéuticas que se enriquecen a costa de aquéllas… Un tema que permite citar otro reciente estreno cuyo argumento gira en torno a esos problemas, El jardinero fiel (Fernando Meirelles, 2005), sobre el que volveremos en un próximo artículo y que repite algunos de los defectos de El último rey de Escocia.

El tercer eje fundamental ha sido ya apuntado y es el conflicto moral que se le crea a Nicholas, y al espectador con él, puesto que uno y otro deberán decidir qué hacer o en qué bando colocarse cuando descubran los desmanes cometidos por Idi Amin. Porque el filme no establece una división nítida entre buenos y malos: el dictador aparece durante la mayor parte del metraje como un ser indefenso, frágil, casi entrañable, con el que no sería difícil identificarse. Nicholas Garrigan, por su parte, dista mucho de ser el héroe positivo: deja en la estacada a los compañeros que luchan contra el hambre y las enfermedades y apoya al general Amin, en una suerte de ‘proyección’ que le convierte en un ‘mono blanco’, como le llaman algunos.

Es cierto que finalmente se redime cuando se da cuenta de hasta dónde llegan las salvajadas de su protector. Pero desde ese momento, la narración, que hasta entonces se había mantenido a caballo entre la descripción de una amistad y el discurso político, cae en las trampas de la intriga vulgar, demostrando que importa más la ‘acción’ y enganchar al público que dar a conocer una situación ignorada o mantener una posición moral ante los hechos que se cuentan. Esta práctica es muy frecuente en los últimos tiempos, como revelan otros títulos contemporáneos que pretenden denunciar determinadas injusticias con la vista puesta en la taquilla, lo que ya de por sí resulta bastante perverso: Hotel Rwanda (Terry George, 2004), la citada El jardinero fiel o Atrapa el fuego (Phillip Noyce, 2006) son sólo tres ejemplos de esa tendencia que simula rescatar la memoria de África para construir con ella enormes máquinas de ganar dinero…

Estas películas mantienen ciertas similitudes con El último rey de Escocia en cuanto a sus rasgos de estilo: una puesta en escena cuidada, una opción estética en la que abundan los filtros, los tratamientos cromáticos diferenciados y una apariencia de videoclip, no ayudan precisamente a conferir el realismo que se supone debería ofrecer cualquier grito sincero de protesta. El último rey de Escocia es un largometraje demasiado ‘limpio’, y contiene a la vez excesivos errores históricos y de guión, como para tomarse enserio una trama de la que sólo se salva ese médico vanidoso que vio de cerca el horror del régimen de Idi Amin.

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