Texto: Jesús Málaga
Fotografías: Andrés Santiago Mariño
La Plaza Mayor de Salamanca sigue siendo, después de 250 años de su construcción, el lugar de encuentro de los salmantinos y cita obligada de cuantos nos visitan. Todos conocemos las vicisitudes que tuvieron que afrontar los ayuntamientos de entonces para poder terminar el espacio urbano más importante de la ciudad y uno de los más singulares de España. La enorme plaza de San Martín, una de las más grandes en dimensiones del imperio, dio paso a varios espacios de gran belleza entre los que destaca la Plaza Mayor.
Así como el Pabellón Real y el de San Martín fueron obra de Alberto Churriguera, y se iniciaron en 1729, el de la Casa Consistorial y el de Petrineros tuvieron que esperar para su terminación a 1754, y su factura se debe, casi en su totalidad, al diseño del arquitecto municipal Andrés García de Quiñones.
Las negociaciones con los propietarios de las viviendas donde se quería construir el ala oeste de la plaza se hicieron largas y conflictivas. La mayoría de ellos se resistían a la expropiación y al derribo. El Conde de Grajal fue, con mucho, el más agresivo en la defensa de sus intereses. Su influencia en la corte y su poder económico para poder pleitear paralizaron las obras durante mucho tiempo. Churriguera, cansado de esperar, con trabajo en la corte, marchó a Madrid y el ayuntamiento tuvo que buscar nuevo arquitecto para concluir la plaza. Después de muchos dimes y diretes, de haber contemplado muchas opciones de arquitectos de fama, se decidieron por Quiñones.
El palacio del conde de Grajal se extendía en lo que hoy corresponde a los dos pasajes que comunican con la calle de Espoz y Mina, siendo, sin lugar a dudas, el mayor de los propietarios en liza.
Durante veinte años estuvo la plaza sin concluir, coincidiendo en el tiempo con la pérdida de los arcos de la margen izquierda del Puente Romano por la riada de San Policarpo y con el abandono del convento del teso de San Vicente. Situación que hizo exclamar a los lugareños que Salamanca era media plaza, medio puente, medio claustro de San Vicente.
En el pabellón de petrineros, llamado así por ocupar el lugar, en la vieja plaza de San Martín, en el que se asentaban los comercios del cuero, había otros propietarios, mucho más modestos que el conde de Grajal, pero con una historia muy interesante que nos es necesario conocer para comprender mejor el pasado de Salamanca.
El cabildo, la clerecía de San Marcos, el Colegio de San Bartolomé y la cofradía de los Caballeros 24, eran, junto a la Universidad de Salamanca, los otros propietarios de casas del ala del Prior. Sus primitivas casas se fueron convirtiendo en tramos de la plaza, con dos, tres o cuatro balcones al ágora.
En el pabellón de petrineros, encima de los medallones de Wellington, Fray Luis de León y Elio Antonio de Nebrija se encuentra una casa con sólo dos balcones. Los propietarios dejaron su heráldica plasmada en el primer piso como seña de identidad para el futuro. El escudo es sencillo, una cadena bordeándolo, dejando el interior en la más absoluta desnudez.
La casa perteneció a una cofradía de ilustres personajes. Su número, 24, le dio nombre a la misma, y sus miembros, que pertenecían a las familias más nobles de la ciudad, tenían que demostrar pureza de sangre por varias generaciones1. Realizaban sus capítulos y reuniones en la iglesia de San Martín. Con este mismo nombre se estableció en Sevilla una cofradía de nobles2.
La función de los cofrades era la de asistir a los penados en prisión y acompañar a los condenados en la enfermedad. Se ofrecía al encarcelado ayuda espiritual y cuantas atenciones requiriera.
Margarita Hernández Jiménez ha estudiado, en un trabajo publicado en Memoria Ecclesiae, la Cofradía del Espíritu Santo, vulgo Cofradía de los Veinticuatro de la Cárcel Real de Salamanca. Recoge la escasa bibliografía sobre la misma, aportando los datos de Villar y Macías y Fernando Araujo, así como los del Archivo Diocesano de Salamanca.
La fundación de la cofradía se remonta al 9 de mayo de 1500. El acto tuvo lugar en la capilla de San Miguel de la parroquia de San Martín, 24 varones de familias nobles salmantinas se comprometen de por vida con los presos pobres de la cárcel Real de Salamanca. Entre los reunidos hay apellidos que están ligados a la historia de nuestra ciudad. Paz, Solís, Maldonado, Bello, Bobadilla, Medrano…hasta 24 cabezas de casas nobles. Debido a su influencia no puede extrañar que en muy poco tiempo, el 16 de mayo, el consistorio apruebe las ordenanzas de la cofradía y el emperador Carlos I conceda una Provisión el 18 de agosto de ese mismo año confirmando las ordenanzas y castigando a los que las incumplan con multas de 10.000 maravedíes.
Los cofrades se reunían en la capilla de San Miguel, en San Martín, todos los fines de mes. Oían misa del Espíritu Santo a las ocho de la mañana por los miembros vivos y muertos. También asistían a misa de Nuestra Señora los primeros de mes, encomendando en ella el alma del beneficiario Rodrigo Godínez, Eucaristía que finalizaba con un responso general. En todas las misas, los cofrades llevaban una vela de cera blanca que permanecía encendida desde el Evangelio hasta el responsorio.
La cofradía celebraba dos cabildos al mes, coincidiendo con los primeros y los últimos días de los mismos. Atendían a los presos pobres, nombrando dos meseros que se encargaban de servir la comida y estaban presentes en las visitas y audiencias de la cárcel. Uno o dos miembros de los veinticuatro ocupaban asiento a la derecha de la Justicia, en el Auditorio de la cárcel. Pagaban a su costa los honorarios de los galenos que trataban a los presos y adquirían las medicinas y remedios que precisaban.
Como institución religiosa, procuraban que los presos confesaran y comulgaran. También ayudaban e instaban a testar a los que tuvieran algo que legar. En caso que se resistieran a recibir los sacramentos, se les negaba la alimentación a costa de la cofradía.
En caso de fallecimiento de un preso pobre en la cárcel, los 24 estaban presentes en el entierro. Hay que pensar en las carencias de todo tipo en las que permanecían las prisiones, por muy ampuloso del nombre Real que tenían. Por eso no nos puede extrañar que la cofradía no sólo diera de comer, también daba cama y lumbre en caso de que fuera necesario. La cárcel se cerraba al anochecer, entre las 5 y las 6 de la tarde y las noches debían ser terribles.
La cofradía tenía un mayordomo elegido a la suerte entre cuatro nombres seleccionados por el mayordomo saliente, rectores y escribano. Metidos los nombres en una gorra o bonete, un muchacho sacaba la papeleta con el nombre agraciado. Su mandato era por un año que podía prorrogarse, en los que habían demostrado gran celo por los presos, otro año más. El cargo no era reelegible por otros cuatro años. Visitaba la cárcel, junto con los meseros, al menos una vez a la semana. Era el encargado de cobrarlas rentas y limosnas de la cofradía y daba el dinero que se precisaba para la atención a la cárcel a los meseros.
Había también dos rectores que tenían por misión tomar cargo al mayordomo de las rentas y limosnas de la cofradía. El mayordomo y los rectores se encargaban de cobrar las multas de los caballeros que cometían faltas. Los meseros eran los encargados de servir a los presos pobres. Su nombramiento, entre los 24, se hacía por sorteo entre la totalidad de los cofrades. Los que no podían atender la mesa de los pobres debían buscarse un sustituto. No podían cobrar por sus servicios. El escribano era el que tomaba acta de los acuerdos y se encargaba de su cumplimiento. Era un cargo anual que estaba ayudado por personas ajenas a la cofradía para realizar trabajos para el buen funcionamiento del colectivo. El muñidor o llamador se encargaba de llamar a los cofrades para su asistencia a los cabildos ordinarios y extraordinarios. Se encargaba de dar y recoger las velas de los asistentes a misa. Era uno de los cargos remunerados. Por último había un hombre bueno que sustituyó en el tiempo a los miembros de la cofradía. Se encargaba de pedir para los pobres encarcelados. Se le tomaba cuentas cada mes y se le proporcionaba ropa azul cada dos años con las armas de los presos y unas alforjas de estopa cada año. A veces se nombró más de una persona. Nadie se podía negar a esta función bajo pena de dos ducados para los pobres.
Llegaron a atesorar muchos bienes materiales y en dinero. Villar y Macías nos informa que en 1603 tenían 120.553 maravedís. No es de extrañar que compraran su propia casa en la Plaza de San Martín y que al construirse el pabellón de Petrineros se encargara deconstruir la nueva vivienda en la que esculpieron dos escudos de la cofradía.
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