No todo es malo en la senectud, cuando de nuevo brotan en nuestro cerebro grandes momentos de admiración por la belleza, ahora quizás con más afilada sensibilidad y poder de aprehensión de la misma. Se magnifican de nuevo esos momentos de admiración. Cuando me enfrento ahora con los cuadros del que siempre admiré, de Gregorio del Olmo, el malogrado gran pintor de la Escuela de Vallecas, se me agiganta su figura artística. Don Daniel Vázquez Díaz del que fui gran amigo y con quien pasé muchas horas en su estudio de María de Molina 56, sentía una absoluta predilección por Gregorio del Olmo. El cuadro Niña con palillero rojo es sencillamente una maravilla: siempre que lo veo me emociono al contemplar cómo entra la luz por una ventana para iluminar e idealizar esa niña, colocada en ideal posición y la expresión de su rostro. Carmen al piano e Indiferencia son otras muestras magníficas de este gran pintor.
Ahora que ya no puedes oírme, Gregorio, puedo decir cosas que siempre sentí ante tu obra. Antes hubiera sido imposible. Mi palabra, por un elemental sentido del pudor, habría enmudecido casi a flor de labio al notar que iba a chocar contra el muro de tu inconmensurable modestia. Muchas veces, sí, charlábamos como dos locos enervados en busca de la armonía y la belleza. A veces yo te veía dibujar con la palabra. Sí, dibujabas también con tu palabra y, antes que la mano dolorida por los achaques llegase al papel, me hacías soñar esa luz virginal con que tanto ahínco perseguías y que ibas a hacer resbalar por una espalda femenina, un tarro de vino, el pétalo de una rosa blanca o por una rodaja de limón. Así empezaban esos portentos de belleza que son tus dibujos. Dibujos que siempre me parecieron que se asemejaban a los de los escultores: perfecto modelado y puntos de luz preciosos. ¿Recuerdas cuántas veces te animé a que modelases?
Admirabas y tenías el rigor del dibujo de tu maestro, pero la vida fue elevando tu sensibilidad hasta cotas insospechadas y fuiste lentamente abandonando el torrente impetuoso para admirar la calma del estanque lleno de nenúfares. Como escultor, preferías el difuminado de Scopas al hachazo de Bourdelle.
Cuando por Navidad, Carmen y yo recibíamos puntualmente tus pequeños dibujos, los colocábamos en un lugar de honor y ya sabíamos que sólo contemplarlos era el mejor baño de pureza para esos días de bonhomía. Ya no volverán a venir esos mensajes de belleza.
Yo intuyo que la historia hará justicia a tu arte aunque, como a veces hace con sus elegidos, te privase de unos años preciosos para haber redondeado tu obra. Mozart también murió joven y Vermeer dejó sólo treinta y seis obras.
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