Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Cuando las salas de cine atraviesan una situación preagónica, las cinematografías nacionales se hunden casi sin remedio, todo parece estar en la red pero todo el mundo mira lo mismo, y los grandes del negocio fabrican una bagatela tras otra intentado llenar los locales públicos de incautos o aspirantes a descerebrados en3D, la televisión –alguna televisión, para ser justos– se erige en baluarte de la cultura audiovisual, creando series sólidas, bien escritas, mejor realizadas e interpretadas y, sobre todo, capaces de hablar con inteligencia, mediante la ficción, de la realidad en la que estamos inmersos.
Es el caso de Home Box Office (HBO), auténtica fábrica de talentos de la que han surgido en los últimos años obras de la categoría de The Wire, A dos metros bajo tierra, In Treatment –que habrá que comentar también, porque está íntegramente volcada en la Medicina– y, quizá por encima de todas, Los Soprano.
Sería imposible resumir en dos páginas los méritos de esta producción, sobre la que han corrido ríos de tinta e incluso hay ya libros monográficos, y mucho menos analizarla con rigor. Pero, desde la perspectiva que aquí nos interesa, merece la pena llamar la atención sobre la función que desempeña en su argumento la doctora Jennifer Melfi, que interviene en la inmensa mayoría de los episodios y cuya intérprete–Lorraine Bracco, que fuera la temperamental esposa del protagonista de Uno de los nuestros (1990), de Martin Scorsese, otra de las referencias fundamentales para entender a fondo Los Soprano– aparece en segundo lugar en los títulos de crédito, inmediatamente después de James Gandolfini, espléndido también en su papel de Tony Soprano, eje absoluto de la acción.
De hecho, todo comienza en la sala de espera de la doctora Melfi, donde Tony observa, entre cohibido y morboso, la escultura de una mujer desnuda que adorna el ascético recinto. Ya dentro, en una consulta igualmente sobria, forrada por completo de maderas nobles, sin el clásico diván a la vista, sino con dos austeros sillones separados por una mesa baja de cristal, empieza la intensa batalla dialéctica que va a servir de hilo conductor y contrapunto permanente en toda la serie, hasta que en el penúltimo capítulo, cerca ya del sorprendente desenlace, Tony tenga que abandonar la terapia a instancias de la doctora, convencida de que no puede hacer más por ayudarle pero también harta de sus intemperancias y trapisondas.
Jennifer Melfi es una mujer de atractiva madurez, vestida con discreta elegancia y sin apenas adornos. Usa zapatos de tacón alto y gafas de cristales sin montura. Controla sus emociones –sólo reflejadas en un rápido parpadeo o un fruncir de labios–con la misma eficacia con que administra sus preguntas, sus lacónicas explicaciones y en especial sus silencios. Escucha las confidencias y los sueños de su paciente, sugiriéndole lúcidas asociaciones de ideas y sentimientos, soporta estoicamente sus exabruptos y tendrá que hacer frente a la típica transferencia emocional –nada extraña, ya que Tony intenta seducir, o comprar, a cualquier mujer hermosa que se cruce en su camino–, que en este caso parece apuntar en una doble dirección, puesto que ella se siente atraída por ese individuo brutal y angustiado, cuya auténtica profesión irá descubriendo con horror poco a poco pero que se atreve a llorar en la intimidad de la consulta, como lloraba El padrino Vito Corleone la muerte de su hijo Sonny o como lloró el gangster Jimmy Conway (Robert de Niro) cuando asesinaron a su amigo Tommy DeVito (Joe Pesci) en Uno de los nuestros.
Para mantener las distancias y cumplirla norma de someterse a análisis ella también, Jennifer Melfi recurre a su colega Elliot Kupferberg (interpretado por el cineasta Peter Bog danovich, que dirige asimismo un capítulo), mucho más convencional y a quien repugna la idea de que un gangster pueda beneficiarse de la terapia, hasta el punto de que acabará ridiculizándola al desvelar su secreto profesional en una cena de amigos. Un secreto particularmente peligroso, porque Tony sabe, y Jennifer comprenderá en seguida, que si los demás hampones descubren esa relación, que representa una ruptura de la omertà, acabarán con ellos sin piedad…
Precisamente, cuando se hayan definido con nitidez los dos personajes –algo que la serie hace a la perfección con todos ellos, por secundarios que parezcan–, uno de los elementos menos verosímiles de la serie será que Tony haya aceptado acudir a un psiquiatra, y además a una mujer. Pero esa circunstancia se olvida rápidamente, dada la fuerza de convicción de sus encuentros. Y mientras la doctora trata de averiguar si la psicoterapia es útil en el caso de los sociópatas, tendrá que pedir ayuda o enfrentarse a amantes ocasionales, familiares y conocidos, para liberar el temor y los conflictos éticos que le provoca ese paciente.
Por supuesto, en una serie repleta de asesinatos, palizas, atropellos y otras formas de violencia, a lo largo de Los Soprano aparecen médicos de muy diversas especialidades que atienden a Tony o a cualquier otro de los numerosísimos personajes. Pero Jennifer Melfi se erige en auténtica coprotagonista de la serie, no sólo por su frecuente presencia, sino por las funciones decisivas que desempeña en ella. En primer lugar, nos introduce en el argumento, cuando el mafioso le cuenta por qué ha acudido a verla, tras sufrir varios ataques de ansiedad que desembocaron en otros tantos colapsos. Y resulta tan divertido como sugerente que el primero de aquéllos se desencadenara al ver alejarse volando a una pareja de patos que habían llegado a su piscina, criaron en el jardín, alimentados amorosamente por el implacable gangster, y se fueron para siempre cuando su prole hubo aprendido a batirlas alas… El miedo a la pérdida o desintegración de la familia, concluirá más adelante él mismo, con la ayuda de su terapeuta.
Divertida es también la forma en que los guionistas contraponen, mediante un magnífico montaje paralelo, la realidad de los hechos que describe Tony Soprano a la doctora con la edulcorada versión que le ofrece de ellos, disimulando hábilmente la verdad de su negocio y la identidad de sus socios, subordinados y competidores.
Pero es que, además, las conversaciones entre analista y paciente, cuidadosamente dosificadas, sirven para dejar reposar la narración, permitiendo respirar al espectador entre oleadas de acción y feroces enfrentamientos públicos y privados, colectivos o particulares –hasta exprimir el doble sentido de la palabra familia en los ambientes mafiosos, tema sobre el que gravitan casi todos los episodios–,para sumergirlo en otra dimensión más reflexiva, ausente en la mayoría de las películas actuales.
Jennifer Melfi sirve así a los autores de Los Soprano como factor de distanciamiento de la pura ficción entretenida, elevando el relato a la categoría de crónica negra de la sociedad estadounidense actual y –por extensión– de todas las que aspiran aparecerse a ella. Las miradas de perplejidad, espanto, irritación o crítica de esa terapeuta aparentemente impasible son el mejor asidero para que cualquier espectador interprete el mundo en que vive él mismo: obsesionado por el dinero y el éxito, capaz de todo para conseguirlos, tolerante con la corrupción y la crueldad, insensible ante las carencias ajenas, dispuesto a convertir la lealtad o los afectos en meros instrumentos de poder.
De todo eso y mucho más habla Los Soprano. Y es insólito que una serie de 86 capítulos, dirigidos a lo largo de ocho años por 24 realizadores diferentes y escritos por18 guionistas distintos, posea una homogeneidad narrativa y estilística, una coherencia argumental y crítica tan férreas. Por eso David Chase, su creador y productor ejecutivo, coguionista en 25 episodios y director del primero y el último de ellos, se ha ganado a pulso la consideración de Autor cinematográfico, con mayúscula, a la altura de los maestros clásicos.
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