Los orígenes de la ciudad (y II)

Por José Almeida (*)

Doctor en Medicina y Cirugía y licenciado en Bellas Artes

El Puente Romano

Se trata de una magnífica obra de ingeniería, a la vez que huella estética dejada por los romanos en Salamanca, considerado el segundo monumento histórico de la ciudad. Estampa o iconografía ligada a Salamanca que transmite pers￾pectiva a la vista general de las catedrales cuando se contemplan desde la orilla izquierda del río Tormes, y es la mejor vista del “alto soto de Torres”, que dijera Unamuno.

Los romanos eran verdaderos expertos en la construcción de puentes y acueductos, que construían con grandes piedras almohadilladas simplemente apoyando unas contra otras, sin mortero ni argamasa. Dominaban el arco de medio punto y las dovelas se estabilizaban merced a su forma de cuña montadas sobre una armadura de madera que retiraban al completarse la rosca del puente. El monumento es de una belleza austera, sin adornos superfluos; los espolones o tajamares adosados a los pilares aguas arriba para cortar la corriente y los contrafuertes de refuerzo tienen su razón de ser.

Fue construido en tiempos del emperador Trajano, a finales del siglo I. Mide 176 metros de longitud y consta de 26 arcos, de los cuales solo son originarios los 15 septentrionales, los más próximos a la ciudad, y los 11 restantes son reconstrucción del siglo XVII.

Ha soportado el paso de numerosas tropas a lo largo de más de veinte siglos: las legiones romanas, las huestes bárbaras, las tropas moras y cristianas durante la reconquista, los ejércitos de Napoleón y, en fin, todo el tráfico rodado hasta principios del siglo XX. Fue el único puente que unía las dos orillas hasta que se construyó, en 1913, el de hierro de Enrique Estevan.

Su fortaleza es tal que, en las décadas de los 50-60 del siglo pasado, se derivaban hacia él los camiones de más de 16 tone￾ladas que transportaban la maquinaria pesada que se dirigía a Aldeadávila para la construcción de la presa, ante el riesgo de poner en peligro el puente nuevo.

El Puente Romano ha sido testigo de numerosos acontecimientos o sucesos del río, tales como riadas y desbordamientos; el más célebre de todos ellos, la riada de San Policarpo, por tener lugar un 26 de enero del año 1626, que sorprendió a los morado￾res durmiendo. Murieron más de cien personas, y fueron afectadas la mayor parte de las casas del arrabal. Pero hubo muchas más avenidas del río, lo que obligó a algunas órdenes religiosas a trasladar sus conventos hacia zonas más seguras de la ciudad; entre otros, los dominicos, que habitaban la iglesia de San Juan el Blanco; o las monjas agustinas recoletas, que se trasladaron a la iglesia de La Purísima.

“El Puente Romano ha sido testigo de numerosos sucesos del río, como riadas y desbordamientos”

Yo mismo he sido testigo, en mis años de adolescente, de una riada que casi “ciega” los ojos del puente, sobrepasando la carretera e inundando los barrios aledaños, afectando incluso al pueblo cercano de Tejares, hoy un barrio de la ciudad. Con la construcción del embalse de Santa Teresa, en 1963, se reguló el curso del río, con lo que se previnieron catástrofes de este tipo.

Aunque menos popular que la de San Policarpo, la riada de Santa Bárbara, acaecida un 4 de diciembre de 1498, derribó varios arcos de la mitad meridional del puente que ya habían sido reparados con anterioridad tras la crecida del Día de Difuntos de 1256. Avalan estos datos el hecho de que, ya en el siglo XVI, se hablase de la “puente nueva” y de la “puente vieja”.

En una ocasión pude contemplar que se “candó” el río; es decir, se cubrió de una gruesa capa de hielo, y recuerdo que en el periódico local ‘La Gaceta’ apareció la fotografía de un grupo de jóvenes alrededor de una mesa jugando a las cartas en medio del curso del río. Puedo dar fe de ello, porque yo conocía a los jugadores, que eran empleados de la desaparecida Fotografía Paulino de la Plaza Mayor.

Y no menos digno de resaltar fue un acontecimiento artístico de 1984, cuando el río fue escenario de una original exposición de esculturas flotantes del reconocido artista local Ángel Mateos, escultor de formas geométricas puras que juegan con la luz y las sombras, que levantó gran expectación, junto con no pocas reticencias y alguna que otra incomprensión.

La ribera del Tormes suele ser el escenario habitual de los fuegos artificiales de las fiestas de la ciudad, que con sus fulgurantes destellos iluminan las catedrales, que se reflejan en el río cual diáfano espejo, constituyendo un espectáculo sorprendente.

El puente ha tenido añadidos espurios a lo largo del tiempo que, afortunadamente, se han ido retirando en distintas épocas, tales como un castillete para conmemorar la boda de Felipe II con María de Portugal, celebrada en 1543 en nuestra ciudad, luego desmochado y, en la actualidad, zona de descanso en medio del monumento; y las almenas medievales, que, lejos de embellecerlo, eran además ilusorias a los efectos defensivos.

En 1890, se llegó a proponer la monstruosa idea de derribar los pretiles para ensanchar el puente con vigas de hierro y barandilla del mismo material, que fue aprobada por unanimidad del Concejo. Menos mal que, al año siguiente, con la nueva Corporación municipal, el concejal Enrique Estevan salvó al puente con la construcción de uno nuevo de hierro, que en justo reconocimiento lleva su nombre. En 1931, fue declarado Monumento Histórico Artístico, junto con la Vía de la Plata, y en 1998, Bien de Interés Cultural.

Resulta curioso el hecho de que, con el Tormes, lejos de unir la ciudad, los salmantinos teníamos la sensación de que el río era el límite o frontera de la urbe, y no fue hasta bien entrados los años sesenta cuando se construyeron las primeras viviendas “allende el río”, como se decía entonces en el argot local, lo que hoy es el barrio de San José.

Todo lo que estaba situado al sur de la vía fluvial se consideraba ajeno a la ciudad y, en cierto modo, zona marginada. En ese terreno trastormesino, más concretamente en el Teso de la Feria, se estableció, a finales del siglo XV, la Casa de la Mancebía por gracia del príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos. Estaba regida por el “Padre putas”, personaje nombrado por el municipio para el buen gobierno de la institución, y su recuerdo sigue perdurando en las fiestas de la ciudad. A uno de los cabezudos que recorren las calles para regocijo de los pequeños se le llama el Padre Lucas, que no es más que un eufemismo para señalar al regidor de aquel prostíbulo.

Tal institución siempre ha influido en la cultura y en las costumbres salmantinas, hasta tal punto de que ha dado origen a la tradición popular del Lunes de Aguas, en la que se conmemoraba con gran regocijo general el traslado de las rameras en barcas adornadas con ramas –de donde les viene el nombre– a la ciudad para cumplir con las obligaciones pascuales después de la Cuaresma. Fiesta popular que sigue celebrándose la octava del lunes de Pascua y constituye una jornada de alegría y alborozo en el campo, donde se degusta el típico hornazo de Salamanca.

“En ese terreno trastormesino se estableció, a finales del siglo XV, la Casa de la Mancebía”

Para mí, no descarto que pueda tratarse de una leyenda popular carente de rigor histórico, ya que la Casa de la Mancebía fue suprimida en 1630 por una pragmática de Felipe IV, y esta tradición tan arraigada bien pudiera estar relacionada con ritos ancestrales, que vienen de muy antiguo.

Tan solo unos años más tarde de aquella regia prohibición se fundó, por don Gabriel Dávila, la Casa de Aprobación o de Recogidas, para acoger a las prostitutas enfermas o ancianas y jóvenes arrepentidas, en un edificio de la Ronda de Santi Spiritus. Se trata de un modesto monumento del siglo XV que se reformó en 1648 para albergar a las prostitutas desahuciadas bajo la tutela del cabildo catedralicio. En su fachada se conserva un bello grupo de la Anunciación, nada desdeñable, del siglo XVIII.


El Verraco

Es el primer monumento histórico de Salamanca, con una antigüedad de más de dos milenios, en la actualidad maltrecho y mutilado. Siempre ha estado tan vinculado a la ciudad que forma parte de su seña, y el toro, por mérito propio, figura en el escudo salmantino, junto al puente y la encina (para algunos sería una higuera), el árbol que simboliza el campo charro.

Se trata de un monumento megalítico: una escultura zoomorfa que representa claramente a un toro de pie esculpido en granito sobre una base o plinto tallado en el mismo bloque y reparado con mortero cuando se partió. Es una expresión artística propia del pueblo vetón que se puede encontrar por todo el territorio de la antigua Vetonia. El máximo exponente de esta manifestación artística lo podemos encontrar en El Tiemblo (Ávila), con los célebres Toros de Guisando. Tenían un carácter apotropaico o mágico-religioso, que bien pudiera estar en relación con hechos conmemorativos de victorias: como simples mojones marcado￾res del terreno o con el fin de recabar la protección y reproducción del ganado.

El toro de la puente –uno de los tres paradigmas del bestiario salmantino de Luis Cortés, junto con el gallo de la torre de la Catedral Vieja y la rana de la Universidad– ha sufrido multitud de peripecias a lo largo de la historia. En 1834, fue mandado destruir por el entonces gobernador Cambronero, perdiendo la cabeza y partiéndose en dos al ser arrojado al Tormes. El corregidor, en su ignorancia, pensaba que los verracos eran signo de ignominia mandados colocar en las ciudades comuneras por el emperador Carlos.

La escultura fue rescatada del río en 1867 y depositada en el Museo de Salamanca y, tras estar rodando por distintos lugares, estuvo incluso colocada en medio del Puente, como figura en el escudo de la ciudad. En 1954, fue de nuevo recolocada en los aledaños del río, hasta que en 1994 se trasladó al lugar que hoy ocupa, a la entrada del Puente Romano. Por cierto, colocado sobre un plinto poco acorde con el legado patrimonial.

Este verraco entró por la puerta grande de la literatura española en el siglo XVI con la novela picaresca ‘La vida del lazarillo de Tormes’, en el episodio donde le dice el ciego: “Lázaro, llega el oído a este toro e oirás gran ruido dentro de él”, propinándole acto seguido una gran “calabazada”, al tiempo que le increpa: “Necio, aprende, que el mozo de ciego un punto ha de saber más que el diablo”.


(*) El Prof. José Almeida Corrales nos dejó el 3 de enero de 2019. Tal y como él deseaba, ‘Salamanca Médica’ ha continuado publicando hasta este mismo número los artículos y los dibujos que dejó preparados como sentido homenaje a este gran médico y artista que, con sus colaboraciones, enriqueció esta revista desde sus inicios.

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