Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Peter Carey es un patólogo recién trasladado a un hospital de Boston, regido en apariencia por las normas más estrictas. Nada más llegar, defiende a un chico acusado en falso de robar drogas y deja clara su escasa afición a acatar la ortodoxia que marcan sus superiores, lo que también quedade manifiesto cuando inicia una relación sentimental con una atractiva compañera. Un día, la hija de uno de los jefes del hospital aparece muerta, después de haberse sometido a un aborto clandestino. El doctor Tao, que realiza esas prácticas sin fines lucrativos, sólo para salvaguardar la seguridad de las jóvenes, es injustamente acusado y encarcelado. Carey empieza una investigación por su cuenta para dar con el verdadero autor del crimen y exculpar a su amigo. Utilizando procedimientos cuando menos discutibles –aterroriza a una amiga de la víctima e inyecta una droga letal a una enfermera para sonsacarles–, consigue resolver el caso y, en la mejor tradición del cine de Hollywood, se queda con la chica.
Aquí el detrito social son los más elevados estamentos y las autoridades supuestamente intachables
Detrás de esta trama indudablemente tópica se esconden dos conceptos que se convierten en los auténticos pilares de una película reveladora: clasicismo y conflicto. En cuanto al primero, el término puede aplicarse tanto a la estructura –planteamiento, nudo y desenlace perfectamente delimitados por los respectivos detonantes, que van impulsando la acción– como a unos diálogos a medio camino entre los de Philip Marlowe –chispeantes, escuetos y con doble sentido– y los de Harry el Sucio –efectistas y artificiosos–, o a unos personajes definidos por unos rasgos muy particulares y atractivos. La construcción de las escenas se guía por la regla de la condensación, lo que hace que pocas veces se mantengan diálogos en situaciones anodinas: acción y palabra se funden en secuencias tan brillantes como aquélla en la que Carey recibe un amenazador masaje del principal sospechoso o aquella otra en la que hace confesar sus mentiras a la joven amiga de la víctima acelerando el coche en el que discurren al borde de un precipicio. Estos elementos recuerdan necesariamente al tipo de cine producido en el Hollywood de los años cuarenta y cincuenta y que se llamó, con cierta imprecisión, «cine clásico», como expresión de la maestría alcanzada en el manejo del lenguaje cinematográfico por unos cineastas que llevaron este arte a sus más altas cotas expresivas.
Y es que el director de Diagnóstico: asesinato, Blake Edwards, se sitúa cronológicamente entre los últimos de aquellos artífices y la nueva hornada de realizadores surgida en los sesenta, época de la que datan sus cinco grandes películas: Desayuno con diamantes (1961), Días de vino y rosas (1962), La pantera rosa (1963), La carrera del siglo (1965) y El guateque (1968), a partir de las cuales comenzará una progresiva decadencia.
La segunda idea gira en torno al conflicto, germen de la dramaturgia y la narrativa, que se encuentra presente en este filme desde múltiples puntos de vista: conflicto sentimental, personificado en la relación entre el doctor Carey y Georgia, bastante forzada, por cierto; profesional, ya que Carey se va a distanciar de sus colegas por tener unos métodos «distintos» y no cumplir los horarios; conflicto moral, pues él no está a favor del aborto, pero los argumentos del doctor Tao son contundentes y para Carey priman la inocencia y su amistad con el acusado sobre otras convicciones; choque racial, porque Tao es asiático y ese dato abre una reflexión sobre las condiciones vitales y profesionales de los inmigrantes. El penúltimo de los conflictos es el de clase social, al ser la joven asesinada una niña ‘bien’, lo que convierte el caso en prioritario para la policía. Finalmente, y como se ha apuntado ya, también la dialéctica estrictamente narrativa se ajusta a las reglas del cine clásico, lo que hace que esos dos elementos fundamentales se vayan entrelazando hasta componer una obra que parece sacada de otro tiempo.
Tal vez por ello, la factura haya quedado levemente anticuada: los «zooms» enfáticos sobre los personajes, las actuaciones teatrales de algunos de ellos y ciertos diálogos acartonados, que suenan falsos precisamente por el afán de remitirse a un tipo de cine determinado. Pero hay otros aspectos de interés, como los inquietantes interrogatorios del doctor, la escena de la autopsia de la niña –punteada, no obstante, por un delirante «flashback» mediante encadenado en el que se la ve bañándose en la playa– o los hábiles primeros planos de la joven novia del asesino mientras confiesa, que consiguen provocar una sensación de sobrecogimiento y angustia por lo cerrado del encuadre.
La figura del médico se erige en auténtico centro de todas las fricciones antes enunciadas. Su carácter mujeriego, rebelde e intuitivo lo acerca a los detectives de cine negro, cuya evolución posterior desembocó en el personaje de Harry el Sucio. En este caso, la construcción del protagonista mantiene los mismos parámetros del Clint Eastwood más reaccionario, pero aquí los elementos de identificación se diluyen, por lo que cabe la crítica a un individuo que se salta las reglas –el título original, The Carey Treatment, o El tratamiento de Carey, apunta en ese sentido– y se toma la justicia por su mano. Patólogo competente, utiliza su profesión como etiqueta de prestigio en sus averiguaciones, como estandarte moral para situarse por encima de toda esa «escoria» que pueden ser desde el jefe del hospital hasta la compañera de habitación de la joven asesinada. Aquí el detrito social no son ya los negros, las prostitutas y los drogadictos, como en otras películas de la época, sino los más elevados estamentos sociales y las autoridades supuestamente intachables. Así, a través del mordaz retrato de un hospital y de los profesionales que en él trabajan –muchas escenas de acción transcurren allí–, Blake Edwards presenta un discurso contestatario bajo una forma eminentemente clásica, en una suerte de contradicción fascinante e imperfecta que da buena muestra de la eficacia de los códigos característicos de ese periodo del cine. Un momento en que todavía se sabía aunar la calidad y el entretenimiento. Un tiempo que cada día parece más lejano.
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