La curandera de Becedas

Coordina:
Juan Manuel Igea

Presidente del Comité de Humanidades
de la Sociedad Española de Alergia e Inmunología Clínica

El Dr. Méndez dejó por un momento de prestar atención a su paciente sin dejar de mirarla. Doña Carmen había entrado irrefrenablemente en un monólogo obstinado sobre su dolor de huesos en los días fríos, sus olvidos crecientes, sus catarros interminables, lo mal que le sentaban las pastillas del colesterol y sobre su marido, ese hombre detestable que ignoraba con indolencia sus problemas de salud.

La mente del joven médico voló lejos del consultorio y le trasladó a su período de formación como residente de Medicina de Familia en un flamante hospital de Madrid y a su estancia posterior de 12 meses en un prestigioso centro londinense para trabajar en el tema de su tesis doctoral, la comunicación entre el médico y el paciente, una cuestión de moda en aquel momento en los congresos médicos y por tanto conveniente. Medicina centrada en el paciente, Medicina personalizada, humanización de la Medicina y tantas otras frases afortunadas eran los eslóganes en boga en esa Medicina de la tecnología y la información imperantes. En Londres acudió a numerosas reuniones sobre la comunicación y pudo hacer todo el trabajo de campo que necesitaba a base de aplicar pruebas normalizadas y validadas para medir la eficacia de la comunicación en una gran muestra de médicos y pacientes en diferentes contextos clínicos. Volvió a España a tiempo para presentarse a una oferta de plazas de médico de Familia, oferta en la que ganó una plaza en un centro de salud salmantino con tan solo 29 años de edad. Es verdad que no era la plaza de su vida, pero su director de tesis le señaló que pronto habría traslados y que le aseguraba una plaza en un moderno e informatizado centro de salud que se estaba planificando para la capital y que él mismo dirigiría.

Pero, por lo pronto, allí estaba el Dr. Méndez en la extensa estepa salmantina. Diez meses ya en ese centro de salud provincial tan alejado de la Medicina brillante de las grandes capitales de la que había disfrutado con múltiples ocasiones para investigar, publicar y subir en el escalafón profesional. Al menos allí disponía de mucho tiempo para escribir su tesis, uno de sus objetivos más inmediatos.

—¿No le parece a usted, doctor, que me iban mejor las pastillas del colesterol que tomaba antes? —le espetó su paciente con un cambio brusco de voz que le hizo salir violentamente de su ensoñación.

—Sí, claro… —dijo sobresaltado y algo enojado—. Cambie a las de antes y vuelva dentro de seis meses. Por favor, que pase la siguiente. ¡Doña Matilde Barrueco!

El Dr. Méndez siempre fue un joven inteligente y trabajador. Siempre las mejores notas en el colegio, en el instituto y después en la facultad. Buen número de MIR para escoger el mejor centro de formación en Medicina de Familia, su sueño. Y todo ello gracias a un pequeño defecto con el que nació en la rodilla derecha, uno que le hizo cojear manifiestamente los primeros 10 años de su vida y que le llevó a sufrir un par de operaciones que al final la solucionaron prácticamente, dejando una mínima cojera residual que pasaba desapercibida para todos, menos para él. Un problema que además le puso tempranamente en contacto con el mundo de los médicos y los hospitales e hizo que la Medicina se convirtiera en un refugio de las inevitables burlas de sus compañeros de infancia hacia su cojera, y en un proyecto de vida para el futuro. Su impopularidad social temprana le ayudó en gran medida a atesorar el tesón y las ganas de aislamiento necesarios para trabajar en esa empresa difícil, y la consiguió.

Pero ahora estaba allí varado en ese pequeño centro salmantino, en la mitad de su carrera hacia el estrellato, retrasando ese gran momento en que podría mirar por fin con superioridad a los que se rieron de su cojera. En el centro veía pocos casos interesantes y, lo que es peor, su labor no era muy apreciada por sus pacientes. El número de afiliados a su cartilla había descendido notoriamente en los últimos tres meses, y eso que había logrado unos cuantos diagnósticos atinados en casos que llevaban años pululando por el centro de un médico a otro. No conseguía conectar con aquella gente de la Salamanca rural que le aburría con sus anodinos e interminables problemas de salud. Él, un experto en relación médico-paciente con formación en el extranjero, no conseguía establecer en ese centro ninguna relación de buena calidad con sus pacientes. En el fondo se sentía desaprovechado, porque él estaba capacitado para atender a gente con un buen nivel de formación, con problemas objetivables, enfermedades consultables en los libros de Medicina y susceptibles de mejora siguiendo las pautas de consenso publicadas. El centro en el que trabajaba ahora era un enjambre de vagos trastornos crónicos entremezclados con soledades y ancianidad. Solo cabía torear aquella situación como mejor se pudiera y desear que el tiempo pasara rápido.

Al menos mantenía una relación cordial con sus compañeros, todos de mayor edad que él, con los que charlaba amigablemente en los descansos. Todos le apreciaban por su juventud e intentaban paliar su clara desubicación. En muchos momentos trataron de ayudarle a encajar mejor con sus pacientes, con pequeños consejos y trucos de médico experimentado, pero nadie se atrevió nunca a declararle de frente que su problema estaba en aquel aspecto de la Medicina en que se le suponía un experto, en la comunicación con sus pacientes.

Pero se dio el caso de que en el área de influencia del centro de salud del Dr. Méndez ejercía su labor una curandera muy conocida en la zona. La habían mencionado algunos pacientes en su consulta de pasada y varios de sus colegas le habían relatado algunas historias sobre ella, historias en ocasiones amables, otras difíciles de creer y algunas imposibles. Todos se reían de algunos de sus remedios a base de hierbas y de sus teorías esotéricas, pero reconocían en ella el mérito de saber hasta dónde podía llegar y de remitir al centro de salud los casos en los que no podía ayudar, en especial los de gravedad.

La curandera vivía y ejercía en un pueblecito cercano llamado Becedas. De su éxito sabía toda la comarca. Tenía siempre largas esperas en su puerta y la gente hablaba de ella con respeto y admiración. El Dr. Méndez no sintió al principio ningún interés en el tema, un asunto claramente propio de gentes ingenuas e ignorantes, pero su imparable pérdida de popularidad entre sus pacientes empezó a hacer que se preguntara por la causa de esa disparidad: el éxito de la curandera ignorante frente al fracaso del médico instruido en los mejores centros sanitarios.

En cierta ocasión acudió a la consulta un viejo conocido del centro con una artrosis generalizada y pertinaz que había pasado por todos los médicos, incluido el Dr. Méndez. Su expresión, habitualmente de dolor y angustia, había cambiado por completo, y solo solicitó una receta para un jarabe para la tos, sin mencionar siquiera su artritis. Cuando ya se marchaba, el Dr. Méndez le detuvo y le preguntó por su artritis, a lo que contestó que la curandera de Becedas le había aliviado tanto con sus remedios que casi la había olvidado.

Otro asunto contribuyó a avivar el interés incipiente del Dr. Méndez en la curandera. Otra de sus pacientes le dijo en otro momento, en voz baja y mirando al suelo, que se decía en el pueblo que la curandera era descendiente de la curandera que había tratado a la misma Santa Teresa de Jesús cuando enfermó de joven. Esto ya era el colmo, no solo era popular, tenía un éxito reconocido y parecía conocer sus limitaciones, sino que la curandera procedía de un largo y famoso linaje de curanderos de santos.

De modo que el Dr. Méndez decidió tomar cartas en el asunto y pasó a investigar el tema desde una perspectiva más científica. Realizó una búsqueda en viejos libros y ratificó que, efectivamente, Santa Teresa de Jesús había acudido alrededor de 1530 a una curandera que vivía en Becedas a tratarse los males que le aquejaron en sus años de juventud. Pasó allí tres meses con el tratamiento, pero el resultado no fue el esperado. La santa abandonó el lugar prematuramente y volvió a Ávila, donde parece que otros médicos más convencionales pudieron mejorar sus males. El Dr. Méndez pensó que todo el asunto bien podría arrojarle alguna información sobre su tema estrella de la comunicación médico-paciente y, de paso, sobre los oscuros vericuetos de la mente humana. Sería la ocasión de distraerse un poco en su letargo intelectual. Así que planeó acudir en persona como paciente a la curandera y verla actuar en directo.

A los pocos días se hizo con una gorra y una vestimenta anodina y, tras averiguar de modo disimulado la dirección de la cu￾randera, se dirigió allí con la intención de verla trabajar y descubrir su secreto. A la falda del Parque Nacional de la Sierra de Gredos se encontró con Becedas, un pequeño pueblo de aspecto muy parecido a los demás de la zona. Preguntó en el bar del pueblo por la curandera y le remitieron rápidamente a una casa baja modesta a cuya puerta esperaba al menos una decena de personas ya a primera hora de la mañana. Desde luego, el panorama era mucho mejor que el de la sala de espera de su propia consulta.

Dio un nombre inventado a la ayudante que estaba sentada junto a la puerta y aún tuvo que esperar con paciencia al menos tres horas a que llegara su turno. Desde luego la mujer se tomaba su tiempo con cada paciente, y todos parecían salir con una expresión satisfecha en el rostro. La sala de espera era muy sencilla, con solo una decena de sillas, un gran radiador eléctrico, dos cuadros grandes de dudoso gusto en la pared y un par de mesas redondas con revistas. No parecía que se reinvirtieran muchos beneficios en la decoración del lugar. Por fin la ayudante dijo en voz alta su nombre falso y abrió la puerta del consultorio de la curandera, invitando a entrar al encubierto Dr. Méndez.

Al entrar vio una camilla a su izquierda y de frente dos sillas, una mesa y detrás una mujer de complexión fuerte de unos 50 años de edad con el pelo entrecano sujeto por una goma. Vestía ropa de calle de color oscuro y tenía una actitud seria, pero abierta. Le miró a los ojos con una mirada profunda de color azul, le saludó y le invitó a sentarse. A pesar de llevar ya al menos tres horas seguidas atendiendo a gente, no mostraba ningún gesto de fatiga.

—Mi nombre es María. Gracias por venir a mi casa. Espero poder ayudarle. Veo que se llama Juan. Por favor, cuénteme cuál es su problema —dijo en un tono amable y afable.

El Dr. Méndez empezó a hablarle de un cansancio que notaba desde hacía tiempo, de ciertos dolores articulares que su médico no sabía atribuir a ninguna enfermedad concreta y de una retahíla de esos síntomas vagos que estaba tan acostumbrado a escuchar a sus pacientes y que también conocía. Sintió que su interpretación estaba resultando sobresaliente.

La curandera le miraba muy atentamente sin apartar en ningún momento su mirada y mostrando un profundo interés en sus palabras. Estuvo al menos 10 minutos hablando de sus problemas sin que la curandera hiciera ningún ademán de interrumpirle. El Dr. Méndez, en cambio, no tardaba habitualmente ni un minuto en interrumpir a sus pacientes, conminándoles a atenerse a los hechos principales y a concluir su relato.

—Usted no es de por aquí, ¿verdad? —dijo la curandera cuando entendió que su paciente había finalizado su relato.

—No, no, estoy solo de paso. Trabajo en una empresa nacional de embutidos y estoy haciendo unas gestiones. Oí hablar de usted, así que pensé…

—Pues siéntese en la camilla y quítese el jersey, por favor —le interrumpió amablemente la curandera.

El Dr. Méndez se sentó como le ordenaban y sintió los ojos azules de la curandera escudriñando sus pupilas, su garganta y todo su cuerpo. Le palpó la cabeza y el cuello con unas manos fuertes y huesudas. Tocó su pecho y se detuvo unos instantes a percibir sus latidos y su respiración. Después agarró sus rodillas y las apretó para hacer después lo mismo con las manos y los pies. Finalmente, le hizo tumbarse y palpó su abdomen de una forma poco convencional. Todo lo hizo con suma gravedad e interés. A continuación se detuvo y reflexionó unos instantes en silencio.

—Bueno, yo diría que no padece usted ningún problema de sa￾lud importante. Quizás está algo estresado o nervioso. Es evidente que trabaja mucho y que se exige aún más. No se preocupe, de verdad, no padece usted ninguna enfermedad física. Le voy a reco￾mendar unas infusiones de hierbas y le escribiré cómo mezclarlas y tomarlas.

El Dr. Méndez se sintió de un modo inexplicable muy relajado. Sus males eran fingidos, pero la curandera había detectado su innegable y mal disimulado estrés y le había infundido con su mirada azul profunda y con su contacto suave una paz que hacía tiempo no percibía. Se sintió incluso aliviado en ese instante al creer que su salud era perfecta, porque, como casi todos los médicos, era un notable hipocondríaco aquejado de múltiples males imaginarios e incurables. El juicio de la ignorante curandera había espantado inexplicablemente esos miedos. Se relajó y por un momento olvidó la finalidad de la visita.

—Y una cosa más, Juan, algo importante. He notado que tiene una vieja lesión en la rodilla derecha, una lesión ya corregida hace tiempo y que le ha dejado solo una alteración de la marcha que es prácticamente imperceptible. ¿Estoy en lo cierto?

El Dr. Méndez se sintió enrojecer y percibió su corazón latiendo con fuerza. ¿Cómo había notado eso la curandera? Él se esforzaba siempre y en todo momento porque nadie apreciara ese sutil defec￾to al andar y lo había conseguido siempre, incluso en presencia de afamados traumatólogos.

—No debe alterarse por esto que le digo. Probablemente muy pocas personas sean capaces de apreciarlo, pero intuyo que vive pendiente de ese defecto sutil que nadie aprecia. Probablemente le hizo sufrir en su infancia, y es probable que le hiciera el objeto de las burlas de sus compañeros. Los niños son demasiado crueles. Pero eso es solo una manifestación de su ingenuidad, su franqueza y de sus escasas ataduras a los convencionalismos sociales. Pero ahora ya no tiene ninguna importancia. Debe olvidarlo y relegar cualquier rencor que haya podido quedarle de aquella época. Prosiga su camino libre de esa atadura que, de un modo u otro, condiciona su presente.

Nadie le había hablado nunca de una manera tan franca y directa de su secreto problema, y por primera vez advirtió claramente que era necesario librarse de ese viejo complejo que le ataba y de avanzar como le aconsejaba la curandera. No pudo hacer menos que asentir humildemente a la curandera con el gesto abatido, como si le acabaran de quitar un gran peso de encima.

—Gracias, doctora, quise decir, señora… Debo reconocer que me ha ayudado usted mucho con su atención y su análisis.

—No se preocupe, es mi trabajo, doctor, porque ¿dígame si me equivoco? Usted sí es médico, ¿verdad?

—Pues sí, en efecto. Supongo que no he sabido disimularlo. Disculpe mi falta de franqueza —dijo completamente vencido—. En parte vine atraído por la curiosidad, para ver cómo trabajaba, y usted en cambio ha sido franca conmigo y ha tratado de ayudarme.

—No se preocupe. Acuden muchos médicos y enfermeras a mi consulta. Casi nunca lo manifiestan, pero resulta evidente por su forma de expresarse y de describir sus problemas de salud. No es importante que lo sean o no. Son solo personas que buscan otras soluciones que su imponente ciencia no sabe darles. Admiro su Medicina científica. Su conocimiento y eficacia son sobresalientes. Pero, como usted sabe, es mucho más lo que desconocemos que lo que conocemos sobre la esencia de la salud, y su Medicina está fallando claramente en el aspecto espiritual. Yo solo sé algunas cosas sencillas que me transmitió mi madre, curandera antes que yo, y a ella la suya, que también lo fue, y así varias generaciones atrás. No, desde luego, desde el siglo XVI, como mucha gente cree —dijo sonriendo—. Y lo que mejor me enseñaron es a observarlo todo y a conectar con el alma sufriente de mis pacientes. Siento míos sus padecimientos. Y les animo a que acudan a sus hospitales y centros si creo humildemente que queda espacio para mejorar, pero sin dejar que la enfermedad entorpezca su desarrollo vital. Si pienso que se ha hecho ya todo lo humanamente posible, les ayudo a aceptar su enfermedad y a convivir con ella en paz. A veces solo necesitan tiempo para dar ese paso y un poco de apoyo. Nada de esto es un secreto. Las infusiones son un complemento necesario, algo a lo que aferrarse, y una ligera ayuda.

El Dr. Méndez no pudo añadir nada a estas palabras sencillas y claras. Se despidió cortésmente y un poco avergonzado y salió del consultorio con su gorra y su disfraz, ya inútiles, de camino a su casa. En el trayecto, y en los días siguientes, el Dr. Méndez tuvo tiempo para asimilar su experiencia y darse cuenta de que aquella mañana había recibido la mejor clase sobre comunicación médico-paciente de su vida, sobre la capacidad para recibir información de cada paciente mediante la observación atenta y la actitud abierta y la de transmitirle aquello que necesita de forma sencilla y franca.

Varios meses después, la consulta del Dr. Méndez empezó a llenarse de gente, de pacientes que le contaban las mismas historias que antes le parecían tediosas y que ahora consideraba de sumo interés, porque eran las historias que les llevaban a solicitar su atención, el objeto de su sabiduría tan duramente obtenida. Y empezó a ver satisfacción en sus caras al salir de la consulta. Ahora sentía que les ayudaba bien con sus conocimientos técnicos y con sus habilidades de comunicación recién aprendidas. Y lo mismo ocurrió un año después en Madrid, en ese moderno centro de salud en el que empezó a trabajar. Su tesis sobre comunicación médi￾co-paciente consiguió además el premio extraordinario, porque al final fue un trabajo hecho desde el corazón. Y todo esto ocurrió felizmente mientras conseguía olvidar totalmente su antigua cojera y su viejo rencor.

© Todos los derechos de esta publicación corresponden a su autor

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.