Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
Y Ernesto Pérez Morán
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
La destacada presencia de dos médicos –padre e hijo– en su argumento, y un posible error quirúrgico como desencadenante del drama, animan a rescatar aquí Noches de tormenta para hablar de ella antes de que se hunda en el olvido que probablemente la espera.
Todo comienza cuando el doctor Paul Flanner decide acercarse al pueblo costero de Rodanthe, en Carolina del Norte, y dar la cara ante la familia de una mujer que ha muerto en el quirófano mientras la operaba de un simple hemangioma. Le ha costado decidirse a hacerlo, perfeccionista como ha sido siempre y herido en su orgullo al no saber explicarse ni explicar cómo ha podido ocurrir esa desgracia. Más adelante sabremos que, además del sentimiento de culpa, ha sido la reacción de su hijo Mark, médico también y colaborador habitual, pero con una concepción muy diferente de la Medicina, la que lo ha empujado a emprender un viaje tan poco agradable. Cansado dela obsesión de su padre por controlarlo todo, Mark le ha abandonado con duros reproches, trasladándose a Ecuador para trabajar con los indígenas más necesitados…
Pero antes hemos asistido, mediante un vistoso montaje paralelo, a los problemas sentimentales que agobian a Adrienne Willis, atractiva mujer de mediana edad que ha tenido que renunciar a sus aspiraciones artísticas para atender a dos hijos casi adolescentes, tras separarse de su marido, quien la ha engañado con una conocida de ambos. Y resulta que, mientras los niños se van de fin de semana al parque de atracciones de Orlando con su padre, Adrienne ha prometido sustituir a su mejor amiga, Jean, al frente del hostal que regenta ésta muy cerca de la playa, al que en seguida llegará el angustiado doctor Flanner como único huésped.
Tratándose del primer largometraje de George C. Wolfe, que hasta entonces sólo había dirigido algunos episodios de series de televisión, y teniendo como base del guión una novela de Nicholas Sparks, especialista en literatura de consumo masivo, era de temer que el encuentro de esas dos almas atribuladas, solas en la inmensidad de una costa batida por furiosas tormentas, degenerase en el típico folletín sentimentaloide e insustancial. Y las sospechas se confirman, por desgracia.
Subiendo la cámara a un helicóptero, para captar en todo su esplendor turístico las bellezas del paisaje, bajándola hasta el menor detalle para describir una verbena local, una especie de «fiesta del cangrejo» con mariscadoras coloradotas y marineros borrachines, y abusando hasta la náusea del fundido encadenado y otros recursos supuestamente «estéticos», el tal Wolfe destroza sin remedio una historia que prometía bastante más desde varios puntos de vista. Por ejemplo, el de los encuentros del médico con los familiares de la fallecida: un hombretón de aspecto rudo pero sensible, que le había puesto una demanda pero al final se avendrá a contarle cuánto quería a su maravillosa mujer y qué innecesaria le parecía la intervención a la que decidió someterse sólo para estar más bella para él… En cuanto al hijo, se limita a mirar amenazadoramente y a darle una patada al coche del doctor tras echarlo con cajas destempladas del hogar familiar.
Todo será poco, en cambio, para describir el inevitable contacto amoroso de los protagonistas, que después de abandonar el festejo sonriendo, se abrazan y besan interminablemente en un pantalán apartado, tardan una eternidad en desvestirse, ya en el dormitorio de ella, y retozan durante un buen rato, a base demás fundidos encadenados y con planos muy cortos para que no se vea nada que pudiera espantar al gran público, que ya se sabe que para este tipo de películas la moral es sólo una cuestión de centímetros de piel.
Cumplido su deber profesional, y aunque se le rompa el corazón al hacerlo, el doctor Flanner había decidido bajar a Sudamérica para reconciliarse con su díscolo retoño y hacerle volver a la civilización. Y allá se va, tras otra morosa sesión de abrazos de despedida. Pero queda el recurso de las cartas, claro. Y asistiremos a la lectura de varias de ellas, que nos harán saber cómo se quieren, se añoran y se desean dos personas que al fin y al cabo sólo se han tratado durante un par de noches de tormenta…
Pero es que tan fugaz encuentro los ha transformado profundamente: Adrienne reemprende sus labores artísticas, se lleva mucho mejor con una hija que la odiaba, y además tiene un buen motivo para no volver con el pasmarote de su marido, por mucho que éste insista y los niños lo reclamen. En cuanto al médico, hay que ver con qué generosidad, entrega y sabiduría se consagra al cuidado de los pobres indiecitos, perdidos en la selva ecuatorial… Hasta que un corrimiento de tierras se lo lleva por delante, cuando trataba de salvar como fuera las agujas y jeringuillas del botiquín, «que allí valen más que el oro». Esto lo sabremos, y lo sabrá la horrorizada Adrienne, por boca del doctor Flanner Junior –reforzada por los flashes retrospectivos de rigor–, que se ha librado de la catástrofe y viene atraerle los últimos recuerdos de papá. Y a darle las gracias por haberlo cambiado tanto en tan poco tiempo. «Nos hemos cambiado los dos», musitará ella, antes de que su hija, también reconvertida, se ofrezca a consolarla y le asegure que la comprende perfectamente.
Ante semejante destrozo, sólo queda hablar de la pareja protagonista. Y no tanto de Richard Gere, siempre más eficaz de lo que su inveterada fama de galán guaperas permite suponer, cuanto de una espléndida Diane Lane, a la que el director ha pedido mucho más de lo que la película tenía derecho a esperar de ella: debe mostrarse –y casi siempre lo consigue– cansada y abatida como ama de casa traicionada; joven, hermosa y hasta radiante cuando se enamora inesperadamente; concentrada y reflexiva mientras resuelve emprender una nueva vida, sin descuidar por ello a su hijos y esperando el regreso de su flamante amor; y destruida moral y físicamente cuando descubre que todos sus sueños han quedado sepultados para siempre en un lugar remoto, tan distinto de las soleadas playas de Carolina del Norte… Con una trayectoria más bien errática a sus espaldas, Diane Lane recupera en ocasiones el fulgor que supo extraer de ella Francis Ford Coppola en la Vera Cicero de Cotton Club (1984), entre otros papeles interesantes. Y es sin duda lo más destacable de esta peliculita pensada con todo descaro para la taquilla, con ingredientes de efecto seguro y que, de camino, convierte en simples caricaturas las figuras de dos médicos cuyos problemas personales y profesionales habrían merecido un tratamiento menos tramposo.
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