Por M. Puertas
Pocos meses después de que se proclamara la II República, la solemne apertura del curso 1931-1932 en la Universidad de Salamanca corrió a cargo de Casimiro Población, el catedrático de Ginecología y Obstetricia del que ya hablamos en esta sección el número pasado.
Poco amigo de rodeos, pronto dejó claro que su intervención lejos de limitarse a un protocolo, con el que no se sentía identificado, serviría para poner en duda el modelo español de universidad y concretamente los estudios de Medicina. “La Universidad español -apuntó- no debe vanagloriarse de su obra, porque no puede encontrar en ella, aunque afanosa rebusque, más que muy pocos motivos de satisfacción o de orgullo”.
En este sentido, expuso las lacras que en su opinión deformaban y consumían a la Universidad española, vistas a través de la enseñanza de la Medicina. Bajo el título “Algunas orientaciones para la Reforma de la Enseñanza Médica”, don Casimiro iniciaba una dura repasata a cuestiones que aún hoy siguen latentes.
“No diría la verdad, si no empezase por afirmar rotundamente que es insuficiente, deplorablemente insuficiente, el nivel medio de nuestros médicos cuando terminan sus estudios”. Población no culpaba de ello a los alumnos, sino que “somos los profesores los que hemos de asumir la máxima responsabilidad, por loque hacemos o por lo que no reclamamos que nos dejen hacer”.
No es suficiente, continuó, con cumplir la obligación docente. “Nuestro más grave pecado justamente es el de no haber hecho las leyes que moldean la enseñanza; el de consolarnos malcumpliéndolas, mientras que debiéramos decir a todas horas y a gritos… que la Universidad española es una institución anquilosada, de poco rendimiento y sin otro valor que el convencional que se otorga a los títulos que libra…”.
En este sentido, proponía reformas, pero advertía del peligro de hacer injertos de modelos provenientes de fuera como el anglosajón. “La Universidad no está herida de muerte, sino postrada en un paralítico marasmo, y para vivificarla, será más barato y seguro arreglarnos con nuestros propios medios, aunque sean caseros, que encargar al extranjero una Universidad nueva”.
Entre los cambios a realizar, proponía acabar con la uniformidad de artículo de bazar de la Universidad y con la ilimitada confianza del Estado y la sociedad en el catedrático. Decía que en primer lugar se debía delimitar claramente la función universitaria. En este sentido, abogaba por no descentralizar la Universidad, porque en España “todos los organismos desprendidos del Estado han degenerado en feudos personales o corporativos… ha de ser el poder central el que libremente estipule las bases y fije el patrón de necesidades mínimas de la función docente”.
Una vez dado por sentado esto, trató de responder a la siguiente cuestión: ¿cuál ha de ser el fin primordial de las Facultades de Medicina? El de la formación profesional, respondió, consciente de las críticas que su afirmación podía suscitar. “Sigo creyendo -argumentó- que lo que es de verdad apremiante en el problema universitario, es intensificar la formación profesional, ya que si esto se consigue, lo demás se nos dará por añadidura”.
Citó a una minoría no escasa en la clase médica española, que “domina la técnica, conoce la literatura médica mundial, y como consecuencia, su trabajo en el laboratorio o en la clínica iguala o supera al que se realiza en puestos análogos en otras naciones”. Vamos con retraso, sin embargo, añadía, en el trabajo de investigación.
Vinculado a éste, el principal problema, insistió, es el de “capacitar mejor a los médicos para el ejercicio de su profesión… Una elevación del nivel medio de la clase médica, originaría automáticamente un inmediato impulso ascendente en la categoría científica…”
También se quejaba el catedrático de la “excesiva actividad publicista de la clase médica española… Es la fiebre de la letra impresa… De esta manía de publicar, aun cuando a veces no se tenga nada interesante que decir, no están libres ni los estudiantes …”.
Detrás de estas afirmaciones, advertía Población, no hay un “desdén injustificado o una sistemática repulsión al trabajo del investigador”. “Pleno de admiración-seguía- yo reverencio rendidamente al que dedica su inteligencia y su vida a la búsqueda de la verdad aspirando al puro goce del saber por saber; pero fuera vano empeño pretender que todos los catedráticos siguieran este rumbo, con forzoso menosprecio de otra labor, más modesta, pero no menos útil: la de enseñar a sus alumnos el modo de curar, porque esta profesión ha de absorber su vida, y engracia a ella, la sociedad les paga y les estima”.
Tras dejar claro que la primordial función de las Facultades de Medicina debía ser la formación profesional de los médicos, el catedrático se disponía a responder otra cuestión: ¿Por qué es deficiente la formación médica de nuestros alumnos?
Entre otras causas, aludió, en primer lugar, a la mala organización de los estudios universitarios y al lamentable estado de la segunda enseñanza. Otro problema de mayor trascendencia, dijo, es el excesivo número de alumnos de Medicina. También, “un grave problema de tiempo, de escasez y de mala distribución del mismo”.
Analizadas las condiciones externas, entró en el proceso intrínseco de la enseñanza. En primer lugar, señaló la conveniencia de restringir “la omnímoda libertad del catedrático… libertad en la cátedra, sí, en el modo de enseñar, pero exigiendo ante todo que enseñe”.
Respecto a los conocimientos a transmitir, se refirió a tres normas. La primera, elementalizar la enseñanza superior, debido a la enorme extensión de los conocimientos médicos. En este sentido, citando a Montaigne, dijo que “vale más una mente bien hecha que muy llena”. La segunda, la coordinación de la enseñanza que se da en las distintas cátedras, para evitar repeticiones de temas. En tercer lugar, la aplicación de una ley de equilibrio de la enseñanza médica, es decir, no ofrecer ni excesiva investigación ni excesivos conocimientos puros ni un tecnicismo exagerado.
“Es forzoso -continuó- que el maestro se sitúe en un plano de contacto con la realidad y que su esfuerzo máximo tienda a habilitar al médico general para resolver, por sí mismo, el mayor número de situaciones, despertando y orientando su sentido clínico, a beneficio del contacto diario y prolongado con el enfermo”.
Para finalizar, el catedrático lanzaba otras ideas renovadoras como la necesidad de introducir mecanismos de evaluación externa para valorar el trabajo de los profesores y catedráticos, o la conveniencia de que la evaluación de los alumnos la llevaran a cabo tribunales compuestos por varios catedráticos.
Concluyó apelando al trabajo de todos los días por parte de los profesores, como el mejor ejemplo para los alumnos.
Si en el número anterior hablábamos de su papel en la organización clínica del Hospital Provincial, aquí resaltamos que este catedrático de Ginecología y Obstetricia también fue uno de los profesores más activos a la hora de defender que la Facultad de Medicina no perdiera la dirección clínica del Hospital de la Santísima Trinidad.
La polémica, según expone Salcedo en la “Vida de don Miguel”, se suscitó en enero de 1922, coincidiendo con una huelga ferroviaria y otra de los obreros que trabajaban en la pavimentación de la Plaza Mayor. Entonces se anuncia que la Diputación del Hospital, con el apoyo del gobernador civil y el consentimiento del Gobierno de Madrid, va a retirar la dirección clínica a los profesores de Medicina.
El día 12 los estudiantes, al grito de “¡Queremos clínicas!”, se manifiestan y, en la Plaza Mayor, son víctimas de una carga por parte de la Guardia Civil, que recibe numerosas críticas. Un día después, continúa Salcedo, Unamuno, que era vicerrector, preside una asamblea en el Paraninfo para tratar el problema. Entre otros intervinieron Adolfo Núñez, Agustín del Cañizo, Casimiro Población y Filiberto Villalobos. Por entonces, a los estudiantes de Medicina, en huelga, se les unen los de Derecho.
Finalmente, Madrid acaba desautorizando la orden que perseguía acabar con el control de la Facultad sobre el hospital. Unamuno recibió críticas desde la derecha por ello. Para cerrar la polémica, don Miguel fuerza una reunión en la que se intenta llegar a un acuerdo entre la administración del hospital y el claustro de la Facultad de Medicina. El rector piensa que el Estado compre el hospital, y sus administradores aceptan en principio, pero se complican luego las cosas y no hay acuerdo.
Continuarían las comisiones y visitas de los delegados del Gobierno a Salamanca, mientras seguían las protestas de profesores y alumnos.
“El coro de médicos de Fedra”, continúa Salcedo, y “la lucha por su dominio es una cuestión de honor para una ciudad que pone el grito en el cielo cada vez que se habla de suprimir la Facultad de Medicina, pero que se desentiende estúpida y egoístamente a la hora de plantearse el buen funcionamiento de esta Facultad”.
Los periódicos de la época recogen ampliamente el homenaje que la Asociación de Obstetricia y Ginecología de Castilla y León tributó al doctor Población en mayo de 1964 en la Facultad de Medicina. Presidían el acto el doctor Fernando Cuadrado, decano de la Facultad, y el hijo del homenajeado, José Población del Castillo, presidente entonces de la asociación regional. Beato, Usandizaga, Fernández Ruiz y Julio Pérez Álvarez también estaban presentes en la mesa.
Entre los asistentes, los cronistas citana los doctores Enrique Sala, presidente del Colegio de Médicos, Unamuno, Cañizo, Carrasco Pardal, Sánchez Villares, etc.
Usandizaga, que habló sobre “La enseñanza de la Obstetricia y Ginecología”, destacó que el doctor Población “perteneció a la generación que hubo de sentar la base de esta especialidad y asimiló técnicas y conocimientos recientes, responsablemente, gracias a su clara vocación profesoral”.
Por su parte, A. Ferreira, antiguo discípulo de don Casimiro, trazó “una ágil y emocionada semblanza de los veinte años de profesorado salmantino del doctor Población y de su labor como jefe clínico del Hospital. Hizo un elogio de la claridad expositiva de sus publicaciones, resaltando que fue el introductor de la diatermia en España”.
Tras las intervenciones científicas de los doctores Almendral, de Zamora, y Beato, de Burgos, José Población del Castillo habló sobre “El doctor Población o la vocación”. Explicó cómo la vocación es un impulso irrefrenable, “impulso que dominó a don Casimiro en su dedicación médica y universitaria, que fue más allá de la especialidad, con su preocupación por la organización clínica de la enseñan a en la Facultad, su importante intervención junto con el doctor García Tejado en la organización del Hospital Clínico Provincial, para lo cual estudió en Alemania y Estados Unidos las instalaciones hospitalarias”.
Por último, recordó las palabras de su padre al despedirse de Salamanca en 1933, cuando había dicho que el catedrático había de volcarse todo entero, no sólo en la cátedra, sino en la vida misma, porque este darse entero es generosidad que no empobrece.
El decano de Medicina, por su parte, resaltó que la huella del doctor Población “está en la Facultad, en el hospital, en los enfermos que acuden a nosotros y le recuerdan con veneración. Dejar esta huella tan duradera no es fácil; sólo es posible con una gran personalidad, una gran vocación, una gran inteligencia y una gran bondad”.
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