Por M. Puertas
Rescatamos en esta ocasión la figura de Agustín del Cañizo García. Nos remontamos a finales del XIX y principios del XX tras los pasos de un apellido, ya familiar en esta ciudad, porque al don Agustín que nos ocupa le han seguido hijos y nietos que certifican la vigencia de una saga que tiene como referencia a un hombre, que encarnó “sencillez y normalidad” como pocos, a la par que supo ser siempre un médico avanzado a su tiempo. Vaya por delante nuestro agradecimiento a sus nietos Del Cañizo Álvarez y Del Cañizo Fernández-Roldán, por su generosa colaboración para hacer estas páginas.
Agustín del Cañizo García nace en Madrid el 13 de julio de 1876. Sus padres, don Juan del Cañizo Miranda y doña María Jesús García Andrade, residían en Segovia. En esta ciudad, su padre, considerado un intelectual de la época (era licenciado en Medicina, Filosofía y Teología), era profesor de Geografía e Historia en el Instituto, del que fue director durante algunos años.
En Segovia vivió la infancia y la adolescencia. Con dieciocho años, en 1894, Agustín sale de Segovia para ingresar en la vieja Facultad de San Carlos de Madrid. Poco después consigue entrar de interno en la cátedra de Patología Quirúrgica de don Alejandro San Martín, una de las principales figuras científicas del momento. De esta época de alumno, en su libro de homenaje se le recuerda como “alegre, simpático, sencillo y con ganas siempre de bromas inocentes”, características que le acompañaron de por vida, incluso en los peores momentos. Acabada la carrera en 1900, decide ingresar en la Cátedra de Clínica Médica de don Manuel Alonso Sañudo, en la que ejerció un tiempo como jefe clínico.
La siguiente iba a ser su etapa en Salamanca, un periodo que describe su nieto en el artículo que adjuntamos. Antes de profundizar en su estancia en esta ciudad queremos recordar la impronta que los maestros San Martín y Alonso Sañudo dejaron en él, por cuanto supone todo un ejemplo de generosa admiración de discípulo a maestro, que debería tener total vigencia en nuestros días. “Estos dos hombres inolvidables…–dice Agustín- fueron los maestros que ejercieron más poderoso influjo en la formación y desarrollo de nuestra personalidad”. La razón primordial de tan singular influencia, explica, “no era ciertamente, con ser ya esto mucho, su capacidad científica y el perfecto dominio de las materias que explicaban;…era principalmente su actitud hacia nosotros, su aproximamiento y compenetración con el alumno y más que nada aquella devoción que ponían en el ejercicio de su ministerio y que se revelaba en el entusiasmo con que nos llevaban al trabajo, el interés con que alentaban nuestro esfuerzo y la satisfacción y alegría que les irradiaba en el semblante al vernos vencer dificultades y lograr triunfos, que como suyos propios festejaban. Era, sencillamente, que tenían alma de maestros”. Ese espíritu de entrega constante lo encarnaría él fielmente en su vida.
“Alegre, simpático, sencillo y con ganas siempre de bromas inocentes”
Agustín pronunciaba estas palabras en la Universidad que le vio llegar en 1905. El 3 de abril ingresa por oposición en la cátedra de Patología Médica de Salamanca, Facultad en plena reconversión para afianzarse de nuevo como centro estatal.
Aunque geográficamente ni el principio ni el final de su vida están ligados a Salamanca, esta ciudad constituyó sin lugar a dudas una parte central en su carrera. Aquí llegó con 27 años y aquí estuvo otros tantos como catedrático. Aquí también, como dice Manuel Pombo Angulo en su libro de homenaje, “conoce, logrados, el amor y la amistad”. El primero en clara referencia a su esposa y la segunda por la íntima relación que entabló con Miguel de Unamuno. “Salamanca –continúa Pombo – ejerce una gran influencia en el joven profesor Cañizo. Le presta su calma, su dimensión, y esa eterna enseñanza de eternas piedras que hace de la ciudad historia y ejemplo”.
Durante sus 27 años de ejercicio en Salamanca, demostró poseer, según exponen Garrote Díaz y Gómez de Caso en “Médicos segovianos ilustres del siglo XX”, “un ojo clínico que le hacía ser la admiración de colegas y alumnos y que le ayudó a paliar las deficiencias en medios de exploración de la época”. Aun así, también es considerado pionero en la utilización de Rayos X en el diagnóstico.
Aunque él mismo se definía como médico clínico, uno de aquellos que tenían en el ojo clínico su mejor arma ante la falta de otros medios, su carácter de hombre abierto y avanzado le hizo acoger con los brazos abiertos la revolución que las nuevas técnicas de análisis y diagnóstico introdujeron en el modo de concebir e interpretar las enfermedades. Ante esta revolución, pedía “a los que ya vamos para viejos” luchar “contra la pusilanimidad y el achicamiento del espíritu…, si queremos evitar la momificación precoz o la anquilosis de la inteligencia que es el peligro que más directamente nos amenaza”.
En Salamanca no sólo mantuvo su consulta de la calle Mirat, sino que son muchas las anécdotas derivadas de sus frecuentes viajes a consultas en los pueblos. Entre ellas, dicen que eran más las que hacía gratis a los lugareños que estaban a la puerta del paciente que le llamó, que las que cobraba.
A la amistad con Unamuno hay que unirla que tuvo, también en Salamanca, con José Giral, amistades muy enriquecedoras personal e intelectualmente, pero que le acabarían pasando factura profesional en la postguerra, aunque él nunca hubiera profesado militancia política alguna, según recuerda su nieto Del Cañizo Álvarez.
Antes de concluir esta primera parte consideramos obligada una breve alusión a la extensa familia que don Agustín formó coincidiendo también con su estancia en Salamanca. En 1907 se casa con Consuelo Suárez, joven asturiana de Navia de Luarca. Fruto de esta unión nace una niña (Consuelo, que aún vive) y cinco varones, todos futuros médicos: Jesús, Manuel, Casimiro y Agustín. Era el principio de una fructífera saga de médicos que hoy se extiende a más de 20 nietos médicos.
En el próximo número hablaremos de su vuelta a Madrid, su vivencia de la guerra y la postguerra, y del profundo poso que dejó entre quienes le conocieron, incluido Marañón
por AGUSTÍN DEL CAÑIZO ÁLVAREZ, Catedrático de la universidad de Salamanca
El Prof. Agustín del Cañizo, ganó la cátedra de Clínica Médica de esta Universidad en 1904. Estaba aún reciente la lucha política de la Diputación con las autoridades ministeriales del momento, para el mantenimiento de la Facultad de Medicina. Había estudiado la carrera en Madrid y fue discípulo de Alejandro San Martín y de Manuel Alonso Sañudo, su maestro, pasando como él mismo dijo “de alumno a catedrático” en unos pocos meses. Cuando le fue otorgada la cátedra por oposición, tenía 27 años. Un médico en plena juventud que llega a esta ciudad en el tren de las 18.30, ya de noche, para hacerse cargo de la disciplina más importante de los estudios médicos. La primera impresión sobre aquella Salamanca de primeros del XX le fue bastante negativa y relata, en uno de sus escritos, la obscuridad y la bruma que había el día de su llegada. Nadie o casi nadie en las calles, mientras el simón le trasladaba desde la estación al Hotel del Comercio, donde pasó su primera noche en nuestra ciudad, situado donde está actualmente el Banco de España.
Aquella Facultad de primeros del XX, le recibe bien al ser D. Agustín persona de un carácter muy abierto y generoso, desprendido y bondadoso. Alegre y muy simpático. A la par de muy sencillo y campechano. Y aquí en estas tierras charras vivirá, enseñará, curará y creará escuela, durante más de 25 años; hasta 1931, año de la República y de su traslado a Madrid.
En esta Salamanca, casi desde su llegada, entabla amistad con D. Miguel de Unamuno y ésta duró hasta la muerte del filósofo, catedrático de Griego, en 1936. Al tiempo conoce a D. José Giral, con el tiempo Ministro de Marina y Jefe del Gobierno de la República; a D. Antonio Trías, que joven como él, llega a la Facultad para ocupar la cátedra de Cirugía. A D. Casimiro Población, catedrático de Obstetricia y Ginecología que apadrina al menor de sus hijos, con el tiempo catedrático de Otorrinolaringología de esta Facultad y al que debió su nombre [Casimiro]. Otro prócer de la intelectualidad, el jurista D. José Antón Oneca, catedrático de Derecho Penal, forma parte de su núcleo de amistades aquí en Salamanca.
D. Miguel le conoce muy bien y su carácter abierto lo traslada al personaje del médico de su novela San Manuel Bueno, Mártir. El del Dr. D. Lázaro Carvallino, según Emilio Salcedo1, el personaje no es otro que el vivo retrato del Dr. D. Agustín del Cañizo. Además le imparte clases de alemán, idioma que llega a dominar muy bien al ser el lenguaje la comunicación científica de la época. D. Agustín viaja a Berlín como becario comisionado de una beca de ampliación de estudios y se empapa de los últimos avances técnicos. Alemania era entonces La Meca del progreso científico.
Su actividad en Salamanca se resume a sus actividades académicas y hospitalarias, siendo testigo de la construcción del Hospital de la Stma. Trinidad y del Provincial. La Facultad, había pasado de la Escuela de la calle Marquesa de Almarza al Palacio Fonseca, en funcionamiento hasta tiempos muy recientes. No obstante, en compañía de D. Miguel, desarrolla su afición más favorita. Las excursiones por la sierra salmantina. Su gusto por los paisajes serranos le inducen a construir una casa en El Castañar, Los Lebreles, monte cercano a Béjar; siendo éste su lugar de veraneo hasta su traslado a Madrid.
Los largos cursos salmantinos, marcados por los Directorios Militares, se ven obscurecidos por el destierro de D. Miguel, perteneciendo al grupo ‘Coro de doctores de Fedra’. En uno de los claustros universitarios levantó su voz en su defensa, exigiendo del Rector del momento, Prof. Esperabé, una postura de la Universidad, referente a la condena del Prof. Unamuno2. Defendió a su amigo por la desprovisión impuesta de su cargo de rector y posterior destierro. También influyó, muy activamente, al construirse el Hospital de la Trinidad, que fuesen los profesores de la Facultad los encargados de sus salas; este hecho, produjo opiniones encontradas. Tanto es así, que el diputado Sr. Martín Veloz, defendió públicamente en un artículo publicado en La Gaceta Regional de Salamanca, que el Hospital de la Trinidad no fuese controlado por los catedráticos de Medicina.
Llega 1931 y gana el concurso de traslado a la cátedra de Patología Médica de Madrid; de nuevo al Hospital de San Carlos, reencuentro con su juventud. Vive en la calle Zurbano, número 28. Durante los años previos a la contienda civil, viene a menudo a la ciudad y D. Miguel, diputado a Cortes y Presidente del Consejo de Instrucción Pública, le visita frecuentemente en Madrid3. Su lugar de veraneo, por la cercanía, es Segovia y en la casa heredada de sus padres. Calle Muerte y Vida, 4 de la capital castellana. El verano del ’36, estalla la guerra y lógicamente le pilla en Segovia viéndose obligado a permanecer en la ciudad los tres años que duró. D. José Antón, de visita el fin de semana del 18 julio, también se queda y en su casa. D. José es denunciado por ser Vocal del Tribunal de Cuentas e ingresa en la cárcel. El penalista alterna su estancia en Segovia entre el ingreso en la cárcel y prisión domiciliaria y en la casa de mi abuelo. Según contaba mi padre, encargado de llevarle diariamente la comida a la prisión segoviana, a D. José le salvó la vida haber defendido a José Antonio Primo de Rivera, en el juicio sufrido por el fundador de la Falange, durante el gobierno de la II República.
Al finalizar la guerra, D. Agustín se reincorpora a su cátedra de la Complutense y sinceramente, según el eminente psiquiatra, el Dr. Castilla del Pino4, fue muy mal tratado por el régimen. Datos de aquellos tiempos, inmediatos al término de la guerra, corroboran este hecho. Fue acusado de simpatía por la República y lo que fue peor, para la época, de pertenecer a la masonería. La investigación demostró estar libre de culpa, ya que jamás perteneció a asociación o partido político alguno, pero aquello marcó profundamente su forma de actuar los años siguientes hasta su jubilación en 1946. El profesor D. José Estella y Bermúdez de Castro, catedrático de Patología Quirúrgica de Madrid, le defendió a ‘capa y espada’. No así los miembros de aquellos tribunales universitarios depuradores, entretenidos en denunciar a gentes y compañeros de claustro; mejor omitir sus nombres. Sí apuntar, que uno de ellos, le debía todo; mi abuelo pagó sus estudios de Medicina y ya eminente catedrático, miembro después de ese tribunal ‘extractor de izquierdistas’, quizá olvidó que gracias a D. Agustín, era lo que fue y fue lo que era. Un desagradecido. También un médico, cercano al cuartel general de Franco, se unió a las denuncias. Francisco Guerra en su obra la Medicina del Exilio Republicano5 cita a D. Agustín entre los sufridores del llamado ‘exilio interior’.
Francisco Giral6, hijo del político republicano, residente en México, le cita como el médico de Unamuno y de su propia familia, definiéndole como un hombre bueno y mejor médico. Lo mismo Somolinos d’Ardois7 que, desde la capital azteca, dedica un artículo a D. Agustín cuando se entera de su fallecimiento en 1956. Que nuestro abuelo sufrió mucho los años inmediatos a la guerra es un hecho demostrable, pero nunca decayó su ánimo y afán de lucha por su familia y pacientes. Jamás perdió su carácter abierto, simpático y generoso y hasta fue capaz, por ser el médico de D. Julián Besteiro, de visitarle y atenderle durante su enfermedad en la cárcel de Carmona, donde murió el insigne político. Tampoco dudó en visitar a D. José Antón Oneca, cuando cumplía el penalista su condena a ‘trabajos forzados’, tanto en la construcción del Valle de los Caídos como de la carretera de Toledo. Aquello le podía comprometer con delatores y denunciantes, pero para él, primero estaba el enfermo y el amigo.
El carácter de D. Agustín se refleja muy bien en su última lección de cátedra; pronunciada el día de su jubilación. También en un discurso, pronunciado en la salmantina ‘Casa del Pueblo’8, en 1921. Fue, como el mismo apunta, un trabajador honrado. Honesto a ‘carta cabal’. Como escribe uno de sus discípulos en su Libro Homenaje, fue un maestro de la Medicina y en modales. Modales característicos que les imprimieron un peculiar carácter. Ser alumno de Cañizo, apunta otro, es ser ‘médico y hombre’. D. Agustín fue un estudioso impenitente, un lector desaforado y como consecuencia, muy culto. Su elegante semántica traduce su dominio del lenguaje. Escribía ‘en abierto’, con mucha amenidad y recalcando los conceptos fundamentales. Siempre recomendó el estudio y la lectura. Su herencia, al ser hijo de un catedrático de letras9.
Su actividad científica le llevó a publicar varias monografías, destacando Estudio Clínico de la Uremia (1905); Las enfermedades Evitables (1907) y La Miocarditis Aguda (1910). El síndrome extrapiramidal (1924)’, De cómo las enfermedades pueden complicarse con el médico (1943). Todas ellas fueron lo más vanguardista de la época y varias de sus conclusiones clínicas tienen vigencia todavía al día de hoy.
D. Agustín del Cañizo fue un hombre extraordinario. De los que el mundo no puede presumir por su abundancia. Un gran médico y el mejor amigo de sus amigos. Su elevado dominio de la clínica y su enorme bondad, le llevaron a ser el médico de Salamanca y de los salmantinos. No hace mucho, en mi consulta, llegó un señor; ya de mucha edad. Nada más sentarse frente a mí, declaró: “Si es Ud. la mitad de bueno que su abuelo, D Agustín, será Ud. el ‘mejor médico de España’. Su abuelo, visitó a mi padre. Entonces muy enfermo. Llevaba sin trabajar meses. Nuestra economía era pobre. D. Agustín le visitó. Le puso tratamiento. Mi familia no tenía recursos y nos encontramos con el problema de los gastos de farmacia. Pero su abuelo, que se dio cuenta de nuestras necesidades, debió hablar con el boticario, pues no cobró nada por los medicamentos, además de resultar gratis su consulta. Consulta que fue de varios días, hasta el alta. Nunca olvidaremos aquello. Mi padre murió de viejo. D. Agustín, como le referían en esta Salamanca, gratuitamente le curó, además de pagar el mismo los gastos de botica. Fue una persona caritativa, bondadosa y un gran médico”, apostilló.
De mi abuelo hay varias anécdotas de este tipo. Varios de sus alumnos las refieren en su libro homenaje. Debió ser un hombre de extrema bondad, de los no abundantes y perteneciente a aquellos caballeros, más o menos quijotescos, de los inicios del S. XX y que fue nuestra Edad de Plata. Ciencia y cultura se unieron en su persona. La primera heredada del estudio y la segunda, gracias a su padre, gran humanista, se conjugaron en la creación de uno de los más insignes médicos de nuestra Salamanca. D Gregorio Marañón, le dedicó varios escritos, alabándole y admirando su labor en la cátedra como maestro; el fundador de la Endocrinología Española, en 1947 escribió: “Cuando cualquier alumno, ya en la cima de su vida profesional, recuerde sus años de estudio, pensará que para cada asignatura tuvo un profesor; pero cuando hable de maestros, nombra a uno solo, a dos… El tamaño del corazón, los ruidos del corazón, que Cañizo enseñó insuperablemente, al fin y al cabo, se hubiesen aprendido en cualquier parte. Lo que en verdad enseñó él, el maestro Cañizo, como nadie lo hubiera hecho, es a manejar con dignidad humana nuestro propio corazón”. [Dr. Gregorio Marañón. Literal]
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