Uno de los suyos

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

Shutter Island, de Martin Scorsese

Desde los orígenes del cine, y heredada de la literatura e incluso de la tradición oral, la espinosa pregunta acerca de «quién nos cuenta qué», es decir, del punto de vista adoptado en cualquier narración ha hecho reflexionar sobre si éste es falible o no, y en qué circunstancias. En los últimos años ha renacido la moda de elaborar relatos en los que al final se demuestra la falsedad del testimonio del narrador. Es el caso de Shutter Island, donde un policía resulta no ser tal y la verdad de esta historia ambientada en 1954 reside en los doctores que intentan ayudarle a superar sus traumas.

La novela en que se basa el guión de Shutter Island lleva el mismo título y su autor es Dennis Lehane, que tiene entre sus méritos haber escrito tres episodios de una de las mejores series de la historia de la televisión, The Wire, en la que, por cierto, aparece un médico forense de fugaces, aunque brillantísimas intervenciones.

Lehane estructura la narración alrededor del engaño y el punto de vista. Supuestamente, Teddy Daniels es una gente judicial que acude a una isla siniestra, donde está enclavado un hospital psiquiátrico llamado Ashecliffe, para esclarecer la desaparición de una paciente. Escoltado por su nuevo compañero, el también agente Chuck Aulie, no tarda en entrevistarse con John Cawley, misterioso psiquiatra que al parecer aplica unos métodos un tanto particulares, además de obstaculizar la investigación de Teddy.  Los recuerdos de éste, su pasado militar en el bando aliado durante la Segunda Guerra Mundial y la pérdida de su familia van aflorando a medida que se introduce en ese universo de pesadilla, poblado de enfermos mentales que abarrotan el extraño lugar, mezcla de Alcatraz y del bullicioso centro psiquiátrico de Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman,1975), de la que hemos hablado ya en estas páginas.

Pero al final del texto se produce un giro y todo se revela fruto de la imaginación de Teddy, que en realidad es un recluso del hospital, encerrado allí desde hace veinticuatro meses por haber asesinado a su esposa tras descubrir que ella había ahogado a sus tres hijos. La explicación lógica que nos ofrece el libro es que el doctor Cawley ha organizado una especie de mascarada –él lo llama psicodrama– para seguir la corriente a Teddy y que éste pudiese sacar a la luz sus traumas. Cawley, por tanto, pretendía curarlo y evitar tratamientos más agresivos.

Esa vuelta de tuerca, similar a la de El sexto sentido (M. Night Shyamalan,1999), protagonizada por un psicólogo, la toma Martin Scorsese al pie de la letra e ilustra un relato bastante fiel al original, pero que le sirve para realizar un tour de force manierista, plagado de referencias a Alfred Hitchcock y su inquietante Vértigo (1958)… También a la estética del hongkonés Wong Kar-wai, en unos pasajes ciertamente pretenciosos. Siguiendo la senda de la novela, el guión va dando pistas al espectador –tramposas en su mayoría, ya que casi todas son aportadas por los enfermos mentales del lugar–, que desvelan su verdad en un segundo visionado, algo a lo que obliga esta trama serpenteante construida en torno al «nada es lo que parece».

Así, en el desenlace, el abnegado Chuck es en realidad el psiquiatra que durante dos años ha estado tratando a Teddy en esa isla, asistiendo a sus fantasías, a las que, junto a Cawley, intenta dar salida ideando una ficción que sirva de catarsis al paciente. El paciente es Leonardo DiCaprio, en su cuarta colaboración con Scorsese, sobreactuando excesivamente y derrotado por un estupendo Ben Kingsley en el papel de John Cawley, partidario de escuchar a los pacientes y reacio a los fármacos y a procedimientos relacionados con la «vieja escuela» psiquiátrica, en forma de intervenciones quirúrgicas tan brutales como la lobotomía transorbital, práctica habitual de sus colegas, entre los que figura el pérfido doctor Naehring (Max von Sydow), alemán al que suponemos un pasado ligado al Tercer Reich.

A este respecto, y dentro de ese juego acerca de la locura y la verdad, que por momentos remite –sin superarlo en absoluto– al de Corredor sin retorno (Samuel Fuller, 1963), varios de los recuerdos de Teddy se ambientan en Dachau (en cuyo frontispicio vemos escrito «Arbeit MachtFrei» [El trabajo os hará libres], frase que estaba colocada en Auschwitz y otros campos, pero no en ése), donde asistimos al fusilamiento de unos nazis por parte del protagonista y otros soldados estadounidenses…, mientras un travelling de izquierda a derecha cruza la pantalla con una finalidad esteticista. Este detalle recuerda los ataques sufridos en su día por el director italiano Gillo Pontecorvo cuando, en la notable Kapò (1959), supeditaba el drama del exterminio judío a sus pretensiones estéticas. Mostrar el horror de forma bella fue tachado entonces de «abyecto», con toda razón, aunque años después Steven Spielberg volvería a operar de igual modo cuando filmó La lista de Schindler (1993) bajo los mismos parámetros preciosistas, permitiéndose incluso un extemporáneo homenaje cinéfilo a Psicosis (1960) … en las cámaras de gas. Afortunadamente, hay también cineastas como Claude Lanzmann, que en ese monumento documental titulado Shoah (1985) se toma en serio las abominaciones nazis, muy al contrario de lo que hace aquí Scorsese, obsesionado por fagocitarlas «nuevas» corrientes estilísticas.

Ante este atracón posmoderno, no será gratuito comparar Shutter Island con la última obra del mismo realizador, la descomunal serie Boardwalk Empire –que en la actualidad produce y emite la cadena de pago estadounidense HBO, auténtico filón contemporáneo–, para percatarse de que el director neoyorquino ha abandonado en televisión las fruslerías visuales y recupera el estilo de Uno de los nuestros (1990), regresando al clasicismo en su retrato de Atlantic City durante la época de la Ley Seca. Como apunte médico, interesa mencionar una escena presente en el tercer capítulo de la primera temporada (ya está anunciada la segunda): el agente federal Nelson Van Alden tortura a un testigo en la consulta de un dentista presionándole una herida abdominal hasta que el afectado muere entre estertores. Un prodigio de planificación y sobriedad que hace palidecer el conjunto de Shutter Island, trufado además de unos conscientes fallos de raccord –o continuidad– que, si en Uno de los nuestros funcionaban gracias a la intensidad de los pasajes, aquí «cantan» demasiado y producen el efecto contrario, «sacando» bruscamente al espectador del relato, en una muestra más de la insólita miopía de Scorsese,  aderezada por la incoherencia que supone convertir a un oficial de las SS en ferviente admirador de la música de Gustav Mahler, judío repudiado por los nazis… Y es que también la filmografía de los grandes creadores está salpicada de altibajos, a pesar de que la crítica menos ponderada se empeñe en elevar a los altares cualquier creación de esos genios.

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