Salamanca barroca V

Por José Almeida (*)

Doctor en Medicina y Cirugía y licenciado en Bellas Artes

La Plaza Mayor

La Plaza Mayor de Salamanca es, sin duda, la más bella y radiante de todas las plazas españolas, y una de las más hermosas del mundo. Tiene como precedente a las de Madrid, Valladolid y, sobre todo a la de La Corredera de Córdoba, y es verdadero corazón de la ciudad que expresa el latir de la vida cotidiana.

Hay dos monumentos en Salamanca que son sus señas de identidad: uno, la fachada de su Universidad, foco de cultura universal, y otro, su Plaza Mayor, escenario de la vida social y cultural de la urbe. Ambas imágenes son inseparables de la vida cultural salmantina: son dos piezas señeras que conforman el maridaje de una ciudad que vive para su Universidad y de una Universidad que no puede concebirse sin la complicidad de la ciudad.

Escribir sobre la Plaza Mayor es, para mí, un ejercicio de añoranza y de vivencias que se agolpan en mi mente con una fuerza desbordante tal, que transcurren como en una proyección rápida de la película de mi vida que abarcase desde la infancia, pasando por la adolescencia y por la etapa universitaria, hasta terminar en retazos recientes del jalón de mi jubilación. Es como una ‘noria’ que diese vueltas y vueltas, siempre sobre remembranzas, retazos de vida, de girones del alma y de gozos espirituales; y esto no es metafórico. Yo lo viví como realidad.

En efecto, en mi juventud todo comenzaba y terminaba en la Plaza, en un paseo giratorio obligado. Los mozos y mozas caminábamos ensimismados en medio del hastío de una ciudad provinciana bajo los soportales; en invierno, para protegernos de los rigores del frío, y en verano, buscando el alivio del calor sofocante. Lo típico estaba en que los chicos paseábamos en el sentido de las agujas del reloj por la parte interna de la galería porticada, mientras las chicas iban en sentido contrario por la parte exterior; de tal forma, que en cada vuelta nos veíamos un par de veces las mismas personas y, en todo caso, a la chica que te gustaba y que por timidez no te atrevías a abordar. Así, merced a esta especie de ruleta o de ‘vueltas a la noria’, podías adivinar por qué calle y a qué hora abandonaba la plaza la chica de tus sueños. Tradición muy antigua, pues así ya lo expresó en verso el catedrático de Medicina y poeta López Alonso, en 1893: “Por los anchos soportales / que a Churriguera dan fama / formando dos largas las / en direcciones contrarias / de un lado los estudiantes / y de otro lado las damas”.

Salamanca, que en el siglo XIV ya tenía entidad propia como ciudad universitaria y artesanal, tardó mucho tiempo en poder contar con una plaza digna de su categoría. La primera plaza del mercado fue la del Azogue Viejo, que estuvo situada junto a la Catedral románica en tiempos de la repoblación del siglo XII. Al extenderse la ciudad hacia el norte, el centro de la vida ciudadana se desplazó hacia la denominada Puerta del Sol de la cerca nueva y algún tiempo después, al destartalado y amplio corral de San Martín coincidiendo, en parte, con el emplazamiento actual. Era el verdadero centro comercial y cívico de la ciudad, aunque sin entidad arquitectónica y carente de decoro, según la opinión de aquella época.

Tuvieron que transcurrir más de 15 años para poder reanudarse las obras de la Plaza

Llamaba la atención por su gran extensión, y en los siglos XV y XVI se decía que era “la plaza más grande de España”, pero con el tiempo fue restringiéndose este espacio, al ser ocupado por pequeñas casas y puestos de venta, hasta acabar fragmentada en diversas placitas cuyos nombres persisten aún: el Corrillo de la Yerba, la plaza del Peso, del Ángel y del Mercado. Pero no fue hasta ya entrado el siglo XVIII cuando, gracias al empeño del corregidor don Rodrigo Caballero y Llanes, se decidió que ese zoco de San Martín no reunía las condiciones urbanísticas, ni de prestigio, exigidos a una ciudad eminentemente universitaria como Salamanca. Se convino entonces por el Consistorio que debería encargarse el proyecto de la nueva plaza al maestro Alberto de Churriguera, que por aquellos días dirigía las obras de la Catedral Nueva.

Su construcción se inició oficialmente el 10 de mayo de 1729, comenzando sin ningún problema por el Pabellón Real o lado oriental de la Plaza, ya que se trataba de solares propiedad del municipio. Queda constancia de este dato en la placa conmemorativa bajo el medallón de San Fernando. Las obras continuaron de forma ininterrumpida por el pabellón sur, aledaño a la iglesia de San Martín, también sobre solares de titularidad municipal y parroquial. Todo esto se consiguió en un plazo récord de menos de cinco años.

Los problemas surgieron al tratar de continuar las obras para completar los pabellones de poniente o de Petrineros (artesanos de la piel) y el pabellón norte o consistorial, a causa de los farragosos pleitos que se entablaron para derribar las casas y mansiones señoriales de la Real Clerecía de San Marcos, de la Universidad y del Cabildo pero, sobre todo, la mansión del conde de Grajal; y eso que la torre del palacio, al parecer, estaba en inminente riesgo de ruina. Por este motivo, Alberto de Churriguera, cansado de esperar, abandonó la ciudad y muere en 1750. De todas formas, dos años antes, el verdadero impulsor de las obras de la plaza, don Rodrigo Caballero, se había trasladado a Sevilla. De entonces es el dicho popular de “Salamanca, media plaza, medio puente y medio claustro de San Vicente”.

Tuvieron que transcurrir más de 15 años para poder reanudarse las obras por orden de Fernando VI; concretamente el 30 de mayo de 1751, concluyéndolas cuatro años más tarde bajo la dirección de Andrés García de Quiñones, en 1755, en consonancia con lo edicado. Desde su inicio transcurrieron, pues, 26 años; aunque la duración real de la obra fue de 10 años.

Lo primero que nos llama la atención al situarnos en el centro de la Plaza es la armonía que trasciende todo el conjunto, en el que los elementos decorativos están ajustados hasta el límite de la austeridad, salvo en aquellos paños más enfatizados que corresponden a la portada del Pabellón Real o de San Fernando y, sobre todo, a la portada del Ayuntamiento, muy profusa en decoración barroca.

La Plaza tiene 88 arcos; no todos son iguales, la mayoría son de medio punto y cinco, carpaneles

En el proyecto de García de Quiñones, el pabellón consistorial iba flanqueado por dos torres, que afortunadamente no llegaron a construirse. En mi opinión, ese alarde arquitectónico hubiese roto la armonía y el equilibrio marcados por las impostas de las balconadas. Como dice Gutiérrez de Ceballos, “la Plaza Mayor de Salamanca no aporta ninguna novedad radical al tipo de plaza mayor castellana, pero es la culminación estética de todas ellas”. Desde el punto de vista arquitectónico, nuestra Plaza Mayor es la expresión estética de un medido equilibrio entre la tradición plateresca salmantina y el espíritu barroco de la época. La verdad es que impresiona por la grata sensación espacial merced a las proporciones entre su planta y su alzado de tres alturas y por el contraste entre masas y escala de la fachada consistorial de dos pisos más altos y ligeramente elevada y adelantada con respecto al resto del paño. De este modo actúa de foco de atracción visual.

Aunque la impresión que transmite su planta es la de un cuadrado perfecto, se trata de un cuadrilátero irregular: un trapezoide de unos 6500 metros cuadrados de supercie, siendo el lado mayor, el del Ayuntamiento y el menor, el de San Martín; aunque la diferencia entre ambos no llega a los diez metros. Otro dato curioso, digno de dar a conocer, es que tiene 88 arcos: no todos son iguales, la mayoría de medio punto y cinco son carpaneles. Si alguien siente la curiosidad de contarlos puede evitarse la molestia, ya que el dato figura en la cara interna del pilar izquierdo del arco de la calle de San Pablo.

Tiene seis entradas a nivel del suelo: las de Concejo, Zamora y Toro en el paño norte; las de San Martín y San Pablo en el paño sur y la del Prior en el paño occidental. Además, a las tres portadas del Pabellón Real se accede mediante escaleras que, de norte a sur se denominan: de Pinto, de San Fernando o del Toro y del Ochavo, para salvar la diferencia de nivel de la plaza del Mercado. Por cierto, que éste es el único pabellón de la laza que tiene fachada exterior. De aspecto sobrio, con la única decoración de cuatro escudos esquinados y una cabeza de toro en la cara exterior del arco, llamado popularmente así por este motivo ornamental. Con soportales en los sótanos llamados de San Antonio, que en principio fueron covachuelas, donde los artesanos de La Alberca exponen sus productos naturales en la Navidad. Además, la plaza tiene dos pasajes de acceso por el pabellón de poniente: uno de ellos conocido por pasaje de la Caja de Ahorros, que era el acceso de carruajes a la casa del conde de Grajal y el otro, más moderno, creado tras el derribo del Teatro Coliseum en 1988.

Dentro de esa armonía que transmite la Plaza destacan, sin jactancia, el Pabellón Real, en el que sobresale una espadaña con el escudo de Felipe V y debajo un gran medallón dedicado a San Fernando, patrono de la monarquía española, sobre una lápida de pizarra con el texto que hace referencia a la construcción del ágora. Es, sin duda, la portada con más entidad churrigueresca, y fue concebida como un ‘arco triunfal’ en honor de los monarcas entonces reinantes.

La Plaza ha sido asiento de acontecimientos de toda índole: políticos, religiosos, lúdicos…

Los arcos de San Pablo y de San Martín están adornados con pilastras colgadas al modo salmantino y de una manera sobresaliente destaca la fachada de la Casa Consistorial. Es todo un alarde de estípites, ventanas abocinadas, frontones y columnas de orden gigante, a la que se añadieron en 1872 la espadaña con las campanas y el reloj, y estatuas alegóricas de las virtudes cardinales diseñadas por Tomás Cafranga. Llaman la atención dos hornacinas vacías en el balcón principal del Ayuntamiento tras ser derribados los bustos reales de Carlos IV y de su mujer, la reina María Luisa de Parma, durante la revolución de septiembre de 1868, conocida como ‘La Gloriosa’, que puso fin al reinado de Isabel II y que, como es bien sabido, tras un fugaz tránsito de la monarquía parlamentaria con Amadeo I, dio paso, en 1873, a la I República. Las estatuas que culminan las columnas son de dudoso gusto del siglo XIX y representan a la Astronomía, la Agricultura, la Industria y el Comercio.

La Plaza es como un gran ‘salón de fiesta’ abierto, con un ‘parquet’ de granito colocado acertadamente en 1953 con motivo vo del VII centenario de la promulgación de la Carta Magna de la Universidad por Alfonso X El Sabio. En esa fecha se retiraron los vestigios de jardinillos y parterres que residuaban de otros tiempos, en los que llegó a existir un templete; lo que conocemos por el testimonio gráco de famosos fotógrafos, como Clinford, Hebert, Belvedere y algún otro. Aún conservo una postal de la Plaza que me regaló mi abuela Vicenta, de la segunda mitad del siglo XIX, del fotógrafo portugués Belvedere, con una especie de ‘jaula’ en el centro, que no era más que un burladero para defensa de los toreros en las corridas de toros.

La Plaza ha sido asiento de acontecimientos de toda índole: políticos, sociales, religiosos, lúdicos, y sólo Dios sabe cuántos más. Una imagen que aún conservo en mi memoria, de 1937, es cuando, con 6 años, me llevó mi padre a ver la presentación de las cartas credenciales del embajador alemán a Franco, con una parafernalia militar inusitada. Recuerdo las capas blancas y rojas de la guardia mora con los cascos de los caballos pintados de purpurina dorada y las cerradas formaciones de las compañías de soldados del Regimiento de Infantería. Como dato anecdótico deseo señalar que la sede de la embajada germana se estableció en la Hospedería de Fonseca, entonces Facultad de Medicina.

He contemplado una partida de ajedrez viviente y una corrida de toros nocturna, que fue televisada; en n, hasta llegar al abuso actual de utilizar la Plaza para los más extravagantes y vulgares actos lúdicos. En mi opinión, un uso tan arbitrario debería regularse oficialmente y, a falta de un Reglamento de Usos y Actividades de la Plaza Mayor, debería restringirse solamente a nes culturales o artísticos muy concretos, particularmente en las Fiestas de la ciudad, y como escenario de las Ferias del Libro.

La Plaza ha tenido diversos sistemas de iluminación; yo recuerdo la iluminación con miles de bombillas, como la de las portadas de los recintos feriales, que se retiró en 1954 con la remodelación actual del pavimento y la primera iluminación artística.

No debe dejarse de mencionar como uno de los atractivos estéticos de la Plaza la contemplación de su colección de medallones; aunque no todas las enjutas de los arcos los tienen. En el Pabellón Real están representados los reyes de España por Alejandro Carnicero, comenzando por el monarca salmantino Alfonso XI hasta Fernando VI, y donde Felipe V aparece representado hasta tres veces. Dos, por su doble etapa de reinado; la segunda tras la prematura muerte de su hijo Luis I, y una tercera, en el arco del Pabellón Real, junto a su segunda esposa, Isabel de Farnesio, como promotores de la plaza.

En el Pabellón Real están representados los reyes de España por Alejandro Carnicero

No obstante, hay una notoria excepción a aquella regla regia: el busto de Franco, inaugurado en 1936, cuando tenía su cuartel general en Salamanca. Por cierto, el medallón de Franco está situado en la enjuta de un arco carpanel que se apoya sobre un pilar doble. Esto es así para solucionar el engarce entre el pabellón del Ayuntamiento, que fue el último en su construcción, y el del Pabellón Real, que fue por donde comenzó la obra. Desde las escaleras de Pinto se pueden apreciar las adarajas o dentellones de los sillares.

En la fachada de San Martín aparecen los medallones de guerreros, capitanes, descubridores y conquistadores. En el pabellón de poniente, que fue proyectado para sabios y hombres de ciencia, guran personajes ilustres de las artes, de la cultura o de la política, y el primero de esta serie aparece ‘picado’ por los estudiantes cuando cayó en desgracia el valido de Carlos IV, Manuel Godoy, en él representado. La fachada del Ayuntamiento se pensó para homenajear a santos, sin llegar a materializarse ese deseo, y es donde están esculpidos los dos artíces de la plaza: el corregidor Rodrigo Caballero y el arquitecto Alberto Churriguera.

En el año 2005, con motivo del 250 aniversario de la construcción de la Plaza, se han tallado los medallones de los reyes, ya eméritos, Juan Carlos I y doña Sofía, y las alegorías de la Primera y Segunda Repúblicas. Toda la Plaza, salvo el Ayuntamiento, va coronada por una crestería con obeliscos con la flor de Lis, símbolo de los Borbones.

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