Por Miguel FERRER BLANCO,
de la Real Acedemia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga
Habituado a desempolvar viejos catálogos de mi biblioteca, recientemente me he topado con uno especial. Se trata de un homenaje, impulsado por Manuel Santonja, que se le hizo en el Museo de Salamanca al desaparecido pintor salmantino Ricardo Montero en 1988. En él colaboramos varios amigos suyos. Mi intervención en concreto se materializó en un apasionado elogio al pintor, que traigo a estas páginas porque creo que se trata de un artista que Salamanca no debe olvidar. Ricardo Montero fue una figura capital en la evolución y el desarrollo del arte abstracto y así lo reconocieron y elogiaron los críticos del momento, entre ellos nombres de la talla de Calvo Serraller, Carlos Areán o Enrique R. Panyagua.
Bienvenido –decía yo por entonces y lo sostengo ahora con la misma fuerza- este justísimo aunque tardío homenaje a Ricardo Montero (Salamanca, 1921-Barcelona,1973), uno de los valores más indiscutibles de la pintura salmantina. Ahora que ya es posible estudiarle con la proyección y serenidad que dan los años transcurridos se puede valorar en toda su extensión y profundidad la obra de este gran pintor como creador y descubridor de nuevos caminos para vitalizar una plástica que ya languidecía en nuestro país. Ricardo Montero, hombre muy intransigente con las modas al uso, no quiso tener en cuenta el sacrificio personal que entrañaba este deseo suyo renovador, sabía perfectamente que la sociedad de su momento no le haría justicia, pero sentía la imperiosa necesidad de renovar y magnificar su ya suculenta pintura racialmente española. Desprecio absoluto para exitosas corrientes extranjeras. La renovación había que hacerla con los tradicionales colores hispánicos de siempre, sobrios, oscuros, pardos, franciscanos, pero ellos solos ya no eran suficientes para hacer vibrar la pintura de los nuevos creadores y el impulso creador de Ricardo Montero con un vulcanismo temperamental e interno llena el lienzo de cráteres por donde pueda derramarse esa potencia genesíaca con que el pintor hará que en el lienzo sus sobrios colores desgastados ya por un amaneramiento profesional sean más expresivos.
Es curioso que otro artista del momento como Manolo Millares se vea también obligado a arrugar sus arpilleras con plegamientos casi sismológicos para hacer que su también españolísima pintura, negros casi funerales y su bellísimo rojo inglés – ¿por qué se llamará así siendo más español que una pandereta? -, sean todavía más racialmente expresivos. Dos auténticos y malogrados pioneros que no pudieron ver el éxito y la proyección artística del camino que abrieron al orografiar sus obras. Ricardo Montero todavía inserta en sus lienzos estructuras tubulares para ayudar aún más a la máxima expresión del color.
Recuerdo que en mis encuentros madrileños con José María Moreno Galván, el también malogrado crítico que mejor supo avizorar e intuir los caminos de nuestras vanguardias, siempre saltaba en la conversación la pregunta sobre el último quehacer de Ricardo Montero en Salamanca. Doy por bien empleados los disgustos y sinsabores que me costó imponer el nombre de Ricardo Montero aun jurado al que logramos arrancar un primer premio de pintura.
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