Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Esta nueva versión del filme del mismo título dirigido en 2003 por el también canadiense, aunque francófono, Jean-François Pouliot, y que comparte con aquel como guionista al experimentado actor y escritor Ken Scott, cuenta con algunas variaciones la historia de un pueblo costero –allí Sainte Marie-la-Mauderne, aquí Tickle Head– cuyos ciento veinte habitantes prefieren seguir llamándolo orgullosamente «puerto» y que ha quedado sumido en la penuria desde que desapareció de sus aguas la pesca de la que habían vivido siempre.
Humillados por el hecho de tener que mantenerse con el mísero subsidio que les facilita mensualmente el gobierno, los lugareños tratan de satisfacer desde hace años las exigencias de una compañía petrolera que, para lavar su imagen de destructora del medio ambiente, proyecta crear una fábrica de reciclaje de residuos petroquímicos. Pero entre las muchas condiciones que plantea está de manera irrenunciable la de tener un médico propio en la comunidad. Y ahí, en la búsqueda de esa rara avis que sería un facultativo que aceptase ir a vivir a aquel extremo olvidado del mundo, comienza el argumento de la película. Un argumento que, además de a la conocida serie Doctor en Alaska, recuerda en muchos aspectos a ¡Bienvenido, Mr. Marshall! (1953), de Luis García Berlanga, donde un pueblo castellano se disfrazaba con todos los tópicos andaluces para engatusar a unos americanos que se suponía iban a traer la prosperidad a la zona… y que al final pasaban por allí sin detenerse siquiera. En este caso, conocedores de la pasión del doctor Paul Lewis por el criquet, y después de atraerlo al lugar y comprometerlo a permanecer allí durante un mes por procedimientos más bien rocambolescos, los pobladores de Tickle Head se harán pasar por expertos en ese deporte, con unos resultados irrisorios que por lo visto no hacen sospechar nada al recién llegado galeno.
No será esa la única trampa urdida por unos lugareños encabezados por los ya ancianos y socarrones Murray French (expresivo Brendan Gleeson en su papel de alcalde) y su compinche Simon (Gordon Pinsent), con la ayuda –por decir algo– del encargado de la oficina bancaria local, Henry Tilley (Marc Critch), siempre amenazado por sus superiores con sustituirlo por un cajero automático. De todos ellos, y de cuantos los acompañan en esta obra a ratos coral, hace la película, aunque sea con benevolencia, el típico retrato de pueblerinos cazurros y pícaros: pincharán el teléfono del médico para conocer sus gustos, aficiones y debilidades; sembrarán su camino de billetes de cinco dólares para que se sienta afortunado; intentarán emparejarlo con la única joven del lugar, responsable de la oficina de correos por la que les llegan los subsidios, pero que se niega en redondo a participar en el engaño, y otras muchas trampas de distinto calibre.
Con estos mimbres construye el también actor Don McKellar, en este su tercer largometraje como director –tras Last Night (1998) y Childstar (2004), no estrenadas entre nosotros, aparte de varios cortometrajes y series de televisión–, una obra de un humor costumbrista bastante más elaborado y refinado que su antecesora. Porque la primera, La gran seducción (2003), titulada Seducing Mr. Lewis en el mercado anglófono, tenía ese tono de comedia desaforada, basta y de trazo grueso, típicamente canadiense al parecer, que hace años puso en solfa Michael Moore en Operación Canadá (Canadian Bacon, 1995), antes de convertirse en un maestro del documental de denuncia. Y eso que ha ganado la nueva versión, más sutil dentro de su sencillez, algo reiterativa en las situaciones cómicas y con una realización correcta, preocupada sólo por servir con eficacia al guion y que flaquea, sobre todo, en el uso de la voz de un narrador que en el prólogo canta las virtudes del lugar cuando los protagonistas eran niños y más adelante vuelve un par de veces para formular explícitamente lo que no hacía ninguna falta, porque estaba ya en las imágenes.
En resumen, una comedia amable, a ratos triste, que parece disparar contra todo lo que se mueve en nuestras sociedades contemporáneas –el paro, los subsidios, la destrucción del medio ambiente, la dificultad para obtener créditos, los sobornos por motivos políticos o empresariales, las trampas de las grandes corporaciones, el engaño permanente como forma de convivencia–, sin que se sepa muy bien desde dónde dispara, puesto que comienza con una dudosa idealización de la pesca marítima como tarea placentera y acaba exaltando el trabajo en cadena en una fábrica, mientras asegura que el mayor motivo de orgullo para una persona y un colectivo es precisamente el trabajo, aunque sea en unas condiciones de explotación intolerables. Entre tanto, del doctor Paul Lewis sólo nos queda la imagen de un buen hombre, ingenuo y bonachón hasta la estulticia. Lejos están aquellas películas clásicas, también demasiado blandas en general, dedicadas a ensalzar la dedicación y el heroísmo de los médicos rurales y otros similares, que ejercían abnegadamente su profesión en las condiciones más adversas.
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