Con dieciocho largometrajes en su haber, en treinta años de carrera, Pedro Almodóvar sigue debatiéndose entre entusiastas y detractores, entre el afán de reconocimiento y el desprecio aparente por la opinión de los demás, entre su reconocida habilidad para llamar la atención y unas pretensiones intelectuales que neutralizan la posible validez o al menos el interés de algunas de sus obras. En La piel que habito se propone reflejar los traumas de un médico empeñado en crear un tipo de piel artificial resistente a las agresiones, con la que se podría proteger a los seres queridos, en una especie de sueño hipermoderno de omnipotencia.
La figura de un cirujano plástico, joven y cosmopolita, obligado con engaños a ejercer la medicina general en una aldea perdida de la costa canadiense, es el motor que pone en marcha la acción de La gran seducción. Pero la película se centra sobre todo en las condiciones de vida y las maniobras de los habitantes del lugar, mientras el doctor Paul Lewis queda simplemente como un hombre bienintencionado que no se entera de nada.
El fallecimiento, a comienzos de junio pasado, del controvertido médico estadounidense de origen armenio Jack Kevorkian, que llegó a ser conocido como «Doctor Muerte» por su tenaz defensa de la eutanasia, da pie a hablar de una película producida en 2010 para televisión y estrenada muy pronto en España, pero que ha pasado casi desapercibida, seguramente por lo incómodo del asunto que aborda, a pesar de haber sido dirigida por un cineasta tan veterano como Barry Levinson e interpretada en los papeles principales por estrellas de la categoría de Al Pacino, Susan Saran don, Brenda Vaccaro y John Goodman.
Aunque pasó prácticamente desapercibida en su estreno comercial –el Ministerio de Cultura le reconoce poco más de 60.000 espectadores en salas–, el hecho de que un periódico de tirada nacional la haya distribuido recientemente entre sus lectores mientras una de las Ciudades Patrimonio de la Humanidad propone incluirla en un ciclo de próxima celebración nos anima a repescar esta película española realizada hace cuatro años, ambientada en la actualidad pero cuya acción se remite a los años sesenta y se desarrolla en un siniestro manicomio, regido con mano de hierro por un médico autoritario.
Desde los orígenes del cine, y heredada de la literatura e incluso de la tradición oral, la espinosa pregunta acerca de «quién nos cuenta qué», es decir, del punto de vista adoptado en cualquier narración ha hecho reflexionar sobre si éste es falible o no, y en qué circunstancias. En los últimos años ha renacido la moda de elaborar relatos en los que al final se demuestra la falsedad del testimonio del narrador. Es el caso de Shutter Island, donde un policía resulta no ser tal y la verdad de esta historia ambientada en 1954 reside en los doctores que intentan ayudarle a superar sus traumas.
El fallecimiento de Luis García Berlanga, referencia ineludible del cine español en los últimos sesenta años, nos impulsa a recordar, en su memoria, una de sus películas más celebradas y polémicas, rodada en el extranjero –porque aquí habría sido imposible entonces– y protagonizada por un odontólogo parisino que parece tener la vida confortablemente resuelta en todos los aspectos, hasta que queda fascinado por el atractivo erótico de una muñeca de dimensiones humanas.
Inconformista radical y víctima de la rigidez de los grandes estudios hollywoodienses para unos; caprichoso e inconstante para otros; crea dor genial en ocasiones, artesano rutinario en varias de ellas, Nicholas Ray aceptó el encargo de rodar Más poderoso que la vida poco después de Rebelde sin causa (1955) y unos años antes de venir a España para dirigir Rey de reyes (1960) y 55 días en Pekín (1962) a las órdenes del avispado productor apátrida Samuel Bronston.
En la situación por la que atraviesan hoy las salas de cine, hay demasiadas películas que pasan fugazmente por las carteleras o ni siquiera llegan a ellas, mientras se mantienen otras de muy dudoso interés y que casi nadie recordará dentro de algún tiempo. Es el caso, entre otras muchas, de Noches de tormenta, estrenada en 2008, protagonizada por Richard Gere y Diane Lane, que habla de un cirujano atenazado por su sentimiento de culpabilidad tras una supuesta negligencia y con la que la poderosa Warner Bros. ha tenido en España más de medio millón de espectadores.
Cuando las salas de cine atraviesan una situación preagónica, las cinematografías nacionales se hunden casi sin remedio, todo parece estar en la red pero todo el mundo mira lo mismo, y los grandes del negocio fabrican una bagatela tras otra intentado llenar los locales públicos de incautos o aspirantes a descerebrados en3D, la televisión –alguna televisión, para ser justos– se erige en baluarte de la cultura audiovisual, creando series sólidas, bien escritas, mejor realizadas e interpretadas y, sobre todo, capaces de hablar con inteligencia, mediante la ficción, de la realidad en la que estamos inmersos.
Cuando se vuelve a hablar con insistencia de la eterna crisis del cine español –y se teme que esta vez sea verdad, dadas las dificultades con que tropieza la aplicación de la nueva Ley elaborada para protegerlo–, no estará de más echar la vista cuarenta años atrás para revisar una película como No desearás al vecino del quinto, protagonizada por un ginecólogo que se hace pasar por homosexual para evitar las reticencias de los hombres de su pueblo y que fue uno de los títulos más taquilleros de nuestra cinematografía. Porque de aquellos polvos vienen muchos de los lodos actuales.