Por Miguel FERRER BLANCO
de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga
Vivir en arte es una de las cosas más importantes que puede hacer una persona, sobre todo si se tratade profesionales médicos, ya que esta es una profesión que suelen elegir las personas más sensibles, ya que luego han de manejar la mayor obra de arte que ha producido la humanidad que es el cuerpo humano; conseguir que se conserve siempre, luchar contra enfermedades, traumatismos y causas adversas que puedan destruir la belleza que supone la máxima creación del universo.
Vivir en arte no es sólo amar el arte, es hacer de ello casi una segunda profesión, algo para enriquecer continuamente la vida, con todo lo que la visión de la naturaleza nos ofrece y con lo que puede ser captado por nuestra sensibilidad en viajes, visitas a museos, exposiciones e incluso contemplando las evoluciones de las estaciones y los distintos paisajes aunque nos sean familiares.
Este sentido nos producirá siempre una serie de emociones y de goces que se irán agrandando a medida que transcurre la vida. En algún caso puede llegar a ser una cosa paradójicamente patológica, pero no interfiere para el ejercicio de nuestra profesión, sino que influirá en nuestra delicadeza para tratar los males de nuestros enfermos y afinar nuestras técnicas de exploración e intervención sobre el cuerpo humano, que como hemos dicho es la obra maestra de la creación.
Estas delicias que sentimos al vivir en arte, van creciendo a medida que va transcurriendo nuestra vida, por eso hoy voy a convertir esta página en una pequeña crónica de sucesos para contarles uno de los goces que proporciona el arte, de forma espontánea y cuando menos se espera, haciendo más agradables y llevaderos los deterioros y achaques de nuestra senectud.
En abril pasado recibí la visita de un nieto, acompañado de una compañera que estaba trabajando en el Museo Thyssen y pasaron un rato conmigo. Me traían un magnífico catálogo de una exposición temporal de retratos y autorretratos que se estaba celebrando en este centro. Fuimos a dar un paseo bastante temprano y recalamos en un bar de la vecindad que casi había abierto en ese momento. Mientras tomábamos unas cervezas, hablamos de las excelencias de los pintores de esa exposición, sobre todo de Lucien Freud. Éramos las tres únicas personas en ese momento en el centro del bar, aún mal iluminado, que empezaba su ritmo diario. En una esquina había un muchacho joven tomándose un café. Mientras nos oía hablar un poco alto, sacó de su bolsillo un bolígrafo, cogió una servilleta y se puso sobre ella, yo pensé que a escribir. La sorpresa surgiría cuando al moverse para irse, se acercó a mí y me entregó esa servilleta, cuadrada, de14 centímetros, casi de seda, y en la que había trazado un dibujo, concretamente un retrato mío. Al dármelo, me dijo, “al verle he pensado que tenía que hacerle un homenaje porque lo encuentro en todas las exposiciones de arte, he leído textos suyos en catálogos de artistas a los que ha ayudado…”. Quedé sorprendido por el dibujo. Me reconocí, incluso con las secuelas de un pequeño traumatismo. Estaba firmado y dedicado (“Con aprecio a un amante del arte”) por Julio Pérez Cornejo, persona a la que no conozco ni con la que había hablado nunca. Me emocionó. Me dijo que quería ser artista y se pasaba el día dibujando. La conversación no llegó a más, porque tenía muchísima prisa y se marchó. Después de ver serenamente el dibujo lo feché, y hoy se me ocurre reproducirlo en estas páginas para que ustedes lo conozcan. Esta es una de las pocas emociones que puede recibir uno cuando ha cumplido toda la vida eso de vivir en arte y ha pasado ya de los noventa y dos años.
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