Por Jesús Málaga
Muchos de los lectores de este artículo habrán asistido a algunos de los espectáculos programados en el teatro del Liceo de Salamanca. Otros habrán realizado compras en el centro comercial situado al lado, que, respetando la iglesia, permite admirar la cúpula y los altares barrocos del crucero y del presbiterio.
El teatro y el centro comercial ocupan gran parte del convento de San Antonio del Real, cuya historia está relacionada de manera tangencial con la historia de la Medicina de la ciudad de Salamanca.
Corría el siglo XVIII en la ciudad del Tormes, una pequeña urbe de no más de 15.000 habitantes. En ese pequeño espacio se concentraban armónicamente dos catedrales, una Universidad, cuatro colegios mayores, treinta menores —dos de ellos insignes— cuatro colegios de las órdenes militares, una veintena de conventos de religiosos y religiosas, amén de tres potentes hospitales: el del Estudio, el de la Santísima Trinidad y el de bubas o de Santa María la Blanca.
El Consistorio de aquellos años se negaba a permitir que se construyera un convento más. La cuestión era clara, no había limosnas ni recursos para mantener a tantos religiosos y religiosas, que comían todos los días, pero que no producían nada.
El Consistorio se negaba a permitir que se construyera un convento más; no había limosnas
Pero los franciscanos de la provincia de San Miguel querían fundar en la ciudad con la Universidad más antigua de la Península Ibérica. Hicieron la solicitud pertinente, que fue, obviamente, denegada. El Ayuntamiento, antes de tomar la decisión, preguntó e hizo consultas a los conventos ya establecidos, y hete aquí que los que más contundentemente se oponían a la llegada de los hijos de san Antonio eran los franciscanos, los de la misma familia, que tres casas tenían ya en Salamanca. Los que pusieron mayores inconvenientes fueron los seráficos del Campo de San Francisco, la primera fundación de franciscanos, la más potente, con un centenar de frailes que mantener, con muchas cátedras de Derecho Canónico en la Universidad y con riquezas acumuladas recibidas de las familias más insignes de Salamanca.
Pensaban, con razón, que de venir una nueva comunidad de su misma orden se repartirían las limosnas y donaciones y saldrían mal parados. Fueron tan egoístas que querían cerrar las puertas a sus mismos hermanos.
Los monjes de San Antonio del Real siguieron, sin embargo, en el empeño. Argumentaron que ellos no pedían permiso para abrir un nuevo convento, que se les había entendido mal. Solicitaban la apertura de un hospital, establecimientos de los que Salamanca estaba deficitaria. Esta nueva petición no quedaría sin respuesta.
La Corporación se lo pensó mejor y accedió a la solicitud, pero les impuso una condición que hacía inviable el nuevo cenobio. Asesorada por los franciscanos, exigió que la iglesia de San Antonio del Real se edificara a unos diez metros de la calle, para que no tuviera acceso directo desde el exterior, y así no poder captar las limosnas de los viandantes. Así se explica que delante del templo se encontrase una hilera de casas recayentes a la plaza del Liceo, sin que se pudiera ver que detrás se encontraba una monumental edificación barroca. Para muchos salmantinos de los siglos XX y XXI fue una sorpresa, cuando se abrió el centro comercial, contemplar que en el espacio que ocupa se encontraba el templo del convento de San Antonio del Real, al que con anterioridad se accedía a través de una gatera en el alto de una entidad bancaria.
Los frailes, como era de prever, no cumplieron su promesa; el hospital no se construyó. Lo que apareció en su lugar fue un convento construido por Jerónimo García de Quiñones y del que nos quedan restos en el interior de teatro, en el escenario, en los camerinos y en algunas de las antesalas.
También se puede observar en los sótanos del Liceo parte de las construcciones existentes previas al convento. El marqués de las Amayuelas tenía en ese lugar, recayendo hacia las calles Toro y Pozo Amarillo, su palacio, paneras y dependencias que ocupaban gran parte de la manzana actual. En pleno centro de la ciudad, al lado de la Plaza Mayor, un lugar estratégico para recibir fieles y sus correspondientes óbolos.
Delante del templo se encontraba una hilera de casas recayentes a la plaza del Liceo, sin se que viera el templo
Las cosas salieron mal, los frailes tuvieron problemas con el constructor Jerónimo García de Quiñones, y el convento, que llegó a ser habitado, no se concluyó. La ciudad no daba para más. Con razón santa Teresa estuvo remisa a fundar en Salamanca por ser una ciudad pobre y con pocos recursos. Hoy, sin embargo, podemos contemplar los restos del convento y la iglesia perfectamente restaurados y formando parte de dos actividades florecientes, comercial y cultural, que engrandecen las ruinas. Una mentira piadosa dio lugar a un convento y una iglesia que son hoy ejemplo de cómo debe rehabilitarse en el futuro, sin renunciar a dar una función a los restos arqueológicos, que se protegen y conservan, a la vez que se muestran a los vecinos y visitantes.
En la calle de la Rúa, junto a la plaza de Anaya, hay un solar sin construir en el que ha aparecido un cubo perfectamente conservado de la primitiva muralla vaccea de Salamanca.
Se sospecha que en la misma calle se encuentre soterrada la puerta de la ciudad. Sería de agradecer que los dueños del suelo y el Ayuntamiento se pusieran de acuerdo para recuperar el lienzo de cerca primitiva, realizando una instalación comercial respetuosa que la dejara visualizar a aquellos que entrasen a comprar al comercio. Así, la Salamanca con cuatro cercas: las dos vacceas, de San Vicente y la Rúa, la romana y la medieval, podrían ser contempladas por los innumerables visitantes que a diario vienen a nuestra ciudad atraídos por su glorioso pasado.
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