El Hospital General de la Santísima Trinidad (II)

Texto: Jesús Málaga

Fotografías: Andrés Santiago Mariño

 Los enfermos, el personal y su funcionamiento diario

En el hospital eran admitidos enfermos pobres, con certificación médica de que padecían calenturas, o admitidos por el cirujano con el diagnóstico de heridas o llagas. No se aceptaban los pacientes con bubas, los leprosos, sarnosos y aquellos sujetos con enfermedades contagiosas que podían trasmitir la enfermedad al resto de los ingresados.

Para tratar a los enfermos rechazados en el Hospital de la Santísima Trinidad estaban los hospitales de Santa María la Blanca y el de Nuestra Señora del Amparo. El administrador general y el diputado del mes eran los encargados de recibir o despedir al enfermo curado. En otros casos, si el paciente se encontraba en convalecencia, dejaban que el enfermo abandonara el hospital. Solamente en caso de urgencia podían los sanitarios recibir al enfermo, dando, con posterioridad, conocimiento del ingreso del paciente a los responsables de la cofradía.

A los ingresados que no podían comer pan o carnero, se les daban bizcochos, huevos, conservas, y a los muy necesitados, ave. A los ministros, los que cuidaban de los pacientes, se les llamaba por campanilla, entregándoles las raciones de cada enfermo, integradas por pan, vino, velas y dinero, excepto el carnero, que se partía en raciones el día anterior por el cocinero.

Los ministros también recibían el aceite para las lamparillas y candiles de las salas y para la lámpara del Santísimo Sacramento expuesto en la iglesia. Dependiendo de la estación del año se aportaba a los enfermos, como parte integrante de la dieta, uvas pasas, naranjas, guindas, y otras frutas.

Los trabajadores

Los trabajadores del hospital eran el administrador general, 24 diputados, un secretario, el cura, el mayordomo, dos médicos, un cirujano, dos barberos, un boticario, dos platicantes para la sala de calenturas de hombres, otro para la salade cirugía de hombres y dos mujeres parala asistencia a la sala de mujeres, un cocinero, un portero y un mozo enterrador. Menos de 40 personas sacaban adelante el mayor hospital de Salamanca. Acostumbrados al funcionamiento de los hospitales actuales, nos parece imposible que con tan pocos medios fuera posible una mínima actividad.

La intendencia y la vigilancia del cumplimiento de la misión encomendada a los diputados era responsabilidad del administrador general. La iglesia, la sacristía y los altares de las salas correspondían al cura. Del buen estado de la ropa en cada una de las salas se encargaba el platicante, el boticario de la botica del hospital, el cocinero de los útiles de cocina y de la despensa.

El administrador compraba la ropa de lino y lana, los carneros, el tocino, aceite, sal, carbón y las drogas empleadas para los remedios elaborados por la botica. Custodiaba las propiedades del hospital, autorizaba obras y mandaba al mayordomo pagar a los contratistas. Cuando el administrador estaba ausente se encargaba de todos estos asuntos el diputado más antiguo. El secretario asistía a todas las reuniones de las congregaciones, las ordinarias y las extraordinarias, recogiendo en acta las decisiones tomadas por mayoría.

El cura

El cura, como se suponía evidente en un centro con exhaustivo control religioso, era uno de los miembros más importantes del hospital. Por eso el obispo debía elegir para este menester un sacerdote de confianza, de gran virtud y diligencia, que se sacrificara a vivir en el hospital, sin otra ocupación, ya que el trabajo del centro era incompatible con cualquier beneficio u oficio fuera del centro sanitario. Se encargaba de la administración de los sacramentos, de decir las misas de cada día en la iglesia y en los altares de las salas y de visitar, por las mañanas, las enfermerías donde se encontraban las camas con los pacientes, reconociendo el estado de cada uno de ellos, consolándolos espiritualmente.

El sacerdote se encargaba de vigilarla limpieza del hospital y la compostura de los enfermos para que cuando pasaran visita los médicos estuviese todo en orden. El cura estaba presente en la visita del galeno y en la recepción de los enfermos en su ingreso hospitalario, cuando estaba ausente el administrador o el diputado de mes. En caso de gravedad, y por prescripción facultativa, era el encargado de acompañar al enfermo a su cama, de confesarlo y de custodiar los vestidos, documentos y el dinero del paciente. Estas pertenencias eran anotadas en una tablilla custodiada por el platicante.

Se encargaba de dar el Viático, de recomendar que se hiciera el testamento sin presionar en ningún sentido y menos para que testaran a favor del cura, ya que si se dejasen las mandas para el sacerdote, éstas quedarían en posesión del hospital. Debía estar atento a la gravedad de los enfermos para suministrarles el sacramento de la extremaunción y ayudarles en el trance de la muerte. Asistía todos los días a la comida y la cena de los enfermos para bendecir los alimentos, siendo el primero en servir a los ingresados más pobres para dar ejemplo.

Cuando se producía una muerte se encargaba de que el difunto fuera amortajado y llevado a la capilla, para que después fuera enterrado en una iglesia, si tenía posibles, o en el Malvar si era pobre de solemnidad. En estos casos el cura decía una misa de difuntos rezada. La sepultura en la iglesia costaba en el siglo XVII tres ducados en el cuerpo de la iglesia y seis en la capilla mayor con derecho a un oficio, misa cantada y cuatro hachas por cuenta del hospital. Cada funeral suponía una limosna obligatoria para el cura.

El sacerdote visitaba la enfermería al acostarse y siempre que le avisasen a lo largo de la noche. Estaba prohibido, para los que trabajaban en el centro, abandonar el hospital por la noche, recibir mujeres, oír música, recibir huéspedes, jugar y hacer ruidos indecentes. La vigilancia del cumplimiento de todas estas normas estaba encomendada al cura, siendo el encargado de reconvenir a los que las infringieran, castigándoles y dando cuenta al administrador y a los diputados de las sanciones impuestas para su corrección o confirmación.

Entrada principal

Se recomendaba al cura que siempre que pudiese dijera la misa en los altares colocados al efecto en las salas de los enfermos para que los encamados tuvieran el auxilio espiritual que se merecían. La Hermandad de las Ánimas, con sede en la iglesia del hospital, sufragaba una misa en la sala de Física de Hombres y otra eucaristía, en los días de precepto, en la sala de Mujeres.

También se decían misas en las salas de Cirugía de Hombres y en la de Mujeres, sin costas para las arcas del hospital ya que el sacerdote estaba obligado a decir mil misas por año por los bienhechores del hospital y una misa diaria rezada por el alma de don Antonio de Cáceres y Villaquiran, familiar del Santo Oficio, regidor de la ciudad de Salamanca, que dejó toda su hacienda al hospital de la Santísima Trinidad. Esta eucaristía se decía en la iglesia y era seguida de un responso rezado en la sepultura que era abonado al sacerdote o religioso que la dijera por las intenciones del hospital.

El mayordomo

El Mayordomo se encargaba de llevarla hacienda del hospital y era nombrado por la Junta de Elecciones cada dos años. Desde su nombramiento estaba controlado por la Congregación. El cargo debía recaer en persona formada en cuentas y que fuera de confianza del administrador y de los diputados. Se le encomendaba preparar, para su aprobación por la congregación, las financias del hospital. Se le recomendaba que viviera en el centro sanitario, donde le tenían preparado, a su disposición, un cuarto. Pagaba las facturas y se encargaba de recaudar los ingresos del Patio de Comedias, alquilando los aposentos o palcos del mismo. Sin embargo, no estaba autorizado a vender, sin autorización previa, el trigo y la cebada sobrante de las fincas rurales propiedad del hospital. Asistía a las reuniones de la congregación como asesor económico, penándole con pagar cuatro reales por cada una de las ausencias a las citadas reuniones.

Los enfermeros

Dos enfermeros estaban al cargo de la sala de calenturas de hombres y uno más de la de cirugía. Otras dos enfermeras atendían la sala de mujeres. Estaba completamente prohibido que las enfermeras fueran a atender las salas de hombres y los enfermeros la de mujeres. Se recomendaba que los elegidos para este oficio tuviesen algunos conocimientos de medicina, fueran caritativos, ágiles, solteros, vivieran dentro del hospital y durmieran en la misma sala de los enfermos para acudir en todo momento en su auxilio cuando el paciente les requiriera sanitaria o espiritualmente.

Durante toda la noche tenían en su mesilla la lámpara encendida, evitando todo ruido que perturbase el sueño y reposo de los pacientes. Llevaban los platos, que estaban numerados con la cama, en la comida y en la cena. Se encargaban de llamar al cura en caso necesario, de que las salas se encontraran limpias, sin malos olores, para lo cual usaban el espliego y el romero en grandes cantidades y ventilaban las salas abriendo de par en par las ventanas.

Vigilaban que estuvieran limpios los servicios y orinales utilizando con abundancia la lejía, que las camas estuvieran limpias, mudándolas siempre que fuera necesario, que tuvieran dos colchones, dos sábanas, una almohada, dos mantas en invierno y una en verano, y una colcha. Los colchones y la almohada debían ser mullidos dos veces al día. Cada cama tenía una servilleta, una olla para agua y una tarima para poner los pies cuando se levantara el enfermo.

Los enfermeros, junto a los cirujanos, el boticario y el barbero, asistían a la visita del médico, cada uno en su sala. Atendían especialmente a los purgados, ayudándoles a realizar sus necesidades, impedían que comieran o bebieran alimentos venidos de fuera del hospital o sin el permiso del médico. Evitaban que entraran hombres a ver pacientes femeninos y mujeres a la sala de hombres a no ser que tuvieran permiso expreso del administrador general, del diputado del mes o, en su ausencia, la autorización del cura. Entre sus obligaciones estaba también el amortajar a los enfermos que morían en el hospital y llevarlos a la capilla del centro, y desde allí a enterrar en la iglesia o en cualquier lugar sagrado.

Los enfermeros tenían limitada la salida del hospital a no ser que recibieran permiso del administrador general o, en su ausencia, del diputado del mes o del cura del hospital. En todo caso, siempre uno de ellos debía permanecer con los enfermos. Las faltas graves cometidas por estos trabajadores podían ser consideradas como motivo de expulsión dando cuenta, entonces, de los materiales empleados en las salas donde trabajaban para ser entregados a los responsables del hospital antes de su marcha.

Médicos

El Hospital de la Santísima Trinidad tenía entre su personal dos médicos elegidos por sus conocimientos, prudencia y caridad. La elección se hacía pensando siempre en los pobres ingresados y en la hacienda del hospital. Estos profesionales ejercían alternativamente por meses, impidiéndoles que salieran de la ciudad sin el permiso pertinente y, si lo hacían, siempre después de haber buscado un sustituto competente.

Estaban obligados a visitar a los enfermos ingresados dos veces al día, a las seis de la mañana y a las cuatro de la tarde en el verano y a las siete de la mañana y a las tres de la tarde en el invierno. Les acompañaban en la visita los platicantes, el cura y el boticario, deteniéndose con cada uno de los enfermos para explorarlo e interrogarle sobre los síntomas de su padecimiento. Los platicantes informaban al galeno sobre las incidencias habidas en la enfermedad del paciente desde la anterior visita médica. En una tabla junto a la cama se escribía la medicación indicada.

Interior de la iglesia del Hospital de la Santísima Trinidad

Los médicos avisaban al cura cuando el paciente estaba en peligro de muerte para que se le administraran los sacramentos. Asistían a la sala de cirugía junto al cirujano y en la puerta del hospital atendían a los enfermos de calentura, heridas o enfermedad, excepto las enfermedades contagiosas. Entre sus competencias estaba la de visitar la botica cuando lo requería el administrador general o los diputados de mes en la visita de las mañanas.

La sala de cirugía acogía los heridos y los pacientes con llagas. Se evitaba de forma tajante el ingreso de los enfermos con bubas o con enfermedades contagiosas que eran tratados, como ya hemos indicado, en los hospitales de Nuestra Señora del Amparo o en Santa María la Blanca de los que trataremos próximamente. A cargo de la sala de cirugía se encontraba el cirujano que visitaba a los internos al menos una vez al día y siempre que lo solicitase el médico. Junto a los platicantes, curaba y recetaba lo conveniente para cada paciente. Después de pasar consulta a los hombres, pasaba visita en la sala de cirugía de mujeres. Avisaba al cura en caso de peligro de muerte. Cuando era necesario cortar un brazo, una pierna o alguna otra parte del cuerpo debía consultarse con el médico y cuantos profesionales se encontraran en el hospital.

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