Por Juan Antonio Pérez-Millán
Escritor y crítico de cine
En 2009, Irène Frachon, que trabajaba en el Departamento de Neumología del hospital universitario de la localidad francesa de Brest, en Bretaña, empezó a sospechar que existían ciertos vínculos entre un medicamento llamado ‘Médiator’, compuesto a base de benfluorex y comercializado por los poderosos laboratorios Servier, que se aplicaba para tratar la diabetes y la obesidad mórbida, y determinadas valvulopatías cardiacas que acababan provocando o, al menos, acelerando la muerte de los pacientes a los que se les administraba, en su mayoría mujeres.
Horrorizada por ese descubrimiento inicial, con el antecedente de otro fármaco llamado ‘Isoméride’ que había sido objeto de una dura batalla judicial y política, y también espoleada emocionalmente por el fallecimiento de alguna enferma especialmente querida, la doctora que da título español al filme dio comienzo a una batalla en la que solo iba a contar con ayudas más o menos circunstanciales. La de su compañero de centro Antoine le Bihan, más preocupado, sin embargo, por su carrera profesional y cuyo apoyo acabaría siendo decisivo, después de muchos altibajos. La de una integrante de la comisión de evaluación de investigaciones, que la aconsejaba, pero apenas tuvo influencia en ese organismo. La de una joven estudiante de Farmacología que decidió redactar su tesis doctoral sobre las averiguaciones de Irè-ne y cometió la imprudencia de dar a conocer datos todavía no suficientemente contrastados, aunque su trabajo iba a resultar a la larga esencial para el desenlace del conflicto. La de un oscuro e inquietante trabajador del equivalente francés de la Seguridad Social, que le proporcionó cifras de valor fundamental para su estudio. Y, en última instancia, la de su marido y sus hijos, ausentes durante casi toda la acción, pero importantes también en los momentos más difíciles.
Con tan someros apoyos, Irène Frachon decidió emprender una larga y dura batalla, uno de cuyos primeros obstáculos consistió en convencer a las autoridades de su centro del interés de sus investigaciones, con la inexcusable necesidad de publicarlos en alguna revista científica especializada que avalase su validez y bajo la amenaza de que organismos superiores las descalificaran, con el consiguiente perjuicio para el hospital y los facultativos que trabajaban en él.
Mientras se superaba con grandes dificultades ese trámite, llegó la hora de enfrentarse directamente con los responsables de Servier, que se defendieron con uñas y dientes, dejando entrever en el transcurso de interminables y tensos careos su poder de influencia directa o subrepticia, no solo sobre numerosos especialistas con capacidad decisoria en la prescripción de fármacos, sino sobre los órganos de gestión de numerosos centros, las autoridades sanitarias e incluso las más altas instancias de la Administración pública involucradas en el asunto.
En una fase posterior, y a medida que iba quedando de manifiesto el valor de sus estudios, que al final demostrarían que en torno a 500 personas habían fallecido en los últimos años con evidencia de vinculación con el ‘Médiator 150 mg’, la doctora Frachon, siempre pendiente del bienestar y la protección de sus enfermos, decidió plantear la lucha legal con el fin de conseguir cuantiosas indemnizaciones económicas para los pacientes afectados y sus familias. Contando para ello, en esta ocasión, con la colaboración de un joven e inexperto abogado, especializado en Derecho económico y financiero, pero que fue capaz de hacer frente al encargo que tan voluntariosamente había asumido. De todo esto y de muchos detalles y factores de interés, tanto médico como histórico, da cumplida y pormenorizada cuenta «La doctora de Brest», inadecuada traducción española del título original, «La chica de Brest», que explicitaba el desprecio general con el que fue tratada la protagonista en cuantos estamentos planteó sus sospechas y sus conclusiones.
Conocido el final positivo de todo aquel asunto, y sabiendo que la auténtica Irène Frachon estuvo cerca del rodaje de la película, basada en un escrito suyo, cabía el temor de que ésta fuera una elogiosa descripción de sus vicisitudes, convirtiéndo-la en una perfecta heroína sin tacha alguna, de acuerdo con el tópico imperante en tantas supuestas biografías cinematográficas de personajes reales. Hay que reconocer, no obstante, que la directora y su coguionista han logrado sortear en gran medida ese peligro, ofreciéndonos un retrato matizado de su figura, con contradicciones, debilidades, reacciones desmesuradas y otras sombras, que acaban dándole textura humana y, por tanto, credibilidad, en un contexto de clara voluntad crítica y de denuncia del poder de determinadas empresas, la debilidad de las instituciones privadas y públicas encargadas de controlarlas y sus nefastas consecuencias para la salud de los ciudadanos.
No ocurre lo mismo, sin embargo, con otros aspectos de un fil-me que exhibe un montaje abrupto, subrayado por una música estridente que devalúa la genuina tensión emocional, en vez de potenciarla, varias secuencias reiterativas, alargadas sin nece-sidad y que prolongan en demasía la duración total, y otras de muy discutible explicitud: como si las autoras hubiesen querido demostrar que no son blandas ni complacientes, incluyen con todo detalle, e incluso algo de morbo, una aplicación de puntos de sutura, una operación quirúrgica y una autopsia que hieren la vista de los no iniciados sin aportar nada especial a lo que previamente se había enunciado. Un exhibicionismo efectista que puede perjudicar también la recepción de lo verdaderamente importante en el argumento.
Por otra parte, sorprende bastante el tipo de interpretación elegida para dar cuerpo y forma a la protagonista. La magnífica actriz danesa Sidse Babett Knudsen, deslumbrante en su papel de primera ministra en la magnífica serie «Borgen», aparece aquí claramente sobreactuada, con numerosos gestos exagera-dos y muecas que bordean el ridículo. Puede deberse, al menos parcialmente, a su loable empeño de interpretar íntegramente en francés, lengua que domina, pero que quizá la impulse a subrayar sus expresiones. En cualquier caso, da la impresión de haber sido mal dirigida, poco controlada o incluso al contrario, demasiado estimulada a exteriorizar estados de ánimo que ella sabe comunicar con mucha más contención y sutileza.
Estas limitaciones restan interés a una película que plantea con crudeza, con una firme base en los hechos reales en que se apoya y con nítida vocación de denuncia, una situación quizá conocida por los especialistas, pero no por el común de los es-pectadores, y que, a tenor de los rótulos finales, no ha conclui-do todavía, ya que su protagonista no ha abandonado la pelea, contando ahora, gracias a su indomable tenacidad, con más apoyos profesionales y sociales que nunca.
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