Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Antonio Mercero lleva dirigiendo audiovisuales desde 1962, ya sea en cine –La guerra de papá (1977), Espérame en el cielo (1988)– o en televisión, medio para el que ha realizado sus trabajos más llamativos –La cabina (1972)– y populares, como la serie Farmacia de guardia. El cineasta guipuzcoano funde en Planta 4ª (adaptación de la obra teatral “Los pelones”, de Albert Espinosa, quien también colabora en el guión) dos fórmulas genéricas que han demostrado sobradamente su validez. En primer lugar, las películas que transcurren en un hospital suelen desplegar una especie de universo ‘en pequeño’ para los médicos y los pacientes que lo habitan, manejando símbolos y metáforas que permiten la inducción, desde esas situaciones particulares, de toda una filosofía vital. Es el caso, por ejemplo, de Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975), de la que ya se ha escrito en esta revista. El filme protagonizado por Jack Nicholson no se queda en el simple retrato de un grupo de personas, sino que constituye un canto a la libertad y una sátira feroz sobre los estamentos de poder estadounidenses.
En segundo lugar están las creaciones protagonizadas por niños, en sus numerosas variantes. Sin duda, la más productiva es aquélla que opta por situarlos en un ambiente determinado y promover una estrategia frente a la adversidad, un modo de vida condicionado de antemano, o simplemente, y de nuevo, un mundo “a escala”. Como ilustración hay que citar, por supuesto, la deliciosa fábula anarquista titulada Cero en conducta (1933), del fugaz Jean Vigo, en la que se detallan las peripecias de unos críos internados en un opresivo centro. Ninguna de las dos hace concesiones gratuitas al espectador y ambas tejen un cuidadísimo tapiz que disimula a primera vista la agresiva crítica que se traslada mediante el recurso a la alegoría.
Algo muy distinto de lo que hace Antonio Mercero en Planta 4ª, buscando la fusión entre esos dos subgéneros pero decantándose por el sentimiento y anteponiendo así las emociones al cuestionamiento de una situación dada. Para ello se vale de un grupo de jóvenes enfermos de gravedad que luchan por sobrevivir. Miguel Ángel –interpretado por Juan José Ballesta– ha sufrido la amputación de una pierna a causa de un cáncer óseo, no mantiene relación alguna con sus padres y es el líder natural de la pandilla y quien promueve las incursiones nocturnas por el hospital; Izan padece la misma enfermedad, con idénticos resultados, y sirve de apoyo al resto de compañeros; Dani realiza “visitas” a la planta de psiquiatría para ver a una joven anoréxica por la que se siente atraído; “Pepino”, el más asustadizo de todos, muere pronto sin que sus compañeros se enteren; y Jorge es el último en llegar, a la espera de que le realicen una biopsia.
Todos ellos –y aquí se pueden detectar los tenues paralelismos con el largometraje de Jean Vigo– se construyen una realidad propia dentro del edificio, a su medida, con el fin de sobrellevar esa lucha con la muerte que libran todos los días: cometen travesuras, piden pizzas a las enfermeras, asisten a los conciertos que da en el sótano un cubano aficionad o a la música o juegan partidos de baloncesto que nunca ganan…
Frente a ellos se encuentran los adultos, la autoridad represora o los médicos que los cuidan, según se quiera ver, como ocurría en Alguien voló sobre el nido del cuco, y que aquí están presentados de la forma más simplista: el maniqueísmo de brocha gorda. La ausencia de matices se articula en torno al mecanismo de la contraposición. Por un lado están el doctor Marcos, que es quien cubre las espaldas a los muchachos y les defiende en las juntas médicas; Esther y Ruth, las dos sonrientes enfermeras que soportan con actitud cómplice las travesuras de los protagonistas; y “La Enfermerita“, apodada así porque siempre utiliza diminutivos, un personaje divertido encomendado a la escritora Elvira Lindo… Posteriormente aparece el doctor Gallego, médico cruel de sibilina perilla y acerados gestos, que les acusa de no ser realistas y duda de que lleguen a vivir lo suficiente como para ver cumplidos sus sueños. Con una serie de hábitos previsibles y poco sinceros–los pacientes más experimentados saben que siempre trata igual a los nuevos, con una mezcla de paternalismo y prepotencia–, es ésta la figura más estereotipada y plana, el antagonista al que se suele recurrir cuando se cede a la tentación de lo acomodaticio en términos narrativos y dramáticos.
…son aspectos que delatan las tendencias demagógicas de un cineasta demasiado proclive a lo sensiblero y al discurso de algodón dulce…
Igualmente fácil es la caligrafía cinematográfica que utiliza Mercero. Hay algo de anticuado en sus últimas películas, que huelen a celuloide apolillado: los diálogos artificiosos, en una sucesión de réplicas mecánicas; la falta de ritmo y de una adecuada ligazón en torno a un hilo conductor, hacen que Planta 4ª parezca una acumulación de episodios sin cemento que los una. Y el truco de querer emocionar subiendo la música o acercando enfáticamente la cámara a los personajes son aspectos que delatan las tendencias demagógicas de un cineasta demasiado proclive a lo sensiblero y al discurso de algodón dulce, que resta interés a varias secuencias que podían ser atractivas.
Y es que, a pesar de lo dicho, se advierte en el director un gusto especial por los detalles aparentemente casuales que sirven para componer pasajes de notable belleza, como los juegos nocturnos con los ascensores, que llevarán a Dani a la sexta planta y a conocer a Gloria, subiéndola en su silla de ruedas mientras ella le guía cerrándole los ojos; la espera de los chavales en el solárium, con la ilusión de que aparezca una exuberante modelo, sin duda inventada por Miguel Ángel; o la importancia que tienen para ellos las piernas ortopédicas que les colocan, símbolo de la libertad y “soporte” con el que abandonar su cárcel…
Un procedimiento del que se valía, con mayor brillantez aunque dentro de un contexto muy diferente, el cineasta iraní Mohsen Makhmalbaf en Kandahar (2001), y más concretamente en la inolvidable secuencia en la que los hombres corrían por el desierto tras unas prótesis que, lanzadas desde un helicóptero, parecían llover del cielo. Con estos ilustres ejemplos se pone de manifiesto que, aunque Planta 4ª sea un voluntarioso canto al optimismo incluso en las peores circunstancias, y Antonio Mercero un artesano con mucho oficio, ni la una ni el otro llegan a constituir más que tenues reflejos de grandes filmes y de glorias pasadas.
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