Desde mi clínica quirúrgica de la misma plaza veía continuamente esta obra, que contemplé desde todos los puntos de vista, bien desde las ventanas de mi consulta o durante las miles de veces que aparqué el coche delante de ella. La vi y la gocé a todas las luces del día y de las estaciones. El verdadero cariño que hacia esta obra se desprende de mis palabras tiene que ver con su autor, un escultor al que yo conocí casi en plena adolescencia y que ya por entonces me parecía un futuro valor para la escultura salmantina.
Con una espléndida y variada filmografía a sus espaldas –en la que destacan títulos como Mi hermosa lavandería (1985), Las amistades peligrosas (1988), Café irlandés (1993) o La camioneta (1996)– y antes del rotundo éxito obtenido con La reina (2006), Stephen Frears había rodado un curioso filme sobre la inmigración en su Inglaterra natal, centrado en la figura de un patólogo nigeriano huido de su país. Aquí se tituló, inadecuadamente, Negocios ocultos, y tuvo menos repercusión de la que merecía.
Con motivo del tercer aniversario de nuestra revista Salamanca Médica esta página de arte, que cree para ella, se va a convertir en este número en una crónica de sucesos, acerca de cómo se divierten los jubilados, médicos, profesores y artistas, hablando de Medicina, Arte, Música y Literatura.
Después de repasar los métodos detectivescos del doctor Gregory House, en la serie de televisión que lleva su nombre y se desarrolla básicamente en el marco de un hospital, puede ser interesante recuperar la figura de otro médico igualmente controvertido que intenta descubrir al culpable de un homicidio en el seno de una institución similar. Los enigmas clínicos se completan con persecuciones en un filme que, a pesar de haber sido realizado en la década de los setenta, deja un cierto regusto a cine clásico: Diagnóstico: asesinato, de Blake Edwards.
El arte
que no emociona
ni evoca
no es arte,
es sólo oficio.
BAUDELAIRE
La repercusión que han alcanzado recientemente entre nosotros varias series de televisión estadounidenses, el apreciable nivel de calidad de algunas de ellas y la creciente influencia de este medio sobre el cine nos animan a incluir en esta sección–dedicada a comentar películas destinadas a las salas de exhibición– un comentario sobre la que ha sido la auténtica revelación de la temporada. El hecho de que la acción de House, emitida por Cuatro, se centre en un hospital y su protagonista sea el polémico doctor cuyo apellido le da título, justifica, a nuestro juicio, esta excepción.
Se cumplen ahora cuarenta años desde que el maestro John Ford clausurara su dilatada trayectoria cinematográfica de una forma tan espectacular como sorprendente. Espectacular, porque Siete mujeres (1966) tiene la solvencia visual y la brillantez narrativa características de las mejores obras de su autor; sorprendente, porque, revisando muchas de las concepciones que había sostenido a lo largo de buena parte de su carrera –como había hecho ya poco antes respecto del género del Oeste en la formidable El hombre que mató a Liberty Valance–, Ford plantea de frente en este filme unos temas que espantarían a muchos de sus incondicionales. En el centro de la acción, una mujer: la doctora Cartwright. Y en el núcleo mismo del argumento, su condición de médico y su manera de entender la profesión
No todo es malo en la senectud, cuando de nuevo brotan en nuestro cerebro grandes momentos de admiración por la belleza, ahora quizás con más afilada sensibilidad y poder de aprehensión de la misma. Se magnifican de nuevo esos momentos de admiración. Cuando me enfrento ahora con los cuadros del que siempre admiré, de Gregorio del Olmo, el malogrado gran pintor de la Escuela de Vallecas, se me agiganta su figura artística. Don Daniel Vázquez Díaz del que fui gran amigo y con quien pasé muchas horas en su estudio de María de Molina 56, sentía una absoluta predilección por Gregorio del Olmo. El cuadro Niña con palillero rojo es sencillamente una maravilla: siempre que lo veo me emociono al contemplar cómo entra la luz por una ventana para iluminar e idealizar esa niña, colocada en ideal posición y la expresión de su rostro. Carmen al piano e Indiferencia son otras muestras magníficas de este gran pintor.
El centenario de la concesión del Premio Nobel al español Santiago Ramón y Cajal nos lleva a recordar una película no demasiado brillante pero que figura entre lo poco que el audiovisual de nuestro país –famosas series de televisión al margen– ha dedicado a figuras de investigadores, científicos y médicos en particular. Adolfo Marsillach puso rostro al protagonista y un cineasta argentino tan prolífico y comercial como poco afortunado –León Klimovsky– se encargó de la dirección de Salto a la gloria.
Habituado a desempolvar viejos catálogos de mi biblioteca, recientemente me he topado con uno especial. Se trata de un homenaje, impulsado por Manuel Santonja, que se le hizo en el Museo de Salamanca al desaparecido pintor salmantino Ricardo Montero en 1988. En él colaboramos varios amigos suyos. Mi intervención en concreto se materializó en un apasionado elogio al pintor, que traigo a estas páginas porque creo que se trata de un artista que Salamanca no debe olvidar. Ricardo Montero fue una figura capital en la evolución y el desarrollo del arte abstracto y así lo reconocieron y elogiaron los críticos del momento, entre ellos nombres de la talla de Calvo Serraller, Carlos Areán o Enrique R. Panyagua.