Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
El doctor Michel Barrel acude ansioso a la terminal de carga del aeropuerto de Orly para recoger un voluminoso paquete que le llega de Japón. Lo lleva con cuidado a su consulta, en un edificio cercano a la torre Eiffel, y al abrirlo aparece una muñeca espectacular, desnuda, de larga melena rubia, senos turgentes, piel pálida pero de tacto increíblemente natural y boca entreabierta, tentadora… No lo ha engañado la publicidad que le animó a encargarla por un capricho inexplicable: el poliuretano parece tejido celular, reconocerá él mismo, después de acariciarla con delectación.
Tras atender a una paciente muy joven, Michel sienta a su nuevo juguete en el sillón clínico, le hace sacar la lengua con ayuda de unas pinzas quirúrgicas, se coloca a horcajadas sobre ella y la besa apasionadamente. Pronto descubrirá otras ventajas, aparte de las puramente sensuales. A diferencia de Isabelle, su bella y elegante esposa, la muñeca no le pide que apague la luz por la noche, cuando está cansada y él quiere seguir leyendo; tampoco se niega a acompañarle a casa de su madre –que al sorprenderlo abrazado a ella en la cama aceptará con irónica normalidad que se trata de un simple flotador–, ni se enfada cuando pretende salir del hogar a horas intempestivas.
Descuidando su trabajo profesional con cualquier pretexto –para desesperación de Nicole, la eficiente enfermera–, Michel empieza a hablar con la muñeca, a la que llama cada vez por un nombre distinto. Y en esos soliloquios vuelca todas sus frustraciones, deseos ocultos y fantasías íntimas. Algunas de ellas decididamente machistas, como cuando le confiesa que ha ligado con muchas chicas en la playa, pero a todas les molestaba algún detalle… y al final todas querían tener un yate: el poliuretano parece tejido celular, pero no pretende obtener nada a cambio.
Durante una estancia en el hotel que regenta la madre, el doctor aborda a una joven descocada y se permite tratarla con brutalidad, que ella acepta sumisa, pero la abandona precipitadamente al descubrir que la muñeca ha desaparecido. En realidad, se la ha llevado su madre, que conversa plácidamente con ella, la ha vestido con sus ropas de joven y la usa como soporte para devanar una madeja de lana, comentando que le hace más compañía que su nuera…
Los conflictos comenzarán cuando Isabelle, que había aceptado con resignación la existencia de una rival, sepa de qué se trata y, humillada, abofetee a Michel después de haber intentado hacer ella misma de muñeca. Y poco más tarde, cuando un matrimonio amigo de médico lo visite, él rijoso al contemplar el juguete y ella ofendida por una situación que considera de mal gusto y porque Michel pretende divorciarse de Isabelle para casarse con su nuevo amor.
Entre tanto, el doctor se encierra cada vez más, practica distintas variantes sexuales con su recién adquirida compañera, incluidas diversas formas de fetichismo y unas grabaciones en vídeo en las que se invierten los papeles. Pero, sobre todo, empieza a sentir unos celos atroces cada vez que un hombre fija su atención en la muñeca. En especial Natalio, el marido de la portera del edificio, españoles ambos y que son los únicos que siguen entrando en su territorio más privado por diferentes motivos prácticos.
Al llegar la Navidad, estos dos y un nutrido grupo de amigos también inmigrantes invaden el apartamento de Michel, lo invitan a celebrar la fiesta con ellos, se emborrachan, le roban la muñeca y la someten a un bárbaro ritual, mezcla de procesión religiosa y orgía desbocada. Cuando consigue recuperarla, gracias a Natalio, Michel huye con ella en el coche de éste, la insulta, acusándola de promiscuidad, se pregunta en voz alta qué futuro les espera como pareja… y acaba lanzándose con el pequeño vehículo al Sena…
Prohibida en España durante más de dos años y estrenada antes en Francia y otros países –casi al mismo tiempo que la también provocadora El último tango en París (1972), de Bernardo Bertolucci–, Tamaño natural suscitó un notable escándalo. Por su explicitud erótica, por lo insólito de la situación que planteaba y por el machismo que muchos creyeron detectar en ella. Contemplada hoy con menos apasionamiento, y aun admitiendo que tiene bastantes defectos y algunos excesos a los que tan aficionado fue siempre su autor, la película parece más bien un desesperado e irónico lamento sobre las fantasías de dominación que nuestra cultura ha alimentado tradicionalmente en los varones: sueños de manipulación total de la mujer amada –el mito de Pigmalión llevado hasta el extremo de lo grotesco–, miedo al sometimiento consciente o inconsciente, proyección freudiana de los temores y culpabilidades propias sobre la otra parte de la pareja, dependencia edípica de la figura de la madre, desplazada a su vez hacia la compañera, etcétera.
Es cierto que Berlanga, erotómano confeso e irredento, alardeó con frecuencia de una peculiar misoginia, según la cual el hombre está condenado a ser vencido siempre por la mujer a la que cree dominar. Y, en este sentido, ese desenlace en el que la muñeca sale a flote mientras su dueño se hunde en el río y otro hombre empieza a desearla, vendría a ser una sarcástica confirmación de sus angustias. Pero Tamaño natural está llenade apuntes lúcidos, aunque no siempre coherentes, como es habitual también en el cine del director valenciano, especialmente en el último tramo de su filmografía. Y su mayor problema consiste seguramente en que el personaje protagonista–magnífico Michel Piccoli, por otra parte–resulta desde el principio tan distante y antipático que no es fácil identificarse con él para reflexionar productivamente sobre lo que su disparatada aventura sugiere.
Ayudado en el guion por Rafael Azcona–colaborador en sus mejores obras–, así como por Jean-Claude Carrière, guionista también de Luis Buñuel, Berlanga plasma en Ta maño natural, exasperándolos, muchos de los fantasmas que la censura le había impedido exponer en España. Simplifica su estilo visual, aligerando la planificación y renunciando en buena medida a los largos planos secuencia tan queridos para él, y hasta rinde un homenaje quizás involuntario al propio Buñuel, y a que el desmadre final de los inmigrantes españoles en torno a la muñeca recuerda insistentemente al de los mendigos de Viridiana (1961).
Por lo que se refiere a la profesión de odontólogo del personaje central –a quien se ve ejerciéndola en tres o cuatro momentos del filme–, es sobre todo, una vez más, un símbolo representativo de lo acomodado de su posición social, de la ausencia de problemas económicos en su vida, con lo que resultan aún más visibles sus conflictos de carácter psicológico: un profesional altamente cualificado, destruido desde dentro por sus deseos insatisfechos.
Deja una respuesta