Recordando a Menchu Gal

Por Miguel FERRER BLANCO
de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga

Hace casi tres meses falleció Menchu Gal Orendain en Irún, su ciudad natal, en la que esperaba inaugurar el magnífico museo que llevará su nombre y albergará casi toda su obra. Con la desaparición de esta gran artista, pierde la pintura española del siglo XX una de sus figuras más importantes y que desde este momento hay que incluir con todos los honores en la nómina de grandes figuras femeninas que curiosamente ha aumentado en este siglo, donde brillan María Blanchard, Maruja Mallo, Olga Sacharoff, Delhy Tejero, Rosario de Velasco, Consuelo Santos, Amalia Avia, María Antonia Dans y Carmen Laffon.

Son tantas las cosas importantes que se pueden decir de Menchu Gal que es difícil no repetir lo ya escrito por críticos tan importantes como Ramón Faraldo, Camón Aznar o Sánchez Camargo. Precisamente este último la define perfectamente en su libro sobre la Escuela de Madrid. “Menchu Gal es un pintor hecho y derecho, de arriba abajo, a lo ancho ya lo profundo, lleva la pintura en su alma, y la lleva sabiendo lo que lleva, con una indescriptible fe y una realidad pictórica que la emparejan a los nombres señeros de la llamada Escuela de Madrid”.

Higuera de Ibiza. 54 x 68. 1994. Óleo sobre tablex.

Menchu Gal desde muy niña sintió el deseo imperioso de dibujar y pintar. Con doce años ya realizaba magníficos dibujos y pequeños paisajes. Fue tan intensa esta afición que su madre la mandó a estudiar con el pintor irunés Montes Iturrioz, quien admirado entonces de sus progresos recomendó que debía ir a París, conocer sus museos y la pintura que se hacía en la que era la capital artística del mundo. Allí fue con su madre a los 16 años, alojándose en una pensión recomendada por una amiga pintora italiana que la puso en contacto con el pintor y profesor Ozenfact del que aprende bastante, aunque encuentra triste su pintura y obra. Luego visita y trabaja con un amigo de él, el también pintor Fernand Léger, donde aprende a ver el arte moderno. Vive París intensamente, haciendo cientos de dibujos y apuntes en sus calles y jardines, visita varios museos como el Louvre y ve a los impresionistas, tan en boga en esa época y que acaban cansándole un poco, encontrándolos un tanto blandos. No puede olvidar a la pintura española que ya conocía ni a sus Velázquez, Greco y Goya. Añora la fuerza y potencia que en general tiene toda la pintura española. Conoce a Picasso y admira su fuerza y poder de creación. Estudia muy detenidamente y admira mucho la pintura y el cubismo analítico de Juan Gris, alegrándose de que los pintores que más le interesan últimamente sean dos españoles. Del grupo de postimpresionistas prefiere sobre todo a los “fauves”, a Matisse, Bonnard, Derain, Van Dongen y Vlaminck.

Fuenterrabía. 52 x 44. 1978. Óleo sobre tablex.

En el invierno del 36 la familia se traslada a Madrid, donde conoce a Pedro Bueno y al que luego sería su cuñado, el pintor Álvaro Delgado, con quienes pasea y explora el paisaje de los alrededores, del “páramo”, como ella lo nombra siempre. Se enamora de la luz española y los matices tan bellos de sus tierras que le permiten, como ella siempre ha deseado, utilizar todos los colores y ampliar su paleta. Conoce a los jóvenes pintores discípulos de Vázquez Díaz, a quien admira por su influencia postcubista y maestría para el retrato y a los que siguen el magisterio colorista de Benjamín Palencia. Estudia y lee a Schopenhauer, Ortega, Unamuno, Baroja, conoce a Neruda, García Lorca y Alberti, a Solana, quien le deslumbra como creador de una pintura trágica. Los pintores que más admira como antes digo son los seguidores de Benjamín Palencia que crean nuevamente lo que Gaya Nuño llamó siempre “la veta brava” de la gran pintura española de siempre, al describir el paisaje con toda la energía y potencia de los vivos y bellos colores con los que estos pintores han aumentado su paleta. Trabaja y expone con ellos en varias ocasiones en las galerías Buchholz, Estilo y Biosca, todas ellas con gran éxito.

Salamanca es una ciudad muy conocida por Menchu desde su juventud, porque el industrial salmantino don Juan Redondo hacía con frecuencia viajes a París y casi siempre iba acompañado de sus hijas con objeto de que conocieran la ciudad. Se alojaban en el mismo hotel en el que vivía la pintora, naciendo de ahí una gran amistad con ellas que ha durado toda la vida. Yo me enteré de su fallecimiento por una llamada telefónica de una de estas amigas, que muchas veces la invitaban a pasar unos días de descanso en Salamanca.

Paisaje nevado. 81 x 60. 1997. Óleo sobre tablex.

No es el momento de tratar críticamente la obra de esta pintora, porque está perfectamente estudiada y valorada por los mejores críticos del momento como D’Ors, Camón, Gaya Nuño, Moreno Galván, Faraldo, Sánchez Camargo y otros, e irá creciendo y valorándose con el tiempo. Basta decir que Menchu Gal ha sido magistral en los tres aspectos de la pintura al óleo. Sus maravillosos retratos como el de su madre, de una calidad y elegancia, que le valió una medalla nacional sobre el retrato, igual que le sucedió a Pedro Bueno con un retrato de Mercedes Gal. Es también importante el que hizo a su amigo y compañero, el gran pintor andaluz Rafael Zabaleta, un prodigio de cromatismo y penetración psicológica que hoy es propiedad del Reina Sofía. Sus bodegones, originalísimos y muy personalizados, por la distribución de los objetos a los que siempre sitúa donde ofrecen mayor belleza y plasticidad. Sus paisajes están muy bien compuestos y con su variadísimo y rico colorido emiten la frescura y el goce de la más pura belleza para el tema tratado. Es una pintura que resulta siempre libre, jugosa y primaveral.

Podía escribir sobre muchos bellos momentos gozados con Menchu en muchísimas exposiciones. Era una delicia oírla haciendo elogios de los cuadros de sus compañeros con su enorme cultura artística.

San Marcial. 61 x 74. 1989. Óleo sobre tablex

Recuerdo especialmente que vimos juntos una magnífica en la antigua sala de la Dirección General de Bellas Artes, del gran artista noruego, Edgard Munch y nos pasamos mucho tiempo ante dos pequeños guaches de marinas. Me las describió emocionada, comentando que era casi imposible que en un pequeño papel se pudiera expresar con tanta fuerza y con toda la potencia un mar tan embravecido, iluminado con un celaje soleado, u otro nocturno con sólo una tenue luz selénica. Luego pasamos a ver sus bellísimos grabados y le parecía imposible que la misma mano que con el pincel pintara toda la grandeza oceánica, manejara al mismo tiempo con tanta finura y delicadeza el buril para grabar sobre la plancha de cobre la belleza y feminidad de sus modelos noruegas y pareciera que la incisión se había hecho pormenorizada para que cada pelo de su cabellera cayera luego bellamente para tapar el hombro desnudo.

Este es mi recuerdo a mi gran amiga Menchu, pintora ya histórica como lo son sus compañeros de la Escuela de Madrid, a los que siempre guardaré el recuerdo, el cariño y el agradecimiento que con su amistad casi fraternal, sus enseñanzas y sus obras han contribuido a ennoblecer y embellecer mi vida.

Playa de Fuenterrabía. 117 x 73. 1980. Óleo sobre lienzo.

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