No me resulta nada fácil escribir sobre la Catedral románica y mucho menos expresar las vivencias que me suscita, dada la vinculación emocional que desde joven siempre he mantenido con esta joya arquitectónica. Trataré de no caer en el chovinismo; aunque de antemano manifiesto que no me va a resultar sencillo. Comenzó su construcción a mediados del S. XII, cuando el arte románico había alcanzado ya su plena madurez, en el territorio de los francos, muy probablemente sobre la base de un templo visigótico de la primitiva población, dedicado a Santa María, en el llamado cerro de las catedrales o de San Isidoro, junto al Azogue Viejo. Por encargo del conde don Raimundo de Borgoña y de su esposa doña Urraca, el obispo don Jerónimo de Perigueux, primer prelado de Salamanca tras la repoblación y capellán del Cid, tomó la iniciativa de levantar una catedral en consonancia con la categoría de la ciudad, que llevó a cabo medio siglo más tarde su sucesor, el obispo Berengario, reinando Alfonso VII, hijo de aquel matrimonio.
En esta catedral es posible apreciar en todo su esplendor el paso del románico al gótico en los estructural, y en lo formal o figurado, se puede gozar de un arte escultórico singular; si bien muy poco conocido, que ha sido eclipsado por la trascendencia y renombre de su cimborrio: la llamada Torre del Gallo, que por sí sola simboliza a toda la catedral. Se trata de un gran edificio basilical, de tipología borgoñona: de planta de cruz latina y tres naves, con crucero muy marcado y cabecera triabsidial de plantas semicirculares, que hereda de San Isidoro de León y San Vicente de Ávila. El crucero se pensó cerrar con una cúpula nervada, como se pone en evidencia por las esculturas de los ángeles tañedores de las pechinas del cimborrio; pero finalmente se cambió la idea y se tomó como referencia la cúpula de la catedral de Zamora, siendo ampliamente superada en belleza, a todas luces. Para mí, de los cuatro cimborrios románicos durienses (incluyo entre éstos también a la cúpula de la sala capitular de la catedral de Plasencia); es decir, los de las catedrales de Zamora y Salamanca y el de la Colegiata de Toro, sin duda es el “charro” el más airoso. La cubierta de todos ellos es de escamas pétreas, salvo el de Toro que es de tejas. Se ha discutido mucho sobre los antecedentes de este modelo arquitectónico: para unos la referencia sería la iglesia de Nuestra Señora la Grande de Poitiers o la catedral Saint-Front de Perigueux y para otros estaría en relación con las cúpulas gallonadas islámicas de los Ss. IX y X; en fin, yo no voy a enredarme en cuestiones que me rebasan. Para mí la Torre del Gallo ha sido siempre “la joya del románico”; es posible que exagere en mi apreciación, pero así lo pienso y así lo manifiesto, aunque no descarto que se trate de un juicio apasionado.
La primera traza de carácter protogótico de este templo aparece en la nave central al apuntarse los arcos y en las bóvedas de crucería, que para montar los gruesos nervios diagonales fue preciso modificar los pilares introduciendo columnillas acodilladas que se reforzaron con ménsulas decoradas con cabezas y figuras de muy diversa talla y, todo ello, sin alterar su primitivo carácter románico. Si la observamos desde el exterior en una visión ligeramente lateral desde la plaza de Juan XXIII, obviando la anodina portada barroca del S. XVII, y dejando a nuestra izquierda la llamada “torre mocha”; si elevamos ligeramente la mirada, lo primero que nos llama la atención son los aleros de la nave mayor coronados por almenas que le confieren un carácter de fortaleza (“Fortis salmantina”) pero, sobre todo, percibimos un impacto visual inefable, solo comparable al de la “primera experiencia estética”, al contemplar la Torre del Gallo en toda su grandeza. No obstante, esta visión puede ser colmada al bajar la cuesta de Tentenecio y dando la vuelta a las capillas del claustro, observarla desde el Patio Chico, como “abrazada” por la catedral gótica, formando uno de los conjuntos arquitectónicos más bellos que nos es permitido contemplar. La Torre del Gallo aparece como “la bella señora”, mayestática, con sus dos pisos de ventanas, dobles parejas de torrecillas y frontones y la cúpula en forma de bellota, donde lo bizantino es asumido por el románico y toda ella coronada por la veleta en forma de gallo, símbolo de la Iglesia vigilante (uno de los tres paradigmas del bestiario salmantino de Luis Cortés: “el gallo de la torre”; “el toro del puente”; y “la rana de la universidad”). Aunque esto pueda parecer insuperable, todavía es posible extasiarnos más con una nueva visión desde la torre mocha, siguiendo la visita del “Museo Ieronimus” y al llegar a su terraza la podamos contemplar tan de cerca que “casi llegamos a tocarla con la mano”. ¡Es impresionante! No me surgen calificativos apropiados para definir tanta belleza; quizá pueda expresarlo mejor con las muestras plásticas que ofrezco. ¡Para mí constituye un espectáculo estético indecible!
Pero, si la torre del gallo es un prodigio de belleza, no lo es menos desde el punto de vista arquitectónico ya que constituye un caso único en la edilicia medieval, que no se vuelve a repetir hasta el S.XV en la cúpula de Santa María del Fiore de Brunelleschi, en Florencia. Se trata de un proceso novedoso, formado por un sistema de doble estructura: la interior semiesférica con nervios meridianos y la exterior apuntada de refuerzos paralelos, que actúan a modo de cincho, con lo que se distribuyen mejor las cargas; no obstante, la cúpula que hoy contemplamos fue desmontada en 1918, debido al estado de deterioro en que se encontraba, y reconstruida en 1927. Allí nos encontramos en uno de los espacios que, aunque es conocido por el nombre de “Patio Chico”, es uno de los más “grandes” de Salamanca y como dice Álvarez Villar “es un auténtico trozo de historia del arte que nos permite conocer las ideas que, sobre espacio y arte, se tenía en los siglos XII y XVI” y en palabras de Camón Aznar “es fuente de uno de los más puros placeres estéticos de todo nuestro arte románico”. Nos maravilla contemplar los ábsides románicos de pulcros sillares, la cornisa de sutiles juegos de damas que soportan curiosos canecillos y los variados ajedrezados de las ventanas abocinadas de triple arquivoltas: las más bellas del románico salmantino. No es extraño que Pedro Antonio de Alarcón en su maravilloso relato de “Dos días en Salamanca”, dijese: “La Catedral Vieja es la abuela de Salamanca, como la Universidad es su madre”; y Juan Antonio Vicente, chantre de la Catedral y autor del libro “Recuerdo de Salamanca”, de 1901, que es “el monumento artístico e histórico que más gloria da a Salamanca”.
Si maravilloso es el exterior, ¿qué vamos a decir de su interior cuando atravesamos la puerta de occidente y, nada más adentrarnos, chocamos visualmente con el maravilloso retablo del altar mayor? Uno se abstrae de la visión lateral y a medida que avanzamos por la nave central, con esa luz matizada que proporcionan las ventanas altas de la nave y dela cúpula del crucero, como en un “zoom” natural, nos sorprende la percepción de una obra pictórica sencillamente excepcional: desde lo más alto, con la pintura al fresco del cascarón de la bóveda con la escena del “Juicio Final”, precedente del de Miguel Ángel de la capilla Sixtina; recreando la mirada sobre el retablo de53 tablas al temple, distribuidas en cinco pisos y once calles, en las que de izquierda a derecha y de arriba abajo se relata la vida de Jesús y María, y terminando con la bella imagen de la Virgen de la Vega, patrona de la ciudad. Esta es una talla del S. XIII, procedente del Monasterio de la Vega, del tipo de la Theotocos bizantina; con el alma de madera y chapada de bronce sobredorado y ornada con bellos esmaltes. No cabe duda de que nos encontramos ante el exponente más importante, fuera de Italia, del arte florentino del S. XV que, como hoy sabemos, es obra de dos pintores italianos: Dello Delli, que pintó el retablo con una clara intención didáctica, como un “libro sin palabras”; con las figuras todavía planas del gótico, pero con un sentido de la perspectiva que ya se vislumbra y que eclosionaría en el renacimiento italiano con la figura de Piero della Francesca; y el Juicio Final, con notas que nos recuerdan a Massaccio, que pintara un poco más tarde su hermano Nicolás Fiorentino, ya en pleno renacimiento.
Debajo de la torre de las campanas, “fagocitada” por la de la Catedral Nueva, se halla la Capilla de San Martín o “capilla del aceite”; porque aquí se guardaban las tinajas con aceite para las lámparas, que contiene una de las mejores pinturas medievales de Salamanca, fechada en1262. Es la que se encuentra al fondo, amanera de retablo con hornacina, y es la primera pintura firmada y fechada de España y creo que de Europa. Son muy estimables las sepulturas góticas perimetrales, como la que se halla en el presbiterio sur y que corresponde a D. Fernando Alonso, arcediano de la catedral e hijo natural del rey Alfonso IX quién, muy posiblemente, podría haber influido en el reconocimiento real del Estudio catedralicio. Desde el brazo sur del crucero, donde podemos apreciar otras pinturas y sepulturas muy interesantes de los siglos XIII y XIV y a través de una hermosa puerta románica se accede al claustro contemporáneo de la catedral, que quedó malparado como consecuencia del terremoto de Lisboa de 1755 y que fuere hecho de forma arbitraria por Jerónimo G. de Quiñones en un anodino estilo neoclásico; más tarde renovado en 1902 por indicación del Padre Cámara, tal y como lo podemos admirar en la actualidad. Esta galería da acceso a varias capillas, alguna de ellas muy originales, como la de Talavera y otras además célebres por su protagonismo académico, como las de Santa Bárbara y Santa Catalina; pero todas ellas muy interesantes, dónde estaba ubicada la Escuela catedralicia, embrión del Estudio General de Salamanca, que fundara el rey Alfonso IX de León en 1218 y le concediera carta de naturaleza el rey Alfonso X el Sabio en 1254, con la ratificación universal del papa Alejandro IV al año siguiente con la llamada “Bula de confirmación”. Creo que todo esto tiene entidad propia, como para dedicarle un estudio aparte, para ser tratado con la profundidad y el interés que me infunden el arte y la Universidad de Salamanca, en los capítulos que pretendo dedicar al “Alma Mater” y a los edificios universitarios.
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