San Eloy acoge parte de la magnífica colección reunida por Miguel Ferrer durante una vida de pasión por el arte

Por M. Puertas

Para Salamanca Médica es un orgullo dedicar en este número la sección “Arte siempre arte” a uno de los coleccionistas más importantes del país, D. Miguel Ferrer, el mismo que nos viene deleitando en estas páginas desde el nacimiento de la revista con sus vivencias sobre el arte. En esta ocasión le hemos dado vacaciones a su pluma, pero no por ello dejamos de seguir admirándonos con su legado.

Amor al arte. Pocas veces una expresión tan popular ha alcanzado tanto y tan profundo sentido artístico como en la persona de Miguel Ferrer (Málaga, 1915). Cirujano antes que nada, pero coleccionista de por vida. “Coleccionista de todo lo coleccionable” como le definía su amigo Camilo José Cela. Su pasión por el arte, a diferencia de la Medicina, no entiende de jubilaciones. A punto de cumplir los 90 años, la emoción de ver o hablar de arte le sigue llenando de lágrimas los ojos. La última vez, en el transcurso de la presentación de su última antológica, que bajo el título Colección Ferrer-Blanco “Paisaje, figura y abstracción”, muestra en la Sala de San Eloy una ínfima parte (casi cien cuadros) de su magna colección (más de dos mil obras), comparable a las mejores del país y reunida en sus ratos libres después de salir del quirófano.

Las paredes de su céntrico piso, una auténtica Pinacoteca, se tomarán un respiro hasta el próximo 30 de junio para ceder el testigo a las de San Eloy, la sala que Ferrer ha elegido para devolver a Salamanca, con ayuda de Caja Duero, parte de lo que la ciudad le ha dado a lo largo de su carrera. Sobre todo, quiere agradecer la Medalla de Oro de la Ciudad que recibió hace cinco años. Ya fue este el motivo que en los años 2000 y 2002 le llevó a presentar parte de su obra en el Museo de Salamanca con una serie de muestras, de unas cuarenta obras cada una, sobre el desnudo, el bodegón y la escultura. Ahora, la continuación, sobre paisaje, figura y abstracción, se materializa en 97 cuadros, la mayoría pertenecientes a las escuelas de Vallecas, Madrid y París y entre los que destacan algunas delas firmas importantes de las vanguardias  españolas del siglo pasado. Desde Váquez Díaz hasta Salvador Victoria, pasando por Benjamín Palencia, Menchu Gal, Francisco Arias, Martínez Novillo, Díaz-Caneja, Juan Barjola, Agustín Redondela, Gregorio Prieto, Rafael Zabaleta, Álvaro Delgado, Carmen Laffón, Josep Guinovart o Lucio Muñoz.

Este centenar de obras no pone fin ni mucho menos a la colección que Ferrer ha reunido desde que a finales de los años treinta compró aquel paisaje de Arenas de San Pedro de Manuel Gracia, el primero que recuerda. Cajones, baúles y carpetas guardan aún “un gran proyecto” expositivo, que según reconoce el propio Ferrer será muy difícil que vea la luz, aunque es “el que más posibilidades de tipo internacional tiene”. Se trata de toda su obra gráfica, cerca de dos mil piezas, entre grabados, litografías o serigrafías, y entre ellas, originales firmados por Picasso, Miró, Chagall, Henri Moore o Equipo Crónica. El coleccionista ya vaticina que si algún día se exponen, harán falta varias salas.

Sello propio

A estas alturas, quizás no impresione tanto su gran colección como el espíritu que hay detrás de ella y los criterios tan particulares que le han guiado siempre para reunirla. Su caso es el de un coleccionista atípico tanto por el valor sentimental, casi espiritual, que concede al arte, como por la admiración, convertida en amistad en muchos casos, que siente por los creadores de las obras que ha comprado. Asegura que nunca se ha dejado deslumbrar por la firma o la apariencia más o menos estética de un cuadro, sino que lo que más le ha interesado siempre ha sido el hombre y la personalidad que iban unidos a esas obras, porque “todo lo más bello anda alrededor del arte” y porque “sólo admiro al que sabe más que yo y del que puedo aprender”, dice.

Llama la atención en este sentido, que la mayoría de los creadores españoles de los que tiene obra hayan acabado siendo amigos personales suyos. Se han sentado en el comedor de su casa para hablar de arte y de la vida, han comido allí, han jugado juntos a los bolos o al dominó o han compartido largos ratos en sus estudios. Esta estrecha relación no sólo le ha servido para organizar más de 200 exposiciones y coordinar unos160 catálogos a lo largo de su vida, sino que ha sido un medio fundamental “para culturizarme yo y toda mi familia”, apunta. Por eso pide al público que se “acerquen a estos cuadros con mucho cariño. Son obras muy inteligentes que han oído hablar a sus creadores muchas veces en mi casa”.

Con la perspectiva que le ofrece la edad, admite que su colección se ha gestado a cambio de un “sacrificio personal y familiar horroroso”. A la vez reconoce que “el arte ha sido consustancial para que yo viva y para ejercer mi profesión, porque también me ha servido de descanso”.

Predisposición genética

En cuanto al origen de su pasión por el arte, asegura que hay que buscarlo en una “cierta predisposición genética para admirar el arte”, algo que recuerda ya desde los diez años, cuando recortaba todos los cuadros y dibujos que aparecían en las revistas para colgarlos en la pared de su habitación. Esta sensibilidad de niño –aún sigue pensando que un cuadro “está vivo siempre y te dice cosas todos los días”- se fue cultivando con el tiempo a través de lecturas y libros (su biblioteca de arte tiene pocas comparaciones. De ella han salido ya tres tesis doctorales). Rápido el arte fue adquiriendo el primer lugar en su escala de valores materiales. Para Ferrer era antes un cuadro que un mueble o unas vacaciones y recuerda ahora cómo su apuesta por jóvenes valores, muchos de ellos discípulos de Vázquez Díaz o Benjamín Palencia, fue un acierto. Entonces, compró obras, entre otros, de García Ochoa, Francisco San José, Gregorio del Olmo o Carmen Laffón. La colección se fue refrendando después con firmas consagradas hasta reunir lo que ahora tiene y que le gustaría que cuando fallezca quede en manos de una fundación formada por sus hijos, “porque desintegrar la colección sería una pena”, señala.

Curiosamente sigue sin sentirse propietario de las obras. Asegura que el cuadro no es de quien las compra sino de su creador y en este sentido asegura haber cumplido siempre con la “obligación” de prestarlo para contribuir a una de las funciones intrínsecas del arte: “ir sembrando cultura”.

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