Por M. Puertas
Entre los frutos de la medicina salmantina de la primera mitad del siglo XX seguimos encontrando auténticas autoridades en sus respectivos campos. Si hace algunos números era José Estella Bermúdez de Castro el que se refería al “trabajo, la sabiduría y la bondad” como las tres dimensiones sustantivas del maestro perfecto, en relación a Agustín del Cañizo García, ahora nos descubrimos ante su figura y la traemos a estas páginas como la de uno de los cirujanos españoles más brillantes de la primera mitad del siglo XX, a pesar de su prematura muerte recién cumplidos los cincuenta años.
Sus aportaciones en campos tan diversos como la cirugía del sistema circulatorio, la patología quirúrgica del sistema nervioso, las malformaciones óseas, la endocrinología quirúrgica, la anestesia o la neurocirugía traspasaron fronteras y nos hablan de un pionero en técnicas de exploración circulatoria.
Como ocurre con todo genio, también en torno a la acusada personalidad de nuestro protagonista existen leyendas, mitificaciones y deformaciones, que aquí pasaremos por alto, para centrarnos en su trayectoria biográfica, gracias a la inestimable colaboración de sus hijas. Abordaremos en este primer capítulo su etapa en Zaragoza para continuar después con su labor como catedrático de la Universidad Central, a la que llegó con sólo 34 años.
José Estella Bermúdez de Castro nació en Salamanca el 5 de abril de1898. En esta ciudad cursó los estudios de Medicina, Facultad en la que fue alumno interno por oposición, asistiendo ya por entonces a la cátedra de Agustín del Cañizo García, a quien siempre reconoció como uno de sus maestros ya quien defendió “a capa y espada” en la etapa de los tribunales universitarios depuradores.
Concluida la licenciatura con premio extraordinario en 1920, Estella Bermúdez de Castro obtuvo un año después el grado de doctor en la Universidad Central con la misma calificación, gracias a una tesis titulada Tratamiento del mal de Pott por la operación de Albee. Su etapa de estudiante coincide con el inicio de sus frecuentes viajes de estudios a los más prestigiosos centros de Medicina europeos. Así, ya en el curso 1923-1924 permaneció en Berlín en el Universität Institutfür Orthopedie y en la Kinderklinik. Otros de sus destinos en esta época serían las Clínicas del Oscar Helene Kruppelheim, en Berlín, y el Hospital de Cochin, La Salpetrière o el Hospital de niños enfermos, en París.
Ya de joven fue un pionero en técnicas de exploración circulatoria
Su sólida formación le permite en 1924 acceder a su primera plaza por oposición, la de Médico Numerario de la Beneficencia General, con destino en el Hospital de la Princesa. Antes había estado como médico interno en el Hospital de Basurto (Bilbao), al que definió como modelo de medios y de dotación para aquellos años.
En 1925 iba a conseguir también por oposición la plaza de catedrático de Enfermedades de la Infancia de la Facultad de Medicina de Salamanca, de la que pasa por concurso entre catedráticos a la de Zaragoza ese mismo año. La capital aragonesa, donde fue decano de Medicina, no sería su último destino, pero sí el comienzo de una indiscutible autoridad como hombre de diagnóstico y de excepcional habilidad operatoria.
En esta primera etapa, muy vinculada a la Pediatría, distintas fuentes documentan que el doctor Estella fue un pionero de la angiocardiografía. En este sentido, señalan que fue el primero en realizar en España un cateterismo cardiaco en un niño con asistolia (Werner Forssmann había sido el primero en 1929), Asimismo se le considera el primero en el mundo en inyectar en 1930 un contraste yodado en la cavidad cardiaca, anticipándose un año a Egas Moniz. El inicio de esta técnica, que abría las puertas al desarrollo de la cardioradiología mundial, tuvo lugar en el servicio de Radiología del Hospital Clínico de Zaragoza. Mediante yoduro sódico, el profesor Estella visualizó no sólo el corazón sino las áreas renales, pasando a continuación la sonda hasta la cava inferior.
Según Enrique Solsona, el doctor Estella se quejaría en posteriores publicaciones de no ser reconocido lo suficiente a nivel europeo como adelantado de la angiocardiografía.
Su llegada a la Cátedra de Zaragoza coincide con la renovación de los contactos con las clínicas y profesores extranjeros más célebres de su especialidad en ciudades como Frankfurt, Viena, Berlín, Munich o Estrasburgo. También visita la organización quirúrgica norteamericana en lugares como Bayley, Chicago, Boston, Baltimore o Rochester (Clínica Mayo).
En la Universidad aragonesa su labor clínica se refleja en la organización escrupulosa de su servicio con dedicación especial a la formación de su equipo y renovación de materiales de trabajo como la regularización de las historias clínicas y del material gráfico empleado, la organización de una biblioteca al día de las novedades médicas a través de revistas extranjeras y españolas, etc.
De su labor docente son testimonio los numerosos cursos y congresos en los que participó o de los que se ocupó, como el Congreso Español de Eugenesia, de gran resonancia, el dedicado a la Patología Agraria o los cursos de Perfeccionamiento y Especialización, renovando los métodos antiguos a través de la enseñanza gráfica y la experimentación. Es de destacar su papel en la creación de un Instituto de Experimentación en la Facultad de Medicina maña, considerado por algunas fuentes el primer quirófano de cirugía de experimentación animal de España. Asimismo, se preocupó de la enseñanza profesional de las enfermeras y se ocupó de temas tan novedosos en la época como la Medicina Preventiva o de las enfermedades profesionales.
Todo ello es fruto de una concepción muy particular de la ciencia y la Universidad. En este sentido, opinaba que si bien la labor en Cátedra ha de tener en cuenta la claridad en la exposición, “la Universidad … ha de atender al desarrollo de la ciencia aplicada creando profesionales pero sin abandonar el cultivo … de la ciencia pura fomentando la investigación” y sin olvidar que “el investigador puro no persigue grandes descubrimientos ni aspira a geniales concepciones; se conforma con la modesta satisfacción de esa curiosidad infinita por la verdad escondida en cada fenómeno de la naturaleza”.
Como veremos en el próximo número, su llegada a Madrid como catedrático de Anatomía Topográfica y Operaciones de la Universidad Central se produce en 1932. En la capital le esperan nuevos retos que traduce en nuevas aportaciones clínicas, y sobre todo, en un importante compendio de artículos y libros, sesgado por su prematura muerte.
por ALBERTO ESTELLA
José Estella Bermúdez de Castro fue el segundo hijo de Juan Estella y Pura Bermúdez de Castro. Once meses antes había nacido Antonio, mi padre. Después vinieron al mundo casi otros veinte hermanos. Algunos parece que fueron lo que hoy se llama niños superdotados. En efecto, Antonio logró el número uno de su oposición de Abogados del Estado con 23 años; Pepe ganó la cátedra de Pediatría de la Universidad de Zaragoza con 26, fue más tarde Decano de su Facultad de Medicina y con apenas 34 obtuvo la cátedra de Terapéutica Quirúrgica, de la llamada entonces Universidad Central, enfrentándose a conocidas figuras nacionales de la cirugía; Luis obtuvo por oposición la Jefatura del Servicio de Cirugía del Hospital de la Princesa de Madrid, etc. Esto explica que en el llamado “Casino de los señores”, a mi abuelo Juan – que lo presidió en tres etapas distintas y fue quien adquirió el Palacio de Figueroa -, algún socio ingenioso le pusiera el apelativo de Atila, porque era el progenitor de los “unos” de cada oposición, porque eran muchos y arrasaban -como los hunos-, en los exámenes a los que concurrían.
La petición del presidente del Colegio de Médicos de que redacte una colaboración de aspectos personales de mi tío Pepe Estella, me ha hecho revisar mentalmente una pocas imágenes que tenía almacenadas en la memoria. Destaca entre ellas la de aquel hombre alto, con los mismos ojos claros y penetrantes de sus hermanos, cuya esposa Ángela Marcos era especialmente cariñosa conmigo, y que ¡tenía un “haiga”! -un coche americano-, con chófer, Pepe, de Sequeros, con el que venía a Salamanca. Aquel tío carnal, rico y risueño, que nos invitó a merendar una tarde ¡en el Hotel Real! de Santander, cuando nosotros nos alojábamos en una modesta pensión de el Sardinero. Pero siendo yo un chiquillo cuando falleció, lo que fundamentalmente hago aquí son algunos comentarios que sobre su vigorosa personalidad y extraordinaria competencia acopié de mis padres y hermanos, de sus propias hijas y, especialmente, de dos venerables médicos que en diferentes momentos quisieron conocerme.
Acudí en Madrid a la tertulia del famoso oftalmólogo ya nonagenario Galo Leoz-ex colaborador de Cajal-, que me citó para relatar numerosas anécdotas de aquel joven y brillante catedrático de Madrid, que dio tantas clases magistrales e hizo inolvidable la última. Me contó que tuvo el coraje de impartirla pidiendo disculpas por hacerlo sentado y sin quitarse el elegante abrigo, porque padecía un cáncer que, a pesar de las dos intervenciones de los notables de la cirugía y amigos suyos Cardenal y Puig Sureda, le impidió crear escuela y acabó tempranamente con su vida. Debo añadir que, en opinión de Leoz, siendo un gran cirujano Pepe – “Estella el bueno”, decían en Madrid-, era técnicamente mejor aún su hermano Luis -injustamente tildado de “Estella el malo”-. De aquel duro momento familiar recuerdo cuando mi hermano (también llamado Pepe Estella, prestigioso cardiólogo) apareció en el patio de los Salesianos a buscarme – “vámonos a casa, que ha muerto tío Pepe” -; la gravedad en el rostro de mi padre, porque Pepe y él, tan distintos, se adoraban; el llanto de la abuela Pura.
Fue en la dehesa de “Carreros”, invitado a comer por los amigos Juan Martín y Carlota Aparicio, donde charlé largamente con el insigne José Casas, catedrático de Patología General de Madrid, ya anciano, que todos los años pasaba unos días en la finca. Escuchar a Casas narrar, saboreándolas, anécdotas y vivencias con su entrañable amigo Pepe Estella, fue un placer inolvidable. Mi madre me había contado algunas jornadas salmantinas de los dos jóvenes catedráticos de Madrid. Llamaba su cuñado Pepe: “Amparo, prepáranos unas judías con chorizo (o unas perdices al chocolate, o callos…), que Casas y yo vamos mañana”. Tras la cena –siempre dieta blanda -, partida de naipes en el Casino – no precisamente al mus -, con sus colegas y amigos charros. De madrugada, copita – y no de agua mineral -en alguna casa de tolerancia, y regreso a Madrid. Por cierto, lo primero que mi madre supo de su futuro cuñado fue un reproche a su hermano Antonio, viudo. Cuando supo que sería reincidente le increpó: “¿Y tú eres mi hermano mayor, con fama de inteligente?¡Tú eres un animal!, tienes la suerte de quedarte viudo ¡¡y te vuelves a casar!!”. La siguiente referencia tuvo lugar durante el viaje de novios, en el Casino de San Sebastián. Una mujer, digamos que de aspecto desenvuelto, se acercó a mi padre y le administró un largo y efusivo abrazo. Sólo cuando mi padre pudo zafarse y advertir “señorita usted se confunde, supongo que con mi hermano Pepe” – el parecido era notable -, mi madre quedó tranquila.
Pepe Estella, noctívago, hiperactivo, frecuentaba los frontones, donde le gustaba apostar, y alguna mesa de juego clandestina. Una madrugada de los años cuarenta la Policía hizo una redada en una timba de Madrid y detuvieron a numerosas personalidades y algún militar próximo a Franco. Cuando el Comisario interrogó al doctor Estella y supo su oficio, le espetó. “¿No le da a usted vergüenza siendo catedrático de Madrid…?” Tío Pepe, que tenía tantos reflejos como arrogancia, le interrumpió: “¡No!, a mí lo que me daría vergüenza es ser policía”.
No quisiera ofrecer de mi tío Pepe una imagen distorsionada. Se bebió la vida como si presagiara que sería demasiado corta, pero fue un buen esposo, un cariñoso padre y un grandísimo cirujano, que empleó su bisturí para operar a ilustres enfermos, como el General Moscardó, o aristócratas, como la niña Cayetana Alba, pero también para algún pobre paisano charro que no podía abonar sus honorarios. En mi biblioteca guardo un regalo de Pepe Bonilla, los seis primeros números de la Revista Española de Cirugía, mensual, de la que él fue fundador y Director, y en todos ellos el primer estudio lo firma siempre José Estella. La Revista desapareció y fue refundada más tarde como de Cirugía, Ginecología y Urología, con la dirección compartida del siguiente póker de ases: mi tío Luis Estella Bermúdez Castro, García Orcoyen, González Bueno y Alfonso de la Peña.
Y es que Pepe Estella tenía capacidad para recibir y dar lecciones en Berlín o EEUU, sin olvidar la diversión; para pasar de la pediatría a la cirugía; valor para introducir la cateterización practicándosela él mismo y para apostar en el frontón; talento para escribir sobre cirugía de las enfermedades mentales y disfrutar de un festín; inteligencia para publicar sabiamente de endocrinología o experimentar un veneno de los indios amazónicos(el curare), como anestésico; aptitud para practicar por vez primera en el mundo una angiocardiografía a un niño zaragozano…
Tan brillante peripecia se quebró aquel día que le enseñó al experto y amigo Pepe Casas las radiografías de un presunto enfermo. “¡Qué cosas me enseñas, Pepe! Está muy claro, este paciente tuyo tiene un cáncer de recto como una catedral”. “Son mías”, replicó animoso Pepe Estella. Hay quien sostiene que desde la consulta de Casas se fue a una compañía de Seguros. Pero esto es leyenda, como tantas que los viejos médicos españoles conocen o adjudican a mi tío Pepe. Un médico salmantino verdaderamente legendario.
“Se bebió la vida como si presagiara que sería demasiado corta, pero fue un buen esposo, un cariñoso padre y un grandísimo cirujano”
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