Por José Almeida (*)
Doctor en Medicina y Cirugía y licenciado en Bellas Artes
Se estima por los expertos que durante la Edad del Hierro I, en torno a los siglos VIII-VII a. C., es cuando tiene lugar el asentamiento del primer poblado prehistórico y, por consiguiente, el germen de la ciudad de Salamanca. Nombre derivado de Salmántica (muy posiblemente un hidrónimo), una de las ciudades más antiguas de nombre conocido.
Se da por supuesto que los primeros pobladores de Salamanca llegan al Cerro de San Vicente hace más de dos milenios y medio. Una terraza natural cortada por el río Tormes que constituye el más occidental y también el que ofrece las mejores condiciones estratégicas para el emplazamiento humano, de los tres que dominan el vado del río a su paso por la ciudad, modelados por el efecto erosivo de dos arroyos transversales: el de Los Milagros y el de Santo Domingo. Esos tres cerros, que conforman el solar de la ciudad histórica, son: el de San Vicente, el de San Isidro o de las catedrales y el de San Cristóbal. Quizás por eso, y por los tesoros monumentales que encierra, sea conocida también Salamanca como Roma la Chica.
Sobre este mismo cerro, tras más de diez siglos de abandonarlo el poblado primigenio, se construyó el Monasterio Benedictino de San Vicente, que curiosamente fue también el primer convento histórico de la ciudad. Su origen es muy confuso, pues mientras algunos lo señalan anterior a la invasión árabe, para otros su fundación vendría a coincidir con los primeros intentos de la repoblación de Salamanca por Ramiro II.
El primer dato histórico fidedigno al respecto hace referencia a Alfonso VII, quien, tras restaurarlo, decide en 1147 entregarlo a la abadía de Cluny.
Sabemos también por un documento de Alfonso IX, fechado en el año 1222, que los monjes jugaron un papel importante en la repoblación definitiva de la ciudad por Raimundo de Borgoña. En 1504, los Reyes Católicos lo fundan como colegio universitario vinculado al Estudio salmantino, desligándolo de la orden cluniacense.
El monasterio gozó de gran prestigio en la vida comunitaria de la ciudad, al menos hasta finales del Bajo Medievo, como lo demuestra el hecho de que el prior del convento era regidor nato del Concejo, y cuando acudía a las reuniones solemnes lo hacía con armadura y a caballo, y una de las calles por donde pasaba para dirigirse a la plaza de San Martín conserva aún el nombre de calle del Prior.
En los siglos XVI y XVII se llevó a cabo una verdadera reconstrucción de la fábrica del monasterio, cuyas obras se prolongaron hasta el XVIII, conservando algunas trazas del siglo XII, y su valor no debió ser nada desdeñable, ya que llegó a ser considerado uno de los monumentos más suntuosos de la ciudad.
De 1809 a 1812, los franceses lo convirtieron en un fuerte para la defensa de su ciudadela militar con los restos de colegios, conventos y casas particulares saqueadas, pasando a engrosar la lista de Los Caídos tras la explosión del polvorín provocado por la artillería de Wellington. Después de pasar por manos privadas, como consecuencia de la desamortización de Mendizábal, se convirtió en un lugar abandonado, y a lo largo del último cuarto del siglo XIX llegaron a él gentes del medio rural en un movimiento migratorio, estableciéndose allí, simplemente, marcando el terreno donde construir sus viviendas. Y hasta aquel lugar llegó desde Torresmenudas un bisabuelo mío, llamado Ceferino.
Por los dibujos que nos ha legado Joaquín de Vargas del claustro del convento basados en estudios del pintor Isidro Celaya, profesor de la Escuela de Nobles y Bellas Artes de San Eloy, y en una acuarela del arquitecto Cafranga, sabemos que era de una belleza singular.
Actualmente, en ese cerro se construyó, en 2006, el Museo de Historia de la Ciudad, integrando en su moderna traza restos del convento. Su inauguración oficial se proyectó para el año 2002 como uno de los fastos conmemorativos del evento Salamanca Ciudad Europea de la Cultura 2002, y aunque concluido en 2006, aún continúa sin ser inaugurado debido a la falta de presupuesto para ese fin.
Los vetones eran un pueblo primitivo que, según la opinión más reciente, tuvo origen en una población aborigen que sufrió un primer proceso de indoeuropeización entre los siglos IX al VI a. C. y, posteriormente, una fase de celtización hacia el siglo VI-V a. C. Una etnia que se identifica con la tipología del castro y de los verracos que fijaron su residencia en el noroeste de la Península Ibérica, entre los ríos Duero y Tajo, limitando al norte con el territorio de los vacceos.
Mientras los vacceos se extendieron por las llanuras cerealistas del norte, los vetones situados en la penillanura, más hacia el sur de la Meseta norte, se dedicaron a la ganadería, y el hecho de que Salamanca tuviese un carácter fronterizo entre las áreas de influencia de ambos pueblos bien pudiera ser la razón de que algunos historiadores la situasen en tierra de los vacceos, como Tito Livio, y otros, como Plutarco o Ptolomeo, la señalasen como población vetona. Ello obedecía, probablemente, a los vaivenes de las contiendas que frecuentemente mantenían entre sí ambos pueblos. De todas formas, a lo largo del siglo III a.C. el pueblo vetón va cediendo poder a favor del pueblo vacceo, que lo relega hacia hábitats más próximos al Sistema Central.
La primera vez que Salamanca es citada en los escritos históricos lo hace de la mano de Polibio, en el año 220 a. C., al hablar de Helmántica, en relación con una expedición guerrera llevada a cabo por el general cartaginés Aníbal en su marcha hacia Roma.
Según los historiadores Polibio y Tito Livio, Aníbal emprendió su campaña en Hispania como preparación táctica contra los romanos y, posiblemente, con la insidiosa idea de reclutar tropas para la contienda que se conoce en la Historia como la Segunda Guerra Púnica, sitiando la ciudad de Salamanca. Para ello, siguió una ruta prehistórica meridional que daría origen a la Vía de la Plata.
Según Plutarco y Polieno, tras una enconada resistencia, (Polibio y Livio hablan, en cambio, de una ocupación sobre la marcha) los habitantes acabaron rindiéndose a cambio de trescientos talentos de plata y de trescientos rehenes. Pero no cumplieron lo pactado, por lo cual el caudillo cartaginés volvió con su ejército saqueando la ciudad.
Tras la súplica de los vencidos, Aníbal les permitió salir en túnica junto con las mujeres, seguras éstas de que no las registrarían bajo los manteos donde escondían las espadas con las que se defendieron de los púnicos, según todas las crónicas, “con gran arrojo”. Por lo que Aníbal, ante tal hazaña, “devolvió a sus maridos, por gracia de ellas, su patria y sus riquezas”.
Quizás este hecho parezca un tanto novelesco, pero no cabe duda de que tiene visos de veracidad por cuanto el dato es compartido por los historiadores de la época.
Es una plataforma arenisca cortada de forma abrupta por el lecho del río Tormes donde se instaló el primer poblado hace más de 2.600 años, según Macarro y Alario, quienes han llevado a cabo el estudio arqueológico del yacimiento protohistórico, con estructuras muy evolucionadas ya características de la cultura del Soto de Medinilla.
En las excavaciones llevadas a cabo tras el derribo del Colegio Mayor Hispano-Americano, construido en la década de los cuarenta del siglo pasado al amparo de la Universidad Pontificia, se han descubierto los restos arqueológicos de un poblado de la Edad de Hierro I.
Dentro del espacio musealizado se pueden observar tres casas de planta circular y una rectangular: una muestra de las muchas más que formaban el caserío. Todas ellas con un hogar central donde se mantenía el fuego y un banco corrido adosado al muro, generalmente orientado al oeste, además de algunas estructuras domésticas auxiliares que le servirían de granero o almacén y que, actualmente, se hallan dentro de una estructura metálica de cubierta que las protege.
Las chozas estaban construidas fundamentalmente con adobes y techumbre de ramas y cañas mezcladas con barro e hileras de postes de refuerzo, y la parte más vulnerable del caserío, al noreste, iba fortificada por una ancha muralla terrera.
El poblado está constituido por varios niveles estratigráficos correspondientes a las distintas fases constructivas, en general muy bien conservadas, cuya planta de excavación superior trato de representar en el dibujo y que, por gentileza de la arqueóloga Cristina Alario, tuve la ocasión de contemplar antes de que el espacio se abriera al público.
En este primer poblado se alojó una pequeña población humana que, tras permanecer allí dos o tres siglos, se extendió, o se trasladó, a la Peña Celestina y al teso de las catedrales, con la Vaguada del Arroyo de Los Milagros, donde muy probablemente encerrarían el ganado, constituyendo un castro celtibérico de una superficie cercana a las veinte hectáreas. Todo ello estaba delimitado por una muralla pétrea vedada por un foso en la zona más accesible, que más o menos coincide con la cerca vieja. Esta sería la situación en la que Aníbal encontró a Salmántica en el siglo III a. C.
Para mí, el cerro de San Vicente tiene un valor sentimental especial, ya que fue allí donde pasé largos periodos de la infancia con mis abuelos paternos, que vivían en la calle Primera de San Vicente, en unas viviendas de planta baja que parecían más pequeñas al elevarse el pavimento de la calle cuando fue urbanizado el barrio en el primer tercio del siglo XX.
Las construyeron sobre las ruinas abandonadas del fuerte napoleónico, que utilizaron de cimientos. Las paredes eran de adobes revocadas con barro y encaladas. Me contaba mi abuela Vicenta que ella misma, siendo niña, amasaba con los pies el barro con aguas residuales de la esgueva de Los Milagros, mezclado con paja para hacer adobes. Era una calle de gentes muy humildes, pero de probada honradez y solidaridad indeleble, donde pasé momentos inolvidables de mi infancia.
En aquel entorno jugábamos los chicos en el llamado Corralón de San Vicente, que más o menos vendría a coincidir con el claustro del monasterio benedictino, donde recuerdo que descubrimos una oquedad abovedada de ladrillo que bien podría corresponder a una de las bodegas del convento y que hoy se hallan integradas en el inédito museo.
Entonces ignorábamos que fue allí, precisamente, en aquel lugar lúdico para nosotros, donde nació la ciudad que con el paso del tiempo sería Salamanca, Ciudad Patrimonio de la Humanidad.
(*) El Prof. José Almeida Corrales nos dejó el 3 de enero de 2019. Tal y como él deseaba, ‘Salamanca Médica’ continuará publicando los artículos y los dibujos que dejó preparados como sentido homenaje a este gran médico y artista que, con sus colaboraciones, enriqueció esta revista desde sus inicios
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