“Arquitecto del cuerpo humano”

Al Prof. José Almeida Corrales

Doctor en Medicina y Cirugía y licenciado en Bellas Artes

El pasado 3 de enero nos dejó José Almeida Corrales, médico, profesor de Traumatología y artista, pero también esposo, padre, abuelo, amigo, compañero… Él, que siempre quiso ser arquitecto, llegó a decir que, si volviera a nacer, elegiría de nuevo la Medicina sin dudarlo, porque “quien ha sido médico queda marcado para siempre”. Hoy es su recuerdo el que quedará grabado con pincel eterno en el corazón de quienes le quisieron. He aquí una muestra de su huella. También seguirá plasmada en estas páginas gracias al ‘Desván de Arte’ desde el que se asomaba a su querida Salamanca.

Ricardo López Serrano

Doctor en Bellas Artes y crítico de arte

Marco Tulio Cicerón, en su ‘De senectute’, su tratado de bien envejecer, propone como modelo a un prócer romano (Catón el Censor, si mal no recuerdo) porque a sus setenta años había comenzado a aprender a tocar la flauta. Si Pepe Almeida hubiera sido contemporáneo de Cicerón, seguro que éste le habría también encomiado por su acierto en haber sabido conducir su madurez final.

Y es que Pepe Almeida supo en sus días crepusculares reconquistar su capacidad artística, río Guadiana que había permanecido soterrado durante años bajo obligaciones familiares y profesionales. El arte, para Almeida, fue una vocación clara que tuvo que ser pospuesta por los avatares de la vida. Pero los que le ayudamos en su exposición en el Casino de Salamanca, su última exposición, sabemos con cuánto mimo expuso un dibujo de sus 15 años, pese a lo valetudinario de su conservación.

Cuando sus ocios extremeños de médico rural se lo permitieron, también pintó algunos paisajes al óleo, aunque luego las perentoriedades de la vida sepultaron su práctica artística, pero no su vocación.

Llegó su jubilación y, en vez de recostarse sobre los laureles conquistados en toda una vida de trabajo, Pepe recuperó su vocación artística y se rejuveneció. Tanto, que andaba como por su casa en la Facultad de Bellas Artes, donde, tan joven como sus condiscípulos, no desentonaba entre ellos en su ilusión artística y en su lucha por la conquista del Arte, y los aventajaba en su dedicación pictórica diaria.

Aún recuerdo la ilusión y la expectativa medrosa con la que expuso con dos condiscípulos en una galería salmantina, con la inquietud de quien toma la alternativa pictórica, como si fuera la primera vez que se asomaba al ruedo de la vida; él, que tantos laureles profesionales conquistó. Soy ajeno a las ciencias médicas, pero sé de la virtualidad terapéutica del Arte, y he podido ver cómo ésta ejerció sus virtudes en Pepe. No le curó achaques ni patologías, pues él estaba sano como una manzana en cuerpo y mente, pero sí le revitalizó en su última madurez hasta el punto de hacerle descumplir años. Tanta era la ilusión con la que abrazó de nuevo la Pintura. Por eso, aunque su pintura hubiera sido de principiante, que no lo era, su dedicación a ella en sus años jubilares le hubiera hecho merecedor de figurar en la obrita ciceroniana.

Pero es que, además, su pintura era la de un maestro. Todos los que conocemos su obra hemos gustado de la sabia certeza de su dibujo (el dibujo seguro de un anatomista consagrado), de la sutileza limpia de su color (sobre todo cuando, a la manera de Raoul Dufy, no hacía coincidir la mancha con la línea), de la sabia mano de sus acuarelas y de la valentía cromática de sus óleos.

Además, Pepe no repetía itinerarios ya conquistados (aunque le asistía todo el derecho del mundo), sino que, como un joven en plena iniciación artística, se aventuraba en novedades técnicas.

Pepe Almeida rejuveneció mediante el Arte sobre todo en tres aspectos: en sus ilusiones, en sus afanes y en sus afectos. Ya hemos dicho con qué ilusión se tomó la pintura hasta poder decir él mismo que, en su vida, “la Medicina son mis raíces; el Arte, mis alas”, hasta hacerle convertirse en “un niño con zapatos nuevos”, los del Arte. También se rejuveneció a través del Arte en sus afanes. Pese a ser un reputadísimo profesional, era de ver con qué respeto escuchaba las opiniones artísticas de los que él consideraba expertos en arte, a los que escuchaba con la avidez del neófito ansioso de aprender cualquier saber. También se afanó en exponer, pero con la humildad del principiante que da por buena cualquier oportunidad que se le brinda; él, a quien se le habían abierto las puertas profesionales más prestigiadas. En sus exposiciones, elegía con toda meticulosidad las obras que habrían de exponerse, los marcos que deberían llevar, la colocación en la sala…, como si cada exposición fuera para él una puesta de largo artística.

También se rejuveneció en sus afectos. Pepe, amante como el que más de su ciudad, aumentó en su afecto hacia ella, hasta el punto de convertirla casi en una obsesión de su actividades jubilares. Me estoy refiriendo al libro que editó con el título ‘Salamanca monumental’.

Sabemos con qué enamorada ilusión fue dibujando sus monumentos, con qué incansable meticulosidad histórica se fue documentando para integrar sus monumentos en su contexto histórico y artístico y con qué renovada ilusión aumentó la nómina de monumentos en la segunda edición del libro. También sabíamos de su determinación de seguir dibujando edificios y ambientes hasta no dejar piedra salmantina sin su reflejo pictórico.

Don José Almeida ha muerto, pero todos envidiamos su reuvenecimiento a través del Arte hasta el punto de pensar que ha muerto demasiado pronto, pues todavía le quedaban etapas y etapas artísticas por recorrer a este corredor de fondo del Arte, que no conoció desfallecimientos en su madurez final, sino una renovada capacidad de goces y alegrías artísticos, una segunda juventud dorada con los oros de su arte.

Por eso merecía aparecer en el libro de Cicerón y por eso le decimos, como los romanos, “sit tibi terra levis”: Pepe, artista esforzado, que la tierra te sea ligera para que descanses en paz

Manuel Gómez Benito

Ex presidente del Colegio de Médicos

Hacer un relato breve de Pepe Almeida por alguien que, como yo, ha tenido una relación prolongada con el médico, colega y amigo y fiel colaborador del Colegio de Médicos, del que fui presidente durante 16 años, sería harto extenso si me atengo a todas las facetas en las que hemos participado ambos.

Siguiendo cronológicamente los recuerdos que guardo de él, lo primero que me viene a la memoria es la figura del médico traumatólogo, a lo que dedicó su vida y que, si en su primera parte estuvo en relación con la Universidad, creo que predomina el binomio Doctor Almeida-Hospital de la Santísima Trinidad, del que fue director muchos años, miembro del Patronato que rige esa institución y especialista en Traumatología-Ortopedia con la capacidad de haber hecho escuela de Traumatología con los justos medios de los que disponía. Ahí están los alumnos que darán fe.

Esta disposición generosa que mostraba entonces abarcaba diversas actividades, por lo que se le concedían premios y honores, limitándome sólo a los que directamente me atañen.

Como colegiado, destaco su proximidad al Colegio, por lo que, cuando había que ‘tirar’ de alguien no miembro de la Junta Directiva, nos acordábamos de Pepe, bien para temas culturales o para asuntos de cierta enjundia, como el de juez instructor en conflictos que exigían un expediente en el que, junto a un secretario, también colegiado, tenían que encargarse de la instrucción, recabar pruebas y llegar a las siempre desagradables, aunque justas, sanciones. Con su prudencia y buen hacer, quedaba la situación resuelta.

Su inquietud artística y literaria le llevan a licenciarse en la Facultad de Bellas Artes. Fue jurado en los certámenes anuales de pintura y fotografía que el Colegio organiza por la festividad de la Patrona. Miembro de la Asociación de Médicos Escritores y Artistas y de honor del Centro de Estudios Salmantinos, condiciones que dieron lugar a su libro ‘Salamanca Monumental: vivencias gráfico-literarias’, que tuve el honor de presentar con él en la Feria del Libro que se celebra en la Plaza Mayor.

Su trabajo sobre el Hospital General de la Santísima Trinidad en cuanto a sus orígenes, evolución histórica y desarrollo, en un breve tratado, da una visión clara y certera de este centro sanitario al que tantos años de su vida dedicó para engrandecerlo.

Siguiendo con la faceta de escritor, quiero resaltar su colaboración en nuestra revista ‘Salamanca Médica’, que desde el primer número –de octubre de 2003, en el que comenzó su admirado Don Miguel Ferrer– y hasta el último publicado, este 64, ha continuado asiduamente, descubriéndonos el arte que atesora nuestra ciudad monumental. Debo destacar el cuadro suyo que tengo el placer de poder admirar todos los días, colgado en un lugar preferente en mi casa, que representa la tan admirada por él –y por todos los salmantinos– iglesia redonda de San Marcos.

Agradezco una vez más a tan insigne compañero, amigo y colegial, que fue distinguido Colegiado de Honor con Medalla de Oro de nuestro Colegio, algo más de lo relatado y de extraordinario valor, como fue su condición humanística.Como colofón a estos méritos que él logró con la mayor humildad, sencillez y entrega, me refiero al aspecto familiar del que se llenaba de orgullo cuando nos recordaba el número de hijos, la situación profesional destacada de los mismos y la numerosísima prole de nietos, a los que, junto con su indispensable e imprescindible mujer, han sabido darle la categoría que a todos ellos corresponde.

Nuestro recuerdo permanente y cariñoso para ti, Pepe, de nuestro querido Colegio Oficial de Médicos de Salamanca.

Román Payo

Pediatra y pintor

En 1969, con la resaca del ‘Mayo del 68’ y la reciente colonización de la luna, inicié la Licenciatura de Medicina y Cirugía en nuestra Facultad de Medicina de Salamanca, y lo hacía estrenando un ‘Plan nuevo de estudios’ que, lamentablemente, nunca llegó a consolidarse. Las asignaturas obligatorias del primer curso, selectivo, eran Biología, Física Médica, Química Médica y Matemática, mas, en mi caso, la opcional de “Filogenia y Ontogenia, de la Cátedra de Anatomía del profesor Genís Gálvez, en la que conocí al profesor Almeida. Trabajaba en su tesis doctoral, en la que, durante la incubación de embriones de pollo, a través de una pequeña claraboya practicada en el cascarón, efectuaba una intervención sobre sus extremidades y seguía su desarrollo embriológico para estudiar factores relacionados con malformaciones congénitas de las extremidades.

Este fue mi primer contacto con el afable, diligente y meticuloso profesor Almeida en su faceta investigadora y docente. Se deleitaba comentando que, en algún congreso, le preguntaban si el profesor Almeida citado como referente en alguna de las ponencias era familiar suyo: “No, no, soy yo”, contestaba modestamente.

Posteriormente, en muchas ocasiones, le confesé el asombro que me produjo asomarme al abismo de la embriología a través de aquella pequeña claraboya. Una experiencia sobre la enigmática sabiduría con que la naturaleza gesta todas sus creaciones, su silencio y precisión. La trascendencia que latía en sus embriones invitaba a revisar bastantes postulados previos y, al tiempo, vertebrar principios determinantes sobre el enigma de nuestra existencia, asumiendo las limitaciones de la “evidencia científica”.

Se puede entender que este entorno, con la sensibilidad y coherencia que demostró en muchas facetas de su vida, catalizase su vida familiar, su actividad profesional y su pasión humanística. Familia numerosa, compartida con su mujer Charo y sus ocho hijos, depositarios de todas sus inquietudes; sobresaliente actividad profesional docente y asistencial, con reconocido prestigio en el ámbito de la Cirugía Traumatológica y Ortopédica; y, subrayo, su vocación humanística, cualidad tan frecuentemente ligada a nuestra profesión, con el hombre y, en su caso, el cuerpo humano, en el centro de nuestro inmediato universo.

En esta revista ‘Salamanca Médica’ está reciente (continúa) su colaboración en el ‘Desván del Arte’. En 2014, con motivo del 120 aniversario de la constitución de nuestro Colegio, se hizo una importante exposición de pintura en la sala de Garcigrande con nuestros fondos, procedentes del Certamen anual de Pintura y Fotografía (XXII ediciones), más obras prestadas y obras originales de distintos colegiados, entre ellos, de Pepe Almeida.

Nuestra profesión, además de la responsabilidad inherente, conlleva desarrollar una empatía creciente en el trato humano con nuestros pacientes, con un posible desgaste emocional que hay que cuidar. Según mi opinión, las humanidades pueden, a través de la pretendida “experiencia estética”, generar una evasión reparadora que restañe la erosión de esta persistente adversidad.

Hace casi 20 años coincidí en las aulas de la Facultad de Bellas Artes, esta vez como compañero, con Pepe Almeida (también andaba por allí nuestro amigo Josemari Toledo, y ahora se han alistado algunos más). Era notable su afán y juvenil entusiasmo. Manifestaba su contrariedad y desazón ante la rebeldía y resistencia que ocasionalmente ofrecía, como a todos, su actividad “artística”, la armonía y belleza siempre platónica, siempre esquiva e inaccesible desde nuestra caverna.

Decía que la pintura se le resistía, que lo suyo era el dibujo, especialmente “el desnudo”, lo que coincide con el paradigma del artista anatómico-arquitecto, amarrado a una sólida estructura subyacente. Sus trazos esbozaban los rasgos de su propia biografía. A mí me gustaban, sobre todo, sus grabados al ‘carborumdum’, y de eso hablábamos, siempre razonablemente apasionado y leal a su verdad y sus sentimientos.Por razones familiares, me ausenté frecuentemente durante el año pasado, y lejos estaba en su despedida. El legado que nos deja como padre de una “gran familia”, como “médico bueno” y como artista es admirable.

Le guardo un sincero y afectuoso recuerdo.

Juan F. Blanco

Profesor titular de Traumatología y Ortopedia

Recordar la figura de mi profesor de Traumatología, el Dr. Almeida, me es muy grato. Actualmente, yo ocupo la plaza de profesor de Traumatología y Ortopedia de la USAL que el ostentó y, por tanto, asumí la responsabilidad de dirigir la docencia de esa área de conocimiento en la que él fue protagonista.

Le conocí en clase, claro está, se notaba que la actividad docente le gustaba, y guardo perfecta memoria de las clases que impartía, algunas de ellas sobre materias y patologías ‘a priori’ muy arduas, pero que luego el profesor Almeida resumía y aclaraba.

Después, mis encuentros con él fueron en reuniones científicas, actos docentes, etc. Siempre me llamó la atención su humildad y modestia; escuchaba más que hablaba, y siempre tenía algún comentario provechoso. Con el tiempo, nos veíamos con más asiduidad, y eso me permitió conocer su actividad profesional, especialmente en sus inicios con el profesor Hernández-Ros, una de las figuras más prominentes de la Traumatología española del siglo XX.

Y no solo me hablaba de aquellos años, sino que también me proporcionó literatura científica de aquel momento, documentos que ha sido una delicia poder leer y aprovechar. Recuerdo, por ejemplo, una ponencia al congreso nacional sobre el tratamiento de la escoliosis. He tenido la oportunidad de escucharle hablar sobre los procedimientos y técnicas quirúrgicas que se iniciaron entonces, y cómo aquellos tratamientos pioneros han ido evolucionando. Este ha sido uno de los aspectos que más admiración y respeto ha despertado en mí la figura del profesor Almeida, su dedicación profesional y su preocupación constante por estar actualizado en los nuevos conocimientos sobre la especialidad. Esta dedicación fue constante, y así lo atestigua su importante biblioteca personal, que en un acto más de generosidad donó a la Unidad Docente de Traumatología y Ortopedia de la USAL. Biblioteca que fue creando con el esfuerzo y sacrificio personal y familiar; todos esos libros los fue adquiriendo detrayendo fondos de la economía familiar.

Hoy tenemos la responsabilidad de cuidarlos y utilizarlos y, sobre todo, estudiarlos para mejorar nuestra actividad profesional. Tuve la gran oportunidad de llevar a término la idea del profesor. J. A. De Pedro de dedicar la biblioteca de la Unidad Docente al profesor Almeida, que concretamos en un modesto, pero muy entrañable acto en la Facultad de Medicina con la colocación de una placa conmemorativa que recordará la figura del profesor Almeida y con la asistencia de antiguos alumnos “americanos” que estaban de visita.

No quisiera terminar sin antes darle las gracias, me va a permitir D. José, por su generosidad conmigo, por su trato tan amable y cariñoso y, especialmente, por lo que me enseñó, no solo sobre Traumatología, sino también sobre una cierta manera de ser, estar y comportarse. Le ruego que desde el Cielo tenga a bien seguir siendo generoso conmigo y, si no es mucho pedir, entre dibujo y dibujo, siga echándonos una ayuda y consejo.

El profesor Almeida, junto a parte de su familia, en la biblioteca que donó a la Unidad Docente de Traumatología y Ortopedia.

Santiago Santa Cruz Ruiz

Presidente del Colegio de Médicos de Salamanca

Mi relación con el Prof. Dr. Almeida se remonta al inicio de mis estudios de Medicina, allá por el año 1982. En la asignatura de Anatomía I y II, de la Cátedra del Prof. Vázquez, conocí por primera ver al Dr. José Almeida. En esas clases magistrales, todo el equipo de profesores asistía a clase, e impartían la materia entre todos.

Recuerdo que el Prof. Almeida me llamó la atención por dos cosas: su dialéctica era clara, entendible, pausada, lo cual nos permitía a los alumnos tomar adecuados apuntes y, por otro lado, sus magistrales dibujos anatómicos, que facilitaban enormemente la comprensión de lo hablado. Por otra parte, se le notaba su vertiente clínica como traumatólogo, pues a menudo hacía relaciones entre anatomía y patología osteo-articular. El trato con el alumno era cercano a la hora de aclarar dudas, pedir orientaciones o cualquier cosa que le solicitaras.

Años después, volví a tener trato frecuente con él a través de su incansable y altruista participación en el Colegio de Médicos. Los artículos periódicos en la revista colegial, sus exposiciones de pintura, su colaboración como miembro de jurados de certámenes culturales, sus libros, así como la aceptación de cuantas peticiones le planteábamos, hacían de él todo un ejemplo colegial, por lo que recibió el más alto reconocimiento de la institución, la Medalla de Honor con emblema de oro.

Descanse en paz.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.