La doctora Cartwright y el puritanismo

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

Siete mujeres, de John Ford

Se cumplen ahora cuarenta años desde que el maestro John Ford clausurara su dilatada trayectoria cinematográfica de una forma tan espectacular como sorprendente. Espectacular, porque Siete mujeres (1966) tiene la solvencia visual y la brillantez narrativa características de las mejores obras de su autor; sorprendente, porque, revisando muchas de las concepciones que había sostenido a lo largo de buena parte de su carrera –como había hecho ya poco antes respecto del género del Oeste en la formidable El hombre que mató a Liberty Valance–, Ford plantea de frente en este filme unos temas que espantarían a muchos de sus incondicionales. En el centro de la acción, una mujer: la doctora Cartwright. Y en el núcleo mismo del argumento, su condición de médico y su manera de entender la profesión

1935 En una provincia del norte de China amenazada de invasión por alguno de los «señores de la guerra» de la vecina Mongolia, desarrolla sus tareas una singular misión cristiana de origen norteamericano e integrada por laicos que mantienen una disciplina y unas normas morales muy estrictas. En realidad, se trata de un reducido grupo humano minado por las rivalidades internas y las represiones de sus integrantes, sometidos a la autoridad incontestable de la directora, Agatha Andrews, y con un único componente masculino, Charles Pether, que no pudo ser sacerdote y optó por ese destino –arrastrando con él a su esposa Florrie– como forma de acercarse a su ideal.

Ese peculiar microcosmos está a punto de estallar con la llegada de un médico largamente reclamado a la casa madre, con sede en Boston, entre otras cosas para que atienda a la embarazada Florrie, ya mayor y que da frecuentes muestras de histeria. Pero, para sorpresa de todos y desagrado de la mayoría, quien aparece por fin no es «un», sino «una» médico: la doctora Cartwright–maravillosa Anne Bancroft, en uno de los mejores papeles de su también nutrida filmografía–, una mujer desenvuelta y segura, con aspecto de «cow-girl» y más de un desengaño oculto bajo la firmeza de la que hace gala.

Todo en ella, desde los modales hasta el cigarrillo que cuelga permanentemente de sus labios, desde su provocador agnosticismo hasta su afición a la bebida, perturba al rebaño que la rígida Agatha había mantenido hasta entonces en un puño a base de miradas heladoras y de citas bíblicas a veces inventadas para la ocasión.

La situación se complica aún más con la inesperada incorporación de un grupo procedente de otra misión, de origen británico, que huye del temible Tunga Khan y trae consigo los gérmenes de una epidemia de cólera. Con la ayuda de la joven Emma Clark, que es la más predispuesta a secundarla, para especial indignación de la señora Andrews, morbosamente atraída desde el principio por la hermosa Emma, a la que ha tratado de moldear a su medida, la doctora Cartwright se desvive por atender a los enfermos, cuidar a la ruidosa embarazada y tratar de erradicar la epidemia, aunque para ello tenga que contravenir casi todas las normas de la misión.

Dos aspectos sobresalen por encima de todo: el auténtico protagonismo concedido a la mujer y la durísima crítica a la religión, o por lo menos a la forma de entenderla como disfraz de frustraciones personales o como sutil instrumento de poder sobre los más débiles.

Como era de temer, aparecen también Tunga Khan y sus secuaces, precedidos por la noticia de las atrocidades que perpetran sobre la población indefensa y dispuestos a arrasar con todo, entre borracheras y exhibiciones de lucha cuerpo acuerpo. Pero el tiránico mongol queda fascinado por el porte y las actitudes de la doctora norteamericana, y mientras desprecia a todas las demás mujeres –encerrándolas en una choza insalubre, donde Florrie da a luz, mientras su marido muere lejos de allí al intentar defender a unos pobres campesinos a los que ni siquiera conocía–, se muestra dispuesto a «negociar» con aquélla, ante el horror de las puritanas misioneras.

Es entonces cuando la descreída doctora Cartwright –que ha confesado que tardó ocho años en acabar la carrera y que aceptó ir destinada a la misión porque en Estados Unidos era prácticamente imposible para una mujer encontrar un puesto aceptable como médico– da la auténtica medida de su personalidad y de su concepción de las relaciones humanas, que se extiende, naturalmente, a la práctica de su profesión: consciente de su poder de seducción sobre el bárbaro, consigue que deje escapar a todas las demás mujeres y al bebé, se engalana para él, simula ofrecérsele y lo envenena con un fármaco, suicidándose después…

Dos aspectos sobresalen por encima de todo en este último largometraje de John Ford: el auténtico protagonismo concedido a la mujer –tradicionalmente relegada en ese tipo de cine al papel de trofeo del macho, reposo del guerrero o fiel colaboradora del héroe– y la durísima crítica a la religión, o por lo menos a la forma de entenderla como disfraz de frustraciones personales o como sutil instrumento de poder sobre los más débiles.

En Siete mujeres –que a pesar de estar ambientada en un país remoto contiene varias cabalgadas del más puro «oeste» americano y otros muchos recursos del género–, el cineasta invierte decididamente las funciones asignadas a los distintos sexos, y mientras presenta a Charles Pether como un hombre apocado y servil –que se redime al final merced a una autoinmolación típicamente fordiana–, hace de la doctora Cartwright una verdadera heroína, aunque cuidadosamente desprovista de los tópicos doctrinarios y moralizantes característicos de tantos protagonistas masculinos. Ella sabe loque quiere y lo hace, sin preocuparse en absoluto por los prejuicios que encorsetan a las demás. Y cuando decide sacrificarse por ellas, da una lección silenciosa de humanidad que las más sinceras entienden perfectamente, aunque las más fanáticas no alcancen a comprenderla.

Otro tanto ocurre con las convicciones religiosas. Partiendo de una respuesta tan chocante como lapidaria –«He trabajado en los peores hospitales del mundo, y nunca vi que Dios bajase a ayudarme con los enfermos»– a la pía invocación de una de sus compañeras, la conducta de la doctora Cartwright sirve a John Ford para desmontar punto por punto las falsedades que suelen esconderse bajo tantos mantos confesionales, el profundo egoísmo de muchas actitudes aparentemente generosas, las frustraciones que anidan bajo una hipotética dedicación a los demás y, sobre todo, la feroz intolerancia que se disfrazade firmeza de convicciones, característica del más rancio puritanismo. La protagonista de Siete mujeres, con la escéptica lucidez surgida de sus derrotas del pasado, es mucho más capaz de entregar su vida para salvar físicamente a las otras que todas esas beatas que alardean de sus propias virtudes mientras someten con desprecio a los naturales de un país que han ido a ocupar por las buenas, en nombre de no se sabe qué misión sobrenatural. Y lo hace sin alharacas, sin presumir de nada, incluso temiendo arrepentirse al final, cuando contempla por última vez a las destinatarias de su abnegación…

En plena coherencia con ese planteamiento, John Ford renuncia al clásico desenlace espectacular, heroico, acompañado por la consabida fanfarria grandilocuente, y se limita a cerrar la película, la gesta de su protagonista y su propia filmografía, con un rápido, discreto y hermosísimo fundido en negro.

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