El diestro sabe que cualquier ademán suyo en la plaza es una hazaña, pero guarda un “silencio emocionado y hondo” alimentado en la “clásica elegancia con seriedad” hasta ser, como de Manolete dice J. Antonio Muñoz Rojas, “la seriedad hecha figura” con la solemnidad de una estatua: “el andar se le puso / confiado y solemne, / con empaque de estatua”, una seriedad que todos admiran: “erguida y hábil tu silueta asombra” porque sabe que puede ser el verso de Fernando Quiñones, “un rayo derribado de repente”, o llegar a ser un “río ya enterrado”, porque admite que “henchido va vade recto mandamiento, / todavía mortal y ya Destino”.
El lector puede pensar a estas alturas que los poetas hacen del diestro un mito moderno. Podría ser verdad pero hay que seguir viendo y agrupando las imágenes que de él nos han dejado porque lo exaltan y lo adornan con rasgos brillantes; pero utilizan otras que lo dejan empequeñecido. Dirán los aficionados que no es justo este empequeñecimiento pero, si así nos lo presentan, también habrá que entender o vislumbrar al menos el alcance de sus versos.
El miedo a la cornada y a la muerte, (o al fracaso), son algo consustancial a la fiesta de los toros. Pero el lugar natural donde se desarrollan esos sentimientos es indudablemente el ruedo. Ya se ha tocado este tema con anterioridad en sus dominios respectivos. Ahora parece oportuno centrarlos en el sitio donde se vive ese acontecimiento. El ruedo.
El toreo, es verdad y así lo dice la biografía de Belmonte cuando era adolescente, se hace alguna vez, más antes que ahora, a campo abierto y a la luz de las estrellas.
Si paradójico resulta juxtaponer la muerte y la hembra, tanto o más paradójicos son estos versos de Javier de Bengoechea en un poema alegórico, A todos: “aquí la muerte nuestra vida pace / inagotablemente. Y aquí yace / España corneada por nosotros
El torero conoce el riesgo, sabe lo vecina suya que le es la muerte porque pocos como él, pacíficamente eso sí, han experimentado lo que dice más bien antitaurinamente María Zambrano: “Y la quietud deja libre al movimiento, y es desesperada acción: esa violencia, esa necesidad de matar y de matarse. Pues no cabe detener la vida, sino tan sólo degradarla, derrocharla o, simplemente, perderla
Son duras, muy serias estas cornadas pero Aleixandre, en fuerte paradoja, las llama beso: “El beso / con su testuz de sueño / y seda, insiste, / oscuro, negro”.