Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Responsable de las mejores series de televisión creadas en los últimos años, la cadena de pago HBO decidió respaldar la producción a varias bandas de un largometraje sobre la figura de Murad (Jack) Kevorkian, consciente sin duda del potencial polémico de su tema central, que no es otro que la eutanasia, tabú en la mayoría de las sociedades contemporáneas, incluida la nuestra.
Realizada poco después de que su protagonista real saliera de la cárcel, donde había pasado más de ocho años, y parcialmente basada en el libro escrito por uno de sus colaboradores, la película no puede ser juzgada –como ninguna otra, por muy fidedigna que pretenda ser– en función de su hipotética «veracidad», ni siquiera de si está «a favor» o «en contra» del trascendental asunto que aborda. Ésas no son cuestiones específicamente cinematográficas. La primera, porque lo que solemos entender por veracidad resulta materialmente imposible en el cine –y sería engañoso prometerlo o esperarlo–, y la segunda porque depende en buena medida del punto de vista de quien la contemple, máxime cuando se trata de un problema en el que confluyen y seguramente colisionan la razón, la moral, las creencias y los valores de cada cual.
Lo que impresiona sobremanera en No conoces a Jack, aparte de su brillantez formal y del espléndido trabajo de sus actores principales, es la seriedad con que está planteada. Cuando las industrias del cine y la televisión se empeñan en hacernos creer que cualquier producto audiovisual es ante todo y sobre todo espectáculo, entretenimiento, evasión supuestamente «inocente», sorprende que una obra como ésta renuncie al menor rasgo de sensacionalismo y a emplear los recursos emocionales de uso común, ofreciendo en cambio al espectador materiales para la reflexión, y no sólo sobre la eutanasia o el suicidio asistido, sino sobre otras muchas cuestiones: la justicia, el papel de los medios de comunicación en el tratamiento de casos de vida o muerte, el de los sentimientos a la hora de tomar decisiones graves, el de los profesionales de éxito que se dejan arrastrar por las ansias de fama o la ambición política…
De todo eso habla el filme de Levinson, al tiempo que describe con ejemplar distanciamiento los motivos que llevaron a su protagonista a erigirse en paladín del suicidio asistido, concebido por él como último servicio médico que un profesional puede prestar para ahorrar sufrimientos irreversibles a los pacientes que se lo pidan con claridad y conocimiento de causa. Profundamente impresionado por la larga y dolorosa agonía de su propia madre en una residencia, Jack Kevorkian empezó a urdir ingeniosos procedimientos artesanales para poner en práctica su convicción, burlando los estrechos límites legales imperantes en el estado de Michigan, con la sola ayuda de su hermana Margo –que moriría súbitamente de un infarto, después de haber acordado que la ayudase si llegara el caso–, de un amigo sanitario y, más adelante, de Janet Good, activa defensora del derecho a morir dignamente, a la que tendría que prestar ese «último servicio» cuando se le diagnosticó un cáncer de páncreas que iba a alcanzar rápidamente la fase terminal… Y lo hizo tras una última y estremecedora conversación entre ambos, que la película recrea con tanta discreta intensidad como solvencia cinematográfica. En ella, Janet lamenta tener que dejarlo solo en su lucha y le pide que se muestre más afectuoso, que abandone su habitual retraimiento, si quiere ser eficaz, y que se deje conocer a fondo por los demás, para no verse convertido en el monstruo que pretenden hacer de él unos medios de comunicación ávidos de escándalo, ante una opinión pública condicionada por diversos integrismos, fundamentalmente de índole religiosa.
Ese parece ser el guante recogido por los autores de la película, como indica con nitidez su título. Pero no nos dan a conocer a un Jack Kevorkian heroico, mitificado por su batalla sin cuartel o su condición de víctima de un sistema demasiado poderoso, sino a un personaje contradictorio, solitario, encerrado en sí mismo, austero hasta la exageración, hosco en muchas ocasiones, excéntrico y provocador en otras, atenazado por las dudas y seguro sólo delo justo de su pretensión… Hasta el punto de que no duda en enfrentarse a la formidable maquinaria judicial estadounidense, saliendo indemne varias veces gracias a la ayuda del brillante abogado Geoffrey Fieger, que sin embargo le decepcionará después, al presentarse a las elecciones de gobernador al amparo de su popularidad y negarse a proponer un cambio en las leyes, para no perder votos.
Pero Jack Kevorkian está convencido de que no puede seguir actuando con subterfugios, como ha hecho hasta en 130 casos anteriores –alguno de los cuales le ha costado la pérdida de la licencia para ejercer, y en consecuencia para prescribir medicamentos, aunque él está convencido de que un médico lo es para siempre, por más que esté oficialmente «retirado»–,sino que se trata justamente de precipitar esa modificación legal, y para conseguirlo no duda en enviar a una cadena de televisión una grabación en la que se le ve asistiendo de forma directa a un enfermo que se lo ha pedido. Ésa será la causa de su condena: la jueza encargada del asunto, a cuya vista acude Kevorkian dispuesto a defenderse a sí mismo, sentenciará que allí no se discute el derecho o no al suicidio asistido, sino el delito flagrante que ha cometido al violar las leyes vigentes de hecho.
La elegancia con la que se presenta en el filme ese desenlace «dilatorio» muestra de nuevo su afán de no pontificar sobre el problema de fondo, aunque resulte innegable su interés por el personaje central y cuanto representa, con lo que se suma, siquiera indirectamente, a su aspiración de abrir el debate social en torno al derecho a recibir ayuda médica para morir, cuando ya se ha recibido toda la posible para seguir con vida. Y no estará de más recordar que No conoces a Jack tuvo entre nosotros dos precedentes muy distintos: la aparatosa y sobrevalorada Mar adentro (2004), de Alejandro Amenábar, y la anterior, menos difundida pero más rigurosa Condenado a vivir (2001), de Roberto Bodegas, ambas sobre el caso, también real, de Ramón Sampedro, que tanto dio que hablar en su momento.
Se esté de acuerdo o no con sus postulados, o con los que tan denodadamente defendió en vida el protagonista de esta película, resulta confortante que el cine y la televisión abandonen de vez en cuando el escapismo entontecedor para difundir planteamientos que atañen de verdad a quienes contemplan sus producciones. Y el azar ha querido que entre la realidad y su recreación imaginaria haya también puntos de contacto conmovedores. El Jack Kevorkian de ficción respondía a una exaltada manifestante que lo acusó de no tener ninguna religión: «Sí la tengo. Se llama Johann Sebastian Bach, y al menos mi dios no es inventado». Tiempo después, al morir el auténtico, cuentan las crónicas que pidió a quienes le rodeaban que lo despidieran de este mundo con música de Bach.
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