Por Jesús Málaga
He querido recoger la vida de un hospital rural de guerra, que no un hospital de sangre. En él se trataban pacientes remitidos de los establecimientos que funcionaban como tal, los que realizaban cirugía de envergadura. El edificio funcionó como hospital antes de que se declarase la Guerra Civil Española, en julio de 1936. Los más viejos del lugar recuerdan que al menos dos pacientes eran atendidos en sus instalaciones antes del evento. Las monjas de la Caridad establecieron en sus dependencias una escuela para atender a la población infantil de Macotera. Se daba clase a los párvulos y de enseñanza Primaria.
Cuando estalla la contienda civil, los heridos del frente, especialmente del de Madrid, eran trasladados a Salamanca, donde se les trataba debidamente en los grandes conventos y hospitales de la ciudad, que se habían convertido en hospitales de sangre, y de los que dimos cuenta en uno de nuestros artículos publicados en papel en la revista del Colegio de Médicos de Salamanca. Las clases del colegio de Macotera fueron ocupadas por el hospital de guerra, que quedó al mando del médico de cabecera, Don Lucio, del que los macoteranos guardan un grato recuerdo por su bondad y competencia. Dos grandes salas, una para pacientes con cierta gravedad y otra para convalecientes. No llegó a morir ninguno de los ingresados, lo que nos da idea de que en este hospital eran tratados enfermos fuera de peligro. En Macotera no se hacía cirugía mayor, solamente menor y curas. No tuvo adscrito al mismo ningún cirujano.
Las clases del colegio de Macotera fueron ocupadas por el hospital de guerra, al mando del médico
En este hospital rural se recibían también pacientes directamente del frente, la mayoría del de Madrid, que eran los que más problemas planteaban desde el punto de vista higiénico. Los piojos, liendres, pulgas y chinches estaban a la orden del día, y las ropas de los pacientes tenían que ser escaldadas para liberarlas de los parásitos, que a veces se acantonaban en las costuras y solamente con la plancha bien caliente desaparecían. La pobreza de medios del hospital era ostensible. Las vendas eran reutilizables. Las lavaban, planchaban y enrollaban para poderlas utilizar de nuevo varias veces, hasta que quedaban deshilachadas e inservibles.
El hospital de guerra de Macotera estaba atendido por el médico del pueblo, el practicante, cinco jóvenes voluntarias del pueblo y cinco monjas de la Caridad. El número de pacientes variaba, dependiendo de la saturación de los hospitales de sangre de Salamanca. El número máximo de acogidos llegó a los cincuenta.
El centro se cerró al terminar la guerra. Poco a poco fue disminuyendo el número de pacientes, hasta que cerró por falta de enfermos. Los heridos tratados pertenecían a la mayoría de las provincias del bando nacional.
La alimentación de los ingresados era excelente para aquellos años. Desayunaban café con galletas, comían legumbres y patatas con carne, huevos fritos, cocidos o pasados por agua.
Exceptuando el médico y el practicante, ninguna de las voluntarias cobraba. La lavandera, una señora ajena al hospital, también recibía una pequeña gratificación por su penosa ocupación. Las voluntarias pertenecían a la sociedad más significativa del pueblo, las hijas del médico, la del farmacéutico y la del chalán.
Las altas eran frecuentes. Por allí pasaron centenares de pacientes de los que, debido al tiempo trascurrido, la inmensa mayoría habrá muerto o tendrá alrededor de cien años.
El colegio, que había sido desplazado a unas paneras de la plaza del pueblo, no volvió al lugar de partida. Las monjas de la Caridad, las de la toca y velo descomunal, las que tenían que hacer maniobras para traspasar las puertas, vivieron largos años en el hospital, envejeciendo con él, y eran conocidas en Macotera como las monjas del hospital. Al flaquear las vocaciones, desaparecieron del pueblo.
Estos hospitales auxiliares fueron muy importantes para dejar camas libres en los de sangre. Los pacientes podían pasar la convalecencia en otros establecimientos más básicos, bajo la vigilancia de un médico de cabecera y un enfermero y con la atención de voluntarias que se prestaban a darlo todo por nada.
Nota: los datos para confeccionar este artículo han sido recogidos de viva voz a Jerónima García Martín, voluntaria que fue de dicho hospital.
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