El sistema sanitario en tiempos de cólera

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

Sicko, de Michael Moore

El nuevo documental de Michael Moore ha levantado en su país de origen aún más polémica que el anterior. Si Fahrenheit 9/11 (2004) se ideó para intentar que Bush no fuese reelegido como presidente de los Estados Unidos, lo que le supuso el airado boicot de los republicanos, Sicko ataca sin piedad el modelo sanitario de norteamericano, aboga por la socialización de la sanidad y se vale de los héroes del 11 de Septiembre para ensalzar a naciones como Cuba.

Michael Moore es un manipulador. Michael Moore es un ególatra con una vanidad desmedida. Michael Moore es un charlatán, un vendedor de alfombras tramposo y demagogo. Estas y otras lindezas se han dicho con frecuencia del director nacido en Michigan. Todas tienen algo de verdad, pero sus motivaciones suelen ser ideológicas, por mucho que intenten disfrazarse con otros ropajes. Es cierto que Moore manipula, pero lo hace tan descaradamente que nadie puede no verlo, y por tanto el espectador es capaz de desmontar el artificio… Muy al contrario de lo que practica el cine estadounidense de los grandes estudios, desde la orilla opuesta, pero enmascarando sus propósitos con una retórica espectacular y explotando afondo la dictadura de la imagen. Lo que molesta, claro, es que la rebeldía use las mismas armas del sistema para poner una bomba –metafórica– en su interior. También es verdad que el director es un ególatra y un vanidoso, como queda demostrado por la presencia –aunque menor aquí que en ocasiones anteriores–de su imponente figura en la película. Pero se trata en realidad de una declaración de principios en torno a los hechos que relata: Moore, conocedor de la imposible objetividad de lo que aparece en pantalla, cambia de ese modo el ‘esto es así’ por el ‘yo digo que esto es así’. Subraya que es ‘su’ versión de unos hechos, y que puede haber otras… Lo que irrita a sus detractores es que difícilmente alguna distinta podría ser más amena, divertida, mordaz y brillante.

Porque el realizador cuenta lo que piensa y lo cuenta bien. Es innegable que distorsiona mucho más que otros cineastas como Ken Loach, Robert Guédiguiano Fernando León de Aranoa, por citar sólo tres ejemplos de cine insurgente. Pero el envoltorio cinematográfico, el uso de los recursos institucionalizados y la decidida intención de llegar a todos los públicos le sitúan un punto por encima de ellos en cuanto a repercusión. Los autores mencionados, mucho más sólidos y comprometidos con la coherencia entre la forma y el contenido, no levantan ni la mitad de las ampollas que revienta él, experto en llamar la atención con su hiperactiva página web, sus shows de herencia televisual –inolvidable su entrevista a Charlton Heston en Bowling for Columbine (2002)– y su evidente carisma, apoyado, eso sí, en un tono demagógico y hasta sentimentaloide. Defectos compensados por la capacidad de difusión y denuncia de unos hechos que van cambiando a lo largo de su filmografía: los desmanes de la empresa automovilística General Motors en Roger and Me (1989), la funesta Asociación Nacional del Rifle en Bowling for Columbine, la escandalosa actuación de Bush y compañía tras los atentados del11-S en Fahrenheit 9/11… Y ahora el sistema sanitario estadounidense en Sicko, que mantiene los rasgos de estilo característicos, semejante utilización paródica del montaje –simplemente soberbio– e idéntica mala leche.

El primer plano de la película enlaza con su obra anterior, ya que muestra a George Bush diciendo tonterías sobre los médicos, seguido de una serie de testimonios a cargo de personas perjudicadas por la sanidad privada de ese país y por profesionales arrepentidos que desvelan los disparates que hacían para ahorrar dinero a las aseguradoras que les contrataban. Los tres cuartos de hora iniciales son una elaborada argumentación, ‘de lo particular a lo universal’, sobre las prácticas de esas empresas, que desemboca en una conclusión irrebatible: si las firmas quedan cobertura a los pacientes se guían por la lógica del mercado, cuantos menos atiendan más dinero ganarán con las pólizas suscritas.

El primer plano muestra a Bush diciendo tonterías sobre los médicos

Después de este segmento, en el que Moore apenas aparece y donde se establece la dialéctica entre la sanidad privada y su socialización, él mismo salta el charco para –una vez descrita la lamentable situación existente en la ‘tierra de la gran promesa’– compararla en primera persona con la de otros países. En Inglaterra entrevista a un médico pagado por el Estado y acude a un hospital público, preguntando a los empleados cuánto debe abonar por su internamiento, ante las carcajadas generales. En Francia se reúne con unos norteamericanos que viven allí y cantan las virtudes del modelo galo, hace la ronda nocturna con un facultativo a domicilio y charla con una asistente social que limpia las casas y lava la ropa de los enfermos. Y en Canadá se encuentra con que los argumentos esgrimidos desde Estados Unidos para arremeter contra la concepción médica de sus vecinos no tienen ningún peso. La ironía que Moore ha ido sembrando desde el arranque mediante la intencionada concatenación de imágenes se despliega ahora por completo, potenciada además por la sorna del realizador.

Por último, lo que más ha dolido a los gobernantes estadounidenses y el equivalente del ‘asalto’ a Charlton Heston en Bowling for Columbine o del plano secuencia que captaba la reacción de Bush al recibir la noticia de los atentados en Fahrenheit 9/11: Moore da con unos cuantos voluntarios que hicieron labores de desescombro en la Zona Cero hace ahora seis años y descubre que sus problemas de salud derivados de aquellos trabajos no están cubiertos por fondos públicos. Con la vida arruinada, estos héroes han sido olvidados por la Administración. En buscade una solución –y de un indudable golpe de efecto para su filme–, se embarca con ellos rumbo a la vergonzosa prisión de Guantánamo, donde los presos reciben asistencia médica las veinticuatro horas del día. Al verse rechazados, se dirigen a Cuba y son atendidos de forma gratuita en un hospital de La Habana. No es extraño que esta maniobra haya provocado las iras de los corruptos estamentos de poder yanquis, una vez que su sistema sanitario ha sido puesto en evidencia y derrotado en comparación con el inglés, el francés, el canadiense… y hasta el cubano. De este último paralelismo surgió la argucia legal que pudo dar con el realizador en la cárcel: las autoridades estadounidenses consideran ilícita la entrada de material filmado procedente de Cuba, por lo que Moore envió prudentemente una copia de su película a Canadá, donde quedó a buen recaudo frente a una probable confiscación.

De las tres partes de Sicko, la primera es la más teórica, la segunda la más contrastada y la tercera la más efectista, con lo que se consigue una difícil combinación de didactismo –que no paternalismo–, toma de conciencia crítica y emoción. Una mezcla eficaz que cautiva públicos, denuncia situaciones inaceptables, desenmascara impostores, introduce discursos políticos de gran calado –véanse los fragmentos en los que Tony Benn, miembro del Parlamento británico, habla sobre las bases de la democracia occidental–, reporta beneficios –Fahrenheit 9/11 es hasta la fecha el documental más visto de la Historia– y deja pensar al espectador. No puede sorprender que los gobernantes se suban por las paredes, ya que, además de mofarse de ellos y mostrar las tropelías que llevan a cabo, Michael Moore se enriquece con ello. Y eso, en un esquema neoliberal, es el pecado menos perdonable de todos.

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