Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Robert Ledgard es un cirujano plástico, propietario de una clínica instalada en el sótano de un lujoso cigarral toledano llamado precisamente El Cigarral para que quede claro lo importante que es. Si será importante, que de las paredes de la mansión cuelgan un par de cuadros de Tiziano, nada menos, conviviendo con otros de Guillermo Pérez Villalta y unas cuantas firmas más, porque a estas alturas nadie se sorprende ante la afición del cineasta a las citas ‘cultas’, vengan a cuento o no. Como no vienen demasiado a cuento, por ejemplo, los numerosos libros que aparecen por doquier, a veces mostrando con énfasis la portada, a veces cuidadosamente apilados como si nadie pensara leerlos nunca o como si fueran un objeto de diseño neo-hortera de esos que tan insistentemente nos venden en plena crisis hasta los suplementos de periódicos considerados serios.
El caso es que Robert Ledgard se dedica a experimentar con un nuevo tipo de piel transgénica, resistente a las picaduras de insectos y al fuego, aunque el jefe de un sedicente Comité de Bioética le prohíbe hacerlo, so pena de denunciarlo ante la comunidad científica. Motivos no faltarían, porque, además de llevar a cabo ciertas operaciones clandestinas, el doctor utiliza como conejillo de indias a una joven a la que mantiene secuestrada en su clínica. Más adelante sabremos –a través de varios saltos temporales en la narración, más efectistas que eficaces– que la joven en cuestión, ahora llamada Vera Cruz, fue antes un joven, dependiente en una tienda de modas, y que la criminal actitud de Robert es una venganza, ya que lo considera culpable de la violación de su hija, mentalmente trastornada desde que había contemplado, siendo niña, cómo su madre se arrojaba por una ventana y el terrible aspecto que tenía.
Porque no acaban ahí los traumas que han llevado al cirujano hasta esa locura fría e implacable en la que se ha instalado: resulta que su esposa se suicidó al ver reflejado en un cristal su rostro brutalmente deformado por el incendio que había destruido el coche en el que huía con un amante, que en realidad era hermano del propio Robert, aunque nunca lo supieron. Y que la madre de ambos –con dos padres diferentes, de clases sociales también distintas– fue Marilia, esa especie de sirvienta encopetada y sentenciosa que ahora le atiende en El Cigarral, al tiempo que vigila a Vera, suministra información a ella y al espectador, presiente las mayores catástrofes y se queja del parecido que Robert ha dado al rostro de la chica-chico con el de su difunta esposa. Y que el hermanastro de Robert, el brasileño Zeca, aparece de pronto en El Cigarral, disfrazado de tigre porque tiene que aprovechar el carnaval para ocultarse de la policía, ya que ha atracado una joyería famosa y pretende chantajear a Robert para que le cambie el rostro; pero como cree que Vera es su antigua amante, se empeña en tener sexo con ella, aunque sea violándola, por lo que Robert lo matará de un tiro, sin que sepamos muy bien si su ‘criatura’ deseaba o no ese encuentro erótico. Y que su hija Norma se suicidará también –tirándose por una ventana, como hizo su madre–, convencida de que quien la acosó fue su propio padre, que ahora pretende denunciar «por negligencia homicida» a la clínica donde permanecía internada.
Semejante enredo de relaciones cruzadas e incestuosas –si Sigmund Freud levantara la cabeza no iba a ganar para aspirinas– se presenta trufado de referencias literarias, artísticas y por supuesto cinematográficas, en las que no es fácil distinguir tampoco lo que hay de homenaje, de burla soterrada o de pura y simple petulancia, en un autor tan dado a ella desde que dejó de ser un joven provocador y, jaleado por una cohorte de entusiastas, acabó creyéndose un Autor, obligado a reflexionar y hacer reflexionar sobre temas trascendentales.
Porque La piel que habito empieza con un plano de Toledo que remite al que iniciaba Tristana, de Luis Buñuel, que no es poca pretensión; y enseguida se presenta como «Un film de Almodóvar», sin Pedro ni nada, que no hace ninguna falta… Después, y en el tétrico ambiente de lo que se supone que es un Seminario Internacional de Biomedicina, el doctor Robert Ledgard, especialista en trasplantes de rostro –«con resultados espectaculares», según el mismo, exento también de modestia– suelta desde la tribuna, en tono solemne, una serie de obviedades que harían reír a cualquier experto.
Así podríamos seguir durante las casi dos horas que dura el filme, porque el maestro manchego ha decidido, por lo visto, que si se trata de sorprender a un espectador ya predispuesto con imágenes de impacto o chispazos de ingenio, no hace ninguna falta, no ya la verosimilitud, sino la menor coherencia material en lo que se muestra: el quirófano más aséptico del mundo puede estar en un sótano de muros de ladrillo visto, que sin duda soltarán polvillo; da igual que una persecución en carretera resulte grotesca, incluso para el cine español, que acostumbra a rodar fatal las escenas de acción; la implantación de la famosa piel transgénica se limita a colocar unas telillas sobre un maniquí pintado, extendiéndolas después con unos bastoncillos de limpiar oídos; el joven cautivo aparece atado a unas rocas, como Prometeo-Segismundo a punto de gritar que los sueños sueños son; la máscara de silicona, tan vistosa para el cartel, es de utilidad más bien dudosa; una operación de cambio de sexo –«vaginoplastia», se ve obligada a musitar la pobre víctima–, de cambio de rostro y casi de cuerpo entero se llevan a cabo, voilá!, en un santiamén y sin complicación alguna…
Para los partidarios del cine de Almodóvar, todo esto y mucho más serían detalles sin importancia o incluso bromas mal entendidas por su sutileza, que en nada merman la solidez o la enjundia de su obra. Pero para quien oye hablar así de la vida, la muerte y el amor, las relaciones materno-filiales y familiares en general, la ambivalencia de los sentimientos, la identidad sexual y personal, la violencia –violaciones incluidas–, la dominación sobre los más débiles, las drogas –siempre las drogas, como imagen de marca oportunista–, la única explicación posible es que nos hemos acostumbrado a llamar reflexión o estudio a lo que no es sino una acumulación de gracietas ingeniosas. Y que el llamado pensamiento débil, como la transmodernidad, la hipervanguardia y otras etiquetas parecidas, no son sino coartadas para enmascarar el no-pensamiento, la banalidad presuntuosa y en el fondo la docilidad frente a las ideologías dominantes, por mucho que se disfrace de provocación superficial, o epidérmica, en este caso.
Y si superficialmente La piel que habito es una película atractiva, se debe en buena medida al talento del director de fotografía José Luis Alcaine, capaz de materializar cualquier sugerencia del director, por caprichosa que sea –esos planos cenitales, esos detalles insignificantes magnificados hasta la exageración, esos juegos de enfoque y desenfoque–, a la eficacia y experiencia del montador José Salcedo y a la música de Alberto Iglesias, aunque en más de una ocasión se emplee aquí descaradamente como el viejo ‘tachún-tachún’ de las películas de terror más cutres.
En cuanto a la interpretación, sólo Elena Anaya, maltratada de mil maneras por exigencias del guion, está a la altura de su papel. Antonio Banderas, a quien Almodóvar dice haber controlado férreamente para evitar sus tics hollywoodienses, es una especie de autómata engolado, incapaz de transmitir nada de la profundidad que se le supone a su personaje. Y Marisa Paredes da la impresión de parodiarse a sí misma, que ya es decir, con el énfasis y la pomposidad de sus intervenciones. Resumiendo: poca chicha para tanta alharaca, demasiada truculencia para tan parca sustancia y una figura de médico que, aunque no sea más que un simple pretexto argumental, es como para echarse a correr de miedo.
Deja una respuesta