Un ginecólogo en busca de clientela

Por Juan Antonio Pérez-Millán

Escritor y crítico de cine

Y Ernesto Pérez Morán

Profesor de la Universidad Complutense de Madrid

No desearás al vecino del quinto, de Ramón Fernández

Cuando se vuelve a hablar con insistencia de la eterna crisis del cine español –y se teme que esta vez sea verdad, dadas las dificultades con que tropieza la aplicación de la nueva Ley elaborada para protegerlo–, no estará de más echar la vista cuarenta años atrás para revisar una película como No desearás al vecino del quinto, protagonizada por un ginecólogo que se hace pasar por homosexual para evitar las reticencias de los hombres de su pueblo y que fue uno de los títulos más taquilleros de nuestra cinematografía. Porque de aquellos polvos vienen muchos de los lodos actuales.

Un hombre llega en ambulancia a un hospital madrileño. Tras él aparece corriendo su bella esposa, que se desmaya al comprobar su estado. Viéndola, los camilleros dejan caer al herido y se lanzan sobre ella… Esta secuencia inicial da cumplida idea de la zafiedad del argumento de No desearás al vecino del quinto y de la sutileza que preside su tratamiento.

Instantes después, la atribulada joven explica al doctor que la atiende las circunstancias que han dado con la pareja en un centro hospitalario. «De todo lo que nos ha pasado tiene la culpa la ciudad de provincias en la que vivimos. Allí todo se complica. Somos demasiado provincianos para ser modernos y demasiado modernos para ser provincianos, ¿sabe? Vivimos acomplejados», le dice, mientras una panorámica sobre el perfil inconfundible de Toledo abre el flash-back que contiene todo el argumento, narrado a un médico por la mujer de otro.

Porque lo que ha ocurrido es, en síntesis, que el doctor Pedro Andreu, ginecólogo recién titulado, ha sido agredido por un marido rabioso de celos. O algo peor aún, pero ya llegará el momento de entrar en detalles. La cuestión es que en esa ciudad de provincias ningún hombre consiente que su mujer, su novia o su hija acudan a la consulta del doctor Andreu, porque es joven y guapo. En cambio, todas las mozas del lugar se agolpan y se desnudan confiadamente en el salón de su vecino, el modisto Antón, que es homosexual. O lo parece, dado el exagerado amaneramiento con que habla y gesticula, siempre con su caniche Fifí en brazos y su postiza melena rubia.

El ingenuo ginecólogo, desesperado y víctima al mismo tiempo de la pudibundez de su novia Jacinta, del burdo reaccionarismo del padre de ésta –empeñado en que elija a un ingeniero, ya que el parto sin dolor y otras técnicas parecidas «no pueden ser de derechas»– y de su propia madre –horrorizada por el simple hecho de que su hijo deba atender a Antón, aquejado de un dolor de muelas–, decide aprovechar un congreso que se celebra en Madrid para «echar una canita al aire».

Y allí descubre, en un local nocturno, que Antón es en realidad un auténtico «macho hispánico», casado y con cinco hijos pequeños, pero obsesionado con ligar a cuanta hembra se ponga a tiro, coleccionista de azafatas extranjeras que se alojan a pares en un apartamento cercano a su picadero madrileño y que simula la homosexualidad para mantener boyante el negocio en provincias. Su doble vida deslumbra a Pedro, que opta por quedarse varios días más en la capital, disfrutando del paraíso recién descubierto y de las fiestas –inevitablemente flamencas–que organiza el modisto para cazar más mujeres.

El problema es que, en su ciudad, donde los rumores corren como la pólvora, esa estancia junto a Antón se interpreta como signo inequívoco de su torcida orientación sexual. Jacinta intenta curarlo metiéndose en su cama, pero él, ajeno a todo, se niega, para no mancillarla antes del matrimonio, con lo que la situación se agrava… mientras la consulta empieza a ir viento en popa. Tanto, que hasta su enfermera le reprocha haber mantenido en secreto su condición –así no habría tenido miedo de estar cerca de él–, Jacinta acepta casarse en secreto y mantener la ficción haciéndose pasar por ayudante suya, y un poderoso gángster de Chicago –natural de Palermo y apellidado Corleone– le confía a todas las mujeres de su familia, rigurosamente vestidas de negro, como corresponde… Y cuando se descubra el engaño, después de mil enredos inverosímiles, salpicados de chistes sonrojantes, será éste quien ataque con furia al doctor, produciéndole tales heridas que, según confiesa el otro médico a su esposa –devuelta en el hospital del principio, cerrando así el flash-back–, ha estado a punto de castrarlo.  

Semejante sarta de disparates, prejuicios y tópicos machistas, xenófobos y patrioteros no merecería ni una línea en estas páginas si no fuera porque la percha utilizada por los autores del engendro para colgarlos es la figura y la profesión de un ginecólogo. Pero, más aún que eso, porque No desearás al vecino del quinto–producto de ínfima calidad cinematográfica– fue el gran taquillazo del cine español de los primeros años setenta, con casi cuatro millones y medio de espectadores en salas, aparte de sus numerosos pases por televisión.

Cuando hoy nos quejamos de que el público ignora nuestro cine, y muchos se escandalizan de que esté subvencionado, habrá que recordar que películas como ésta contribuyeron a (mal)educar el gusto de varias generaciones de espectadores, a extender –aparentando reírse de ellos–los más rancios conceptos sobre la sexualidad y sus variantes, sobre los extranjeros y en especial las extranjeras, sobre la supuesta garrulería provinciana, sobre el papel de la mujer en el hogar y fuera de él, etcétera, además de a enriquecer sin medida a quienes las producían.

Porque las dichosas subvenciones al cine –insignificantes en comparación con las de otras industrias más respetables–no fueron un invento de la democracia, sino del régimen anterior, que premiaba a los productores con el 15% sobre los beneficios obtenidos en taquilla… Lo que hizo la democracia fue arbitrar ayudas anticipadas a los proyectos de más ambición cultural y artística, que, en caso de éxito, deben ser reintegradas a las arcas públicas. Así fue posible la existencia de obras de calidad –en dura y desigual competencia con las producciones estadounidenses, que se exhiben dobladas y se aprovechan de nuestro idioma sin pagar contrapartida alguna–, mientras se limitaban los beneficios añadidos de los fabricantes de bodrios nacionales como tantos protagonizados por el propio Alfredo Landa –excelente actor, por otra parte–, o los de Pajares y Esteso, que extienden su funesta sombra hasta la actualidad, con  personajes de la categoría de Santiago  Segura y otros artífices de comedias supuestamente gamberras.

Por lo que se refiere al director de ésta que nos ocupa, Ramón Tito Fernández,  fallecido en 2006 y que al final de su dilatada carrera pareció redimirse dirigiendo bastantes episodios de la serie de televisión Cuéntame cómo pasó, baste recordar que fue un redomado cultivador de la comedieta seudoerótica –sin hacer ascos por ello al cine santurrón con la lacrimógena El Cristo del océano (1970), por ejemplo– y que en 1973 perpetró otro insulto a la inteligencia, centrado también en el escarnio machista a la homosexualidad y en el desprecio cosmopolita de lo provinciano: se tituló Doctor, me gustan las mujeres, ¿es grave?, tenía por protagonista a un profesor de universidad y por escenario, presentado como la quintaesencia de lo pueblerino, Salamanca. Con José Luis López Vázquez en lugar de Al fredo Landa y con el ínclito Alfonso Paso como coguionista, en vez del no menos eximio Juan José Alonso Millán. Ellos, y no los jóvenes creadores que tratan de abrirse paso en la jungla actual, figuran entre los grandes responsables de la cacareada crisis del cine español.

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