Luis Martín: En Salamanca

Por Ana María DE CECILIA SAN ROMÁN
Médico y escritora

La Dra. Ana Mª de Cecilia nos presenta en esta sección parte de su colección de pintura y escultura y lo que le sugieren, pluma en mano, estas obras.

Llegaba tarde. Pero por más que quería ir más deprisa, no podía. Era como si una plomada tirara de mi centro de gravedad hacia abajo, hacia la dura y milagrosa tierra, y no me dejara levantar las plantas del suelo. Resoplaba como una caballería y un sudor fino e impaciente me iba bañando de arriba abajo. Pensé que sería imperdonable presentarme así ante el Obispo.

Entré en la ciudad por la Puerta de Zamora y me santigüé. Sabía que esta es una ciudad llena de iglesias, pero por eso mismo pensaba que el demonio estaría muy gustoso de habitar en ella y tentar a todos sus habitantes. Como pude comprobar más adelante, no me había equivocado un ápice.

Para empezar me topé con una iglesia redonda y me persigné de nuevo como todo buen cristiano. Su bella piedra estaba abullonada, como una almendra garrapiñada, por casuchas de adobe que se le iban echando encima, lástima. Aunque hubiera querido detenerme a bendecir a Dios en el interior de aquel templo no hubiera podido, pues en sus puertas había una mesa tambaleante y dos mozalbetes median sobre ella su fuerza con las manos derechas agarradas y las izquierdas atadas a la espalda, mientras otros muchos los jaleaban y apostaban monedas al posible vencedor. No me gustó, vi varios pecados en aquellas acciones; apresuré el paso tropezando con los adoquines que parecían haber sido levantados con el propósito mismo de hacer besar el suelo al caminante.

Antes de alcanzar la casa donde el Obispo me aguardaba, un chiquillo desarrapado, con ronchas en la piel y trasquilones en el pelo, sucio y mocoso, se me echó encima con violencia haciéndome trastabillar. Corría como alma que lleva el diablo perseguido por dos esbirros, y cuando vio mis hábitos de fraile se refugió tras ellos como lo hubiera hecho con las faldas de su madre: “salvadme, por caridad, yo no he hecho nada”. Ah, ya estaba allí un nuevo pecado, la mentira, yeso que no había tenido tiempo más quede entrar apenas en la ciudad. Se detuvieron los perseguidores, pues yo había cogido al chiquillo y lo mantenía sujeto con mis manos.

—¿Por qué se le persigue? —quise saber, impaciente, pues cada vez me retrasaba más en mis obligaciones.

—Hurto, hermano.

—¿Hurto?, no veo que lleve encima objeto alguno. Ni apero ni cesto ni bolsa veo y no parece que pueda esconder nada entre los harapos que viste.

—Escamoteó un panecillo y se lo comió, por eso no podéis verlo.

—¡Me lo dio el panadero! — se defendió el rapaz. —No mientas —le reprendí—, ¿no te das cuenta de que Dios ve la mentira?

—No lo defienda, hermano, si se salva esta vez ya habrá otra. No tiene enmienda.

Liberé al golfillo que salió disparado calle abajo y tendí una moneda a aquellos hombres.

—Hágansela llegar al panadero. Por esta vez tuvo suerte.

Suspiré mientras seguía mi camino. ¿Llegaría la moneda al panadero? Lo dudaba, lo más seguro es que los alguaciles la gastaran en vino en la taberna más cercana, mientras se convencían de que bien lo merecían por la carrera que se habían dado, infructuosa al fin. Un pecado más: robo, apropiarse de lo que es de otro.

Al volver la esquina tropecé de nuevo con el muchacho.—¿Qué haces aquí?—Puedo mostraros el camino a la casa de la mancebía —dijo él risueño—,mi hermana os hará un buen precio si le digo que me habéis ayudado.

Lujuria. Ave María Purísima.

—Quítate de mi vista, en verdad no tienes arreglo, ya veo que ellos tenían razón.

—Sois un hombre bajo esas faldas —se burlaba él—, he visto muchos como vos buscar con avidez lo que en este momento desdeñáis.

¡Qué barbaridad! El pilluelo poseía una lengua tan larga como sus piernas. No tenía tiempo más que de dejarle por imposible, pues la casa donde iba ya se alzaba ante mí.

Tomé la aldaba y la dejé caer con fuerza mientras notaba el sudor correr por mi espalda, bajo el hábito y la camisa, y tomé resuello para no entrar allí desbocado como caballo tras la carrera. Un hombre enjuto abrió el portón y me enfocó con el farol haciéndome luego señal de que entrara. No creo errar si aseguro que olía a cochinillo asado y aquel aroma, que procedía sin duda de las cocinas, se extendía por la escalera y la subía a la par que yo.

Me hicieron pasar a una sala ricamente adornada con tapices, y en sus paredes colgaban retratos de hombres de armas acaballo, antepasados sin duda del dueño de aquel lugar. Mientras aguardaba trataba de sacudirme el polvo que había acumulado mi vestimenta durante el camino, pero temía que las nubecillas de éste que se desprendían de mis ropas se posaran dulcemente en los cortinajes de terciopelo dejando una pátina áspera sobre aquel tejido suave.

Su Ilustrísima llegó precedido de un lacayo que se retiró prestamente tras acercarnos los asientos. Era un hombre pequeño, de ojos vivaces y escrutadores y manos hábiles, acostumbrado a mandar ya obedecer, dos cualidades que difícilmente pueden darse juntas. Besé su anillo y él me hizo sentar con impaciencia.

—Al fin, fray Juan, hace un rato que os esperaba.

—Os ruego que me disculpéis, Ilustrísima, pues mi demora se debe a los muchos inconvenientes que he encontrado en el camino.

—Sí, sí, sin duda. Pero dejad eso, vamos a lo que nos ocupa. Os he hecho venir hasta aquí por un tema delicado; sé que sois hombre prudente al que no le pierden las palabras, que puedo contar con vuestra discreción.

—Poco puedo hacer, pues sólo soy un fraile, más en lo que mandéis, dispuesto estoy a obedecer.

Aún no me había dicho aquel hombre lo que quería de mí y ya barruntaba yo que no iba a gustarme.

—Verá, fray Juan, para no andarnos con más rodeos, lo que quiero deciros es que aspiro al nuevo Cardenalato. Sé que vuestras pláticas son igual de temidas que respetadas y que si en ellas habláis de mi persona, eso me respaldará sin duda. Así de fácil. Así de fácil.

Más a mí no me lo parecía, pues me gustaba platicar para que las gentes se sintieran reconfortadas y no para convencerlas de aquello en loque yo no creía. Vanitas, vanitatis et omnia vanitas. Lástima que un hombre que tiene a Dios tan cerca, un hombre que es recto, no lo dudo, termine buscando los honores terrenales. Mas quién soy yo para juzgar, si mis pecados seguramente serán más grandes.

Por no prometer en vano, convine en que estaba seguro de sus muchas virtudes, como así también los fieles le veían, y en que la misericordia de Dios dispondría lo mejor para todos. Pero no le gustó.

Al salir me topé con las callejuelas oscuras. De las tabernas salían voces envueltas en vino y blasfemias. Gula y envidia. Caía un relente suave que me hacía estremecer y humedecía mis sandalias. En un rincón dos mendigos se disputaban un trozo de tocino que no querían repartirse. Codicia, avaricia. Así los pobres como los ricos, todos hechos del mismo barro.

No quise ir a dormir al convento, no era conveniente tener que dar explicaciones de lo hasta aquí me había traído y la regla obliga obediencia, así es que me acerqué al hogar del peregrino y allí me acogieron. Me dieron un plato de sopa caliente y, mientras lo tomaba, escuché conversaciones sobre el diablo y la iglesia de San Cebrián y así me fui a dormir con el ánimo convulso y los pies cansados.

Amanecí antes que cantara el gallo, pues me suelo despertar a maitines. Dudaba si ponerme de inmediato encamino de regreso, más como todos dormían, decidí esperar en oración hasta que la ciudad comenzara a cobrar vida, lo cual aconteció pasadas las siete, con la campana que llamaba a la Santa Misa. Pereza. Eso es lo que aprecié en los que holgazaneaban y remoloneaban con poco ánimo de trabajo.

Cuando el sol, difuso a través de una cierta neblina que envolvía el cielo como clara de huevo, se filtró hasta las calles, las fachadas ardieron. La piedra dorada me emocionó y me trajo a la mente, sin venir a cuento, la petición del Obispo. ¡Un fraile predicando paraque un Obispo fuera nombrado Cardenal! ¡Dónde se vio! Y con esta idea, confundida, se iba enredando otra que me hacía padecer más, pues pensaba para mí que tenía ese poder de convencer a las gentes para que hicieran loque yo quería y, no era lo malo que lo pensara el Obispo, sino yo mismo, ¿no era eso el mayor pecado, el pecado de la soberbia?

Un demonio sin duda tentaba a todos los que en Salamanca entraban y, para comenzar mi penitencia, decidí solicitar a mis superiores la dispensa necesaria para que aquí me dejaran vivir y trabajar, predicar y morir si hace falta.

Así es como llegué, no sé cómo me marcharé.

Luis Martín: Sin título, óleo sobre tabla. De la Colección José Luis González-Ana Mª de Cecilia

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