Jerónimo Prieto: Entre mendigos

Por Ana María DE CECILIA SAN ROMÁN
Médico y escritora

La Dra. Ana Mª de Cecilia nos presenta en esta sección parte de su colección de pintura y escultura y lo que le sugieren, pluma en mano, estas obras.

Dicen que La Miramiel, la que duerme entre los mendigos, estuvo sirviendo en casa de una marquesa. Dicen otros que era lavandera y que lavaba, en los pilones de la acequia seca, las sábanas de hilo y los manteles bordados, las enaguas, las medias y las camisas de dormir de los señores.

La Miramiel se llama en realidad Feliciana Peces y nació en una covacha que hay en el campo norte, a la vera del río; pero ni siquiera ella recuerda ya su nombre. Era su padre un herrero que bebía, en demasía, vino de no muy buena calidad y que entre jarra y jarra de la taberna se largaba hasta su chamizo, le levantaba las sayas a su mujer y le fabricaba en el vientre una nueva criatura. Su madre llevaba así siempre la barriga desfigurada por los embarazos, las piernas deformadas por las varices y el carácter agriado como si el vino que bebía su marido se convirtiera en ella en vinagre. Algunas de las criaturas nacían muertas y otras morían con pocos meses de vida presas del frío, la desnutrición o las fiebres, hasta que nació aquella niña que quiso vivir.

Atosigada por la fatiga y el dolor, la mujer del herrero decidió terminar con su sufrimiento y una noche en que el hombre volvía de la taberna, ebrio como siempre, le estampó en la cabeza una sartén honda abriéndole una brecha por la que manaba abundante sangre. Le arrebató de la faja las pocas monedas que portaba y huyó río abajo sin más rumbo que el de tomar el camino que la llevara más lejos. Nunca se volvió a saber de ella por aquellos parajes, hubo quien dijo que se la merendarían los lobos y otros creyeron haberla encontrado en algún burdel; a saber.

El herrero se quedó con la cabeza abierta y una niña que lloraba y, cuando despertó del sueño profundo en el que se veía metido, en parte por el golpe, en parte por el vino, lo primero que hizo fue blasfemar mientras se quejaba a gritos de la zorra que lo había matado. Escuchó entonces los chillidos de la pequeña, que pataleaba en el suelo desconsolada de hambre, y como no tenía a mano otra cosa que la bota que siempre le acompañaba, la aplicó al morro de la chiquilla en un afán por hacerla callar, que no por alimentarla. Chupó Feliciana aquel líquido áspero y agrio tomando así el primer trago de vino de los muchos que tomaría en su vida.

Sin una mujer en la casa que se hiciera cargo de aquel engorro, el herrero pensó rápido a quién podía endosarle la criatura. Quiso dejarla en el torno del convento de las Madres de La Divina Providencia, pero se le cruzó en el camino una mujer seca que no podía tener hijos por más que lo deseaba y decidió sacar un mejor rédito del asunto. La vendió así y la niña nunca supo quién fue su verdadero padre, porque el herrero moriría, descalabrado al fin, al caer desde un carro una noche tabernaria en la que el vino no le permitió ver donde ponía el paso.

Recibió su nombre por capricho de su nueva familia, porque ni nombre tenía cuando el herrero la entregó. Su nueva madre la llamó con el de su abuela: Feliciana. El señor Peces tenía un pequeño taller en la calle de los plateros y se dedicaba a labrar y repujar la plata, era muy mañoso en el oficio y realizaba unas filigranas tan finas e imposibles que maravillaban a las damas que acudían en busca de cucharas, colgantes, anillos o incluso sonajeros. Era un hombre severo que daba a Feliciana una rígida educación con pocos caprichos y pocas muestras de cariño.

La niña creció rebelde y cuando cumplió trece años, los padres, viendo que no lograrían hacer de ella una señorita, decidieron ponerla a servir en casa de la marquesa por ver si aprendía los modales que ellos no eran capaces de inculcarle. Pero ella escapaba de sus obligaciones y se la podía ver en las cuadras riendo con los mozos y bebiendo vino con ellos. Crecía Feliciana y se convertía en una joven de piel blanquísima y ojos del color de las hojas de otoño, y sin embargo su lengua era tan afilada como las navajas y su vocabulario tan soez como el de los carreteros. Levantaba envidias entre el resto de la servidumbre por su desparpajo y desobediencia, desquiciaba al ama de llaves que no veía la manera de sujetarle las greñas tras las cofias ni quitarle el aroma a estiércol que le impregnaba con frecuencia los mandiles, escandalizaba a todos con sus libertinajes y más de una vez se la encontraron, borracha, durmiendo despatarrada fuera de la casa. No fue preciso despedirla, porque una mañana de primavera, con el aire tibio y el sol en lo alto, con las flores lucidas y los pájaros piando por el cielo, tomó el camino siguiendo una mariposa de alas multicolores y se alejó de todo lo conocido sin fijarse ni importarle.

Sació su hambre en un panal, arrancando con las manos desnudas la miel mientras las abejas zumbaban a su alrededor sin picarle. De ahí le vendría el nombre que la acompañaría ya siempre: La Miramiel. Muchas otras veces se la vería así, comiendo miel a puñados, con los dedos pringosos, los ojos brillantes y los labios acaramelados. Al caer la tarde descendió sobre la tierra un relente fresco que la obligó a buscar refugio, husmeando el olor del humo en el viento llegó hasta la fogata y los que a su alrededor se reunían la recibieron tratando de ahuyentarla con piedras y palos como si de un animal dañino se tratara; ella comprendió enseguida: la comida escaseaba y no deseaban compartirla con extraños. Se detuvo alejada unos pasos pero sin irse y tendió hacia ellos sus manos que a la luz del fuego parecieron gemas brillantes: Mira, miel. Eso les dijo ofreciendo sus palmas dulces y goteantes mientras ellos se acercaban despacio, hurgaban entre sus dedos y chupaban el néctar entre risotadas y aspavientos.

La Miramiel va y viene, se deja acariciar a veces y otras es arisca y gruñe. No tiene apego a nadie y no posee nada. Vive bajo las estrellas, duerme entre los mendigos, habla con el viento y el agua, se sube a los árboles, besa las flores, cuida de las abejas y ellas le regalan su miel. No cuenta su historia ni ninguno sabe de dónde salió, no llora nunca y se defiende a puñetazos y dentelladas si hace falta, le gusta que la inviten a beber vino, rojo y brillante como sus labios, mientras canta y ríe sin detenerse a pensar cuál es su destino. Aborrece los objetos de plata, los peines y los zapatos. Se recoge el cabello con pañuelos blancos y sólo lo muestra a la luna, no pide limosna ni roba y nunca dice mamá.

La Miramiel, si pensara en ello, creería que vive en libertad.

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