El fallecimiento, a comienzos de junio pasado, del controvertido médico estadounidense de origen armenio Jack Kevorkian, que llegó a ser conocido como «Doctor Muerte» por su tenaz defensa de la eutanasia, da pie a hablar de una película producida en 2010 para televisión y estrenada muy pronto en España, pero que ha pasado casi desapercibida, seguramente por lo incómodo del asunto que aborda, a pesar de haber sido dirigida por un cineasta tan veterano como Barry Levinson e interpretada en los papeles principales por estrellas de la categoría de Al Pacino, Susan Saran don, Brenda Vaccaro y John Goodman.
La Dra. Ana Mª de Cecilia nos presenta en esta sección parte de su colección de pintura y escultura y lo que le sugieren, pluma en mano, estas obras.
El lector puede pensar a estas alturas que los poetas hacen del diestro un mito moderno. Podría ser verdad pero hay que seguir viendo y agrupando las imágenes que de él nos han dejado porque lo exaltan y lo adornan con rasgos brillantes; pero utilizan otras que lo dejan empequeñecido. Dirán los aficionados que no es justo este empequeñecimiento pero, si así nos lo presentan, también habrá que entender o vislumbrar al menos el alcance de sus versos.
Aunque pasó prácticamente desapercibida en su estreno comercial –el Ministerio de Cultura le reconoce poco más de 60.000 espectadores en salas–, el hecho de que un periódico de tirada nacional la haya distribuido recientemente entre sus lectores mientras una de las Ciudades Patrimonio de la Humanidad propone incluirla en un ciclo de próxima celebración nos anima a repescar esta película española realizada hace cuatro años, ambientada en la actualidad pero cuya acción se remite a los años sesenta y se desarrolla en un siniestro manicomio, regido con mano de hierro por un médico autoritario.
La Dra. Ana Mª de Cecilia nos presenta en esta sección parte de su colección de pintura y escultura y lo que le sugieren, pluma en mano, estas obras.
Salamanca gótica, a juzgar por las muestras edilicias de carácter civil que han llegado hasta nosotros, debió detener un valor muy destacado; lo que respondía a diversas causas. De una parte, la Universidad había despegado con fuerza reforzando su prestigio con la dotación de nuevas cátedras y con el creciente y relevante número de sus alumnos. Las dependencias donde se realizaba la actividad académica se quedaron pequeñas, y tras ocupar temporalmente algunas casas que le había alquilado el cabildo, se vio en la necesidad de contar con edificios que estuviesen acordes con su prestigio; lo que dio lugar a las primeras edificaciones del gótico tardío.
Fue fundada hacia 1190 como parroquia en el barrio de los toreses, y en el primer tercio del siglo XIII Alfonso IX la adjudicó a la Orden de Santiago. En el año 1268 el infante don Martín Alonso, hijo bastardo de aquel rey, y su esposa Dª María Meléndez de Sousa, supuesta infanta de Portugal, fundaron en ella un convento de Comendadoras de Santiago; pero lo que queda de aquella época apenas son pequeños restos al norte del actual coro.
El miedo a la cornada y a la muerte, (o al fracaso), son algo consustancial a la fiesta de los toros. Pero el lugar natural donde se desarrollan esos sentimientos es indudablemente el ruedo. Ya se ha tocado este tema con anterioridad en sus dominios respectivos. Ahora parece oportuno centrarlos en el sitio donde se vive ese acontecimiento. El ruedo.
Desde los orígenes del cine, y heredada de la literatura e incluso de la tradición oral, la espinosa pregunta acerca de «quién nos cuenta qué», es decir, del punto de vista adoptado en cualquier narración ha hecho reflexionar sobre si éste es falible o no, y en qué circunstancias. En los últimos años ha renacido la moda de elaborar relatos en los que al final se demuestra la falsedad del testimonio del narrador. Es el caso de Shutter Island, donde un policía resulta no ser tal y la verdad de esta historia ambientada en 1954 reside en los doctores que intentan ayudarle a superar sus traumas.
Llegaba tarde. Pero por más que quería ir más deprisa, no podía. Era como si una plomada tirara de mi centro de gravedad hacia abajo, hacia la dura y milagrosa tierra, y no me dejara levantar las plantas del suelo. Resoplaba como una caballería y un sudor fino e impaciente me iba bañando de arriba abajo. Pensé que sería imperdonable presentarme así ante el Obispo.