Por Miguel FERRER BLANCO,
de la Real Acedemia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga
Estimo oportuna la difusión de este artículo, que figura en dos publicaciones de nuestra Sociedad de Conciertos, a raíz de lo escrito por el crítico musical de un importante diario madrileño afirmando que por primera vez ha sido posible oír en Madrid esta Sinfonía de Mahler en 2004. Lo cierto es que en Salamanca esto ocurrió el 29 de octubre de 1976 en el gran concierto con el que nuestra Sociedad inauguró la temporada 1976-1977.
29 de octubre de 1976. Orquesta Filarmónica George Enescu de Bucarest. Director: Mircea Cristecu. Preludio y fuga de Silvestri. Sinfonía nº 7 en La mayor Op. 92 de Beethoven. Sinfonía nº 1 “Titán” en Re mayor de Mahler.
Tengo cierto pudor en relatar este concierto que me dejó una huella imborrable. Fue una de esas raras ocasiones en que la música, la más abstracta de las bellas artes, paradójicamente llega a las más altas cimas de la evocación. Tengo pues temor de que mi emoción pueda ser confundida con fantasía, pero así sentí este concierto. Por primera vez en Salamanca se iba a oír una sinfonía de Mahler interpretada por una gran orquesta como la “George Enescu” y en un escenario excepcional, la iglesia del Convento de San Esteban.
Ahora Mahler está de moda y es fácil familiarizarse con su música. La divulgación discográfica, la inclusión en los programas de conciertos y el haber servido el “addagietto” de la quinta a Visconti como fondo musical a su película Muerte en Venecia sobre la novela de Thomas Mann. Este Mahler tan paradójico, tan filosófico y tan natural, que lo mismo es tachado de fascista por Adorno en la escuela de Francfort, quizás por el uso frecuente de aires marciales en sus composiciones, como convertido en el ídolo musical más avanzado por algún progresista y sensible político actual.
En aquel entonces ya había pasado la convalecencia de mi sarampión mahleriano, leído la biografía de Henry-Louis de La Grange, la Introducción a Mahler de Sopeña, completado en lo posible su discografía y últimamente leído el magnífico libro del médico psicoanalista argentino Arnoldo Liberman.
Fui a este concierto, como antes dije, con una gran ilusión. Iba a emprender un viaje maravilloso a las más altas cimas del arte. Un día de preludio invernal, lluvia y aire casi huracanado. Según voy llegando a San Esteban veo todo como en un viejo aguafuerte románico, el templo se me convierte en un buque fantasma que me espera con su escala tendida para emprender el viaje a la belleza. Es la hora mágica del crepúsculo salmantino y corren vertiginosos nubarrones negros dejando ver jirones de un cielo amarillento.
El templo se llena y afortunadamente hay muchos jóvenes. En el presbiterio se van colocando los ciento catorce profesores con sus instrumentos y toda esa masa ingente de “viento” que Mahler necesita en sus sinfonías. Después de afinar, el concertino anuncia que se va a invertir el orden del programa. Se interpretará en primer lugar la Sinfonía nº 1 en Re mayor de Mahler, un cambio que para mí era una premonición. Se hace un silencio impresionante e iluminan el retablo de Churriguera, el más bello de todo el barroco, y el Triunfo de la Iglesia de Palomino en el coro.
Estoy en el centro del crucero y me acabo de crear un microcosmo personal: delante tengo un sol resplandeciente y detrás una azulada y bellísima luna. Se inicia la sinfonía con un tiempo lento, muy tranquilo, que Mahler titula Recuerdos de juventud. Episodios de flores, frutos y espinas. Difícilmente se podrá oír esta sinfonía, de concepción autobiográfica, en un escenario más idóneo. Según va abriéndose la lenta introducción del despertar de la naturaleza, nos parecen todavía más bellos la barroca hojarasca, ramajes, sarmientos y frutos que reptan por las columnas salomónicas del retablo y los racimos de vid exuberantes, pletóricos y más dorados casi quieren estallar de plenitud. Se van sucediendo bellísimos fragmentos musicales de gran lirismo y poco a poco va creciendo el estruendo orquestal con la triunfal apoyatura del metal. Todo un torrente sonoro se hace exuberante y grandioso llevándonos casi al delirio. El orto casi astral en que estamos, Helios refulgente en el retablo y pálida Selene en el coro empiezan a girar en mi cerebro y quiero creer que el momento es tan grandioso que toda la ciudad –que ahora está solitaria- participa en él. El Gran Duque de Alba, que reposa en el panteón de teólogos del claustro, se conmueve al recordarle la fanfarria militar gestas de Flandes, los capiteles del claustro musical de las Dueñas entonan salmodias, en las catedrales suenan tremendas las trompetas del Juicio Final del maestro de la Incola y la batalla del órgano barroco. Estoy seguro de que el Zodiaco de Fernando Gallego giraba también acompasando el sonido. Es un bello e inigualable momento poético en que por la música se ha sumergido la ciudad. Las escamas de la torre se han erizado y su gallo quiere cantar y el caballito unicornio de San Martín – ¡ay Rafael Laínez! – cornea los capotes del aire y luego todo se aquieta, también poéticamente, bajo la mano apaciguadora de Fray Luis.
Todo esto puede parecer fantasmal, pero hay que tener en cuenta que Mahler titula una parte de esta sinfonía así: Con las velas desplegadas y dice que “las obras deben de nacer de nuevo en cada interpretación”, y en una carta al director Mengelberg, “imagínese usted que el universo empieza a sonar y ya no son voces humanas, sino planetas y soles que giran”. Es curioso también el que en el tercer tiempo de esta sinfonía Mahler haga por vez primera en una partitura la introducción de la palabra “parodiando” dirigida a los intérpretes, dándoles así, una cierta libertad. Parece que adivinó la no muy buena acústica de esta ocasión. El tiempo siguiente, solemne y pausado, con la irónica alusión a un cuadro de Callot en la marcha fúnebre para un héroe y luego el grandioso final agitado y tempestuoso en el que se logra la más brillante sonoridad de toda la historia de la música.
No quise oír la segunda parte del concierto para no borrar mi emoción y salí del templo. Al mirarlo nuevamente, estaba allí el barco atracado con su puentecillo tendido y me fijé en que en el cubo central que sostiene la cúpula hay dos soberbios arcos que se entrelazan, penetran y refuerzan: no había reparado en ellos hasta entonces. ¿Estaban allí porque los constructores habían previsto que un día de octubre de 1976 el templo tendría que resistir la pujanza sonora de esta sinfonía que por vez primera se tocaba en Salamanca, o se enlazaron durante el concierto?
Pasado el tiempo, me expliqué algo de lo que emocionalmente me había sucedido con este concierto al oír una ópera bufa de Carl María von Weber titulada Los tres Pintos, que por curiosos azares y una “liaison amoureuse” fue concluida por Mahler, respetando en todo el espíritu del autor, y ello sucede precisamente al mismo tiempo que escribe esta sinfonía. El libreto de esta ópera cómica es de Theodor Hell y parte de su acción transcurre en Peñaranda de Bracamonte, y en el reparto aparecen don Pantaleone Roiz de Pacheco, don Gómez de Freiros, don Gastón Viratos, que es viejo estudiante de Salamanca, don Pinto de Fonseca gentilhombre, un “cabaretier” de la taberna de Peñaranda de Bracamonte, su hija Inez y un coro de estudiantes de Salamanca y servidores de la taberna.
¿No habrá “algo” por esos inescrutables y extraños caminos del arte que hiciera que esta sinfonía sonase así en Salamanca?
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