¿Ser padre es una profesión?

Por Saturnino GARCÍA LORENZO
Doctor en Medicina

Parece, Camilo, que te entiendes mejor con tu madre que con tu padre. Eso, al menos, me dicen y, en el fondo significa que con tu padre no te entiendes. Yo no me entendí con ninguno de los dos. Me acoracé frente a ellos. Aunque debí suponer que mi padre, con una especial rigidez, pretendía ocultar su predilección, nos pasamos la vida jugando al escondite. Hasta que fue demasiado tarde. Porque, yo creo, que no se trata de sentimientos –es insólito que un hijo no quiera a su padre, o viceversa-, sino de su expresión. Los sentimientos no están hechos para manifestarse “in artículo mortis”, sino para teñir las relaciones de quienes los poseen. Pero los seres humanos solemos ser muy torpes. Por no exteriorizarnos vamos de malentendido en malentendido.

Un gran novelista escribió que, de haber tenido un hijo, habría sido él su D.N.I.: su nombre, su primer apellido, su edad, su domicilio, toda su filiación: como si hubiera nacido al mismo tiempo que él. A costa de entregarme entero, hubiese terminado por no contar con él, por requerirle que se entregara entero. Se da la vida y se exige la vida. Aunque parezca que los padres sólo exigimos obediencia, disciplina, aplicación a unas normas éticas y morales. Porque para un niño o un adolescente, en eso consiste precisamente toda su vida.

El padre se cumple más que el hijo y con frecuencia tiene riquezas que él ignora, y es el heredero el que las exhibe; quien hace que su padre se conozca mejor. El hijo no sólo lo prolonga, sino que lo ensancha y lo multiplica. Actúa el padre mucho más de lo que se cree bajo el mito de la inmortalidad: da la vida, da la sangre, da el apellido para permanecer, porque aspira a que su hijo sea idéntico a lo que él soñó ser, o sea, a que su hijo lo mejore. Hay gallinas que sueñan con poner huevos de águila. Es una tentación peligrosa la de realizarse a través de los hijos, la de tomar en ellos revancha de la vida: porque se termina, porque nos defrauda. Se descargan sobre los hombros del hijo unas responsabilidades sólo nuestras: la de haberlo engendrado y la de nuestra personal vida intransmisible.

 Lo peor de todo es usar el silencio como arma arrojadiza. Estar frente a frente en la mesa familiar, encasillados e inmóviles, fingiendo cada uno su personaje: el padre es el mayor, el más fuerte, el que tiene siempre razón, el que manda y el que no comprende; el hijo es el inexperto, el que no aprende ni obedece, y el que tampoco comprende. Pero no se discute aquí, no se reprocha. Hay, de una parte, una seguridad silenciosa; de la otra, un rencor silencioso. Y las dos posturas son tan lógicas…El padre sí comprende, pero no explica que comprende. Para estar por encimase deshumaniza. Sube tan alto que se pierde de vista. Se propone seguir al hijo desde arriba: no advierte que, si no va a su nivel, el hijo se encontrará muy sólo. El alma de un buen padre es un campo de contradicciones. Lo más acertado sería querer con sencillez, declarar que se quiere y esperar que suceda lo mejor, que no sucede casi nunca.

La profesión de padre es muy ingrata. Por otra parte, los hijos confían siempre en que ellos serán mejores padres que los suyos. Hasta que tienen hijos y entonces empiezan a comprender más que a juzgar. Cuando ya no queda ni aquella omnipotencia, ni aquella sabiduría, ni aquel apoyo, o sea, lo que hacía antipático al padre. Cuando se diluye la distancia de edad y se liberan los sentimientos y los falsos pudores. Acaso sea la muerte lo que más estrecha los lazos entre padres e hijos: eso vendría a darle al ser humano la razón en lo de la paternidad como supervivencia. Porque es la generosidad más que la sangre lo que hace padre a un hombre.

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