El doctor Burgos y su feudo psiquiátrico

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

El hombre de arena, de José Manuel González-Berbel

Aunque pasó prácticamente desapercibida en su estreno comercial –el Ministerio de Cultura le reconoce poco más de 60.000 espectadores en salas–, el hecho de que un periódico de tirada nacional la haya distribuido recientemente entre sus lectores mientras una de las Ciudades Patrimonio de la Humanidad propone incluirla en un ciclo de próxima celebración nos anima a repescar esta película española realizada hace cuatro años, ambientada en la actualidad pero cuya acción se remite a los años sesenta y se desarrolla en un siniestro manicomio, regido con mano de hierro por un médico autoritario.

Un anciano vagabundo es atendido en un hospital por una joven doctora y ésta encuentra entre sus pertenencias una fotografía que le resulta conocida. Gracias a ella llegará a descubrir unos hechos fundamentales de su propio pasado que se le habían ocultado hasta ahora. La conversación que mantiene con Carmen, otra médica ya retirada y que ha ejercido de madre para ella desde que murió la suya, Lola, abre un flash-back que ocupa prácticamente toda la película, llevándonos a la España de los años sesenta, y de forma  más precisa –a tenor de lo que se oye en un aparato de radio de la época– a enero de 1966, cuando la colisión de dos aviones estadounidenses en el cielo de Almería hizo caer sobre los alrededores de Palomares hasta cuatro bombas atómicas que, sin estallar, por fortuna, provocaron un incidente de repercusión internacional y graves consecuencias.

La precisión cronológica no es superflua, porque la acción retrospectiva de El hombre de arena se desarrolla en un centro extremeño de reclusión, una especie de hospital psiquiátrico provincial, de carácter público, al que iban a parar también por entonces algunos detenidos en función de la tristemente célebre Ley de Vagos y Maleantes, promulgada por el gobierno de la República en 1933, pero  que, modificada por la dictadura en 1954, permitió durante el franquismo el encierro indiscriminado de miles de personas tanto por motivos políticos como por mendicidad o por homosexualidad, y no sería derogada hasta la Constitución de 1978.

Estos datos vienen a cuento ante la posibilidad de entender la película como una especie de metáfora historicista en la que el autor –guionista y director a la vez–estuviera utilizando un pasado reciente y en algunos aspectos todavía reconocible para hablar del presente, ya que no para reflexionar productivamente sobre aquél. Posibilidad remota, desde luego, porque lo confuso de la narración, los meandros supuestamente poéticos en los que se pierde, las gratuidades a las que recurre para salir de los atolladeros argumentales en que ella misma se mete y el recurso casi constante a los tópicos más manidos de los filmes sobre manicomios dificultan sobremanera una lectura amplia, que vaya  más allá de lo que vemos y oímos de manera inmediata.

Y lo que vemos y oímos es que Carmen, la doctora ya mayor, recuerda cómo, al comienzo de su carrera, vio llegar a ese mismo centro psiquiátrico a un joven llamado Mateo, recluido por no se sabe muy bien qué motivo y que en la primera entrevista chocó de manera frontal con el adusto y rigorista doctor Burgos, yendo a dar con sus huesos en una temible celda de aislamiento que transformó por completo su actitud ante la vida. Viene después la descripción pormenorizada y a veces reiterativa de las tétricas condiciones imperantes en aquel recinto: hacinamiento de enfermos en lúgubres covachas, sin distinguir las características particulares de cada uno; mezcla arbitraria de pacientes y detenidos; violencia soterrada que estalla en ocasiones con singular atrocidad; celadores brutales que maltratan gratuitamente a los reclusos y no se privan de acosara las mujeres; monjas obsesionadas con la disciplina pero que no se enteran de loque ocurre realmente a su alrededor… Y allá arriba, en espléndido aislamiento pero empeñado en que se cumplan sus normas por encima de todo, el doctor Burgos, dedicado desde hace años a construir un barco en miniatura, servil ante las autoridades extrahospitalarias, maniático del orden y el control, orgulloso de sus métodos, que pueden resumirse en una máxima: «De aquí no sale nadie sin mi autorización».

Lo más patético es que el enfrentamiento con Mateo surgió a raíz de un simple comentario de éste –ávido lector de novelas de aventuras, soñador perenne con el mar que podría llevarle hasta América y experto en embarcaciones antiguas– sobre los defectos de la réplica que con tanta meticulosidad armaba el médico. El hecho de cuestionar la autoridad del director, aun en un terreno tan banal, desencadenó su desgracia y su ruina. Paliada apenas por la ternura que empieza a sentir hacia otra enferma, la hermética Lola, víctima de abusos sexuales desde la infancia, aterrorizada ante la hostilidad del mundo exterior y resignada a permanecer entre los muros del psiquiátrico para sentirse más segura. Y esa ternura se convertirá en amor y en deseo de que huya con él lejos de aquel antro, donde acaba siendo violada por un celador…, aunque consumada la huida, consentirá que la Guardia Civil vuelva a encerrarla, siguiendo las órdenes del doctor Burgos, mientras él escapa.

Por fin sabremos que el fruto de aquel embarazo forzado fue la joven doctora actual, y que el vagabundo al que acaba de atender en el hospital aceptó ser su padre sin haberlo sido de verdad… Un desenlace melodramático para una historia de apariencia cruda, donde apenas destacan las secuencias de enfrentamiento entre Carmen y el doctor Burgos y que sitúa a El hombre de arena muy por debajo de otras películas que –desde Corredor sin retorno(Samuel Fuller, 1963) o Marat/Sade (Peter Brook, 1967) hasta Shutter Island (Martin Scorsese, 2010), a la que nos referimos en un número anterior de esta revista, pasando por la magnífica Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman,1975) y tantas otras– han utilizado el ambiente claustrofóbico de los hospitales psiquiátricos para hablar con lucidez crítica de las sociedades en las que estaban enclavados y aun de las relaciones humanas en general.

No ha mostrado demasiado talento, aunque sí bastantes pretensiones, el debutante José Manuel González-Berbel en este su primer largometraje para el cine, después de una larga carrera como productor  de televisión y publicidad audiovisual. Ni siquiera a la hora de sacar partido a unreparto integrado por rostros tan conocidos  como el de la espléndida Mercedes Sampietro –aquí en un papel secundario– o lo sde Hugo Silva, Irene Visedo y María Valverde, muy populares por su participación en distintas series de consumo, pero con una sólida preparación profesional detrás, que aquí sólo pueden exhibir a través de una contención rayana con la inexpresividad y que se supone debe transmitir una profundidad inexistente en el relato.

Si el personaje de Mateo temía verse convertido en un «hombre de arena» que el viento barrería de forma inexorable, eso es precisamente lo que le ocurre a esta película, quizá bienintencionada pero a la postre hueca, y que encima corre el riesgode ser interpretada como un subrepticio alegato contra el aborto incluso en caso  de violación, porque eso es lo que subraya la Carmen ya mayor a la hora de ensalzar la figura de Lola, fallecida prematuramente pero que fue capaz de tener a su hija en las condiciones más adversas que quepa imaginar.

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