Por José Almeida Corrales
Doctor en Medicina y Cirugía y licenciado en Bellas Artes
Los jesuitas se establecieron en Salamanca en el siglo XVI, en un austero edificio de traza clasicista situado frente al Colegio del Arzobispo Fonseca, que yo conocí en mi infancia como hospicio y hoy es colegio de enseñanza media Maestro Ávila. De allí, los miembros de la Compañía de Jesús pasaron al gran complejo arquitectónico que ahora comento.
Se trata de uno de los monumentos emblemáticos de Salamanca y, en palabras de Camón Aznar, “uno de los más bellos y grandiosos monumentos de la arquitectura barroca”, y no solo por lo que respecta a sus proporciones, sino por el apasionado tratamiento de las formas y del espacio. Desde el aire puede contemplarse toda esa grandiosidad y comprobarse que no llegó a cristalizar el proyecto inicial en toda su magnitud. Se iniciaron las obras en el año 1617, merced al generoso patrocinio de la reina Margarita de Austria y de su esposo Felipe III, lo que supuso la expropiación de amplios terrenos ocupados por la parroquia de San Pelayo y la ermita de Santa Catalina, así como dos calles y el palacio del conde de Fuentes, y algunas casas particulares; lo que costó más de ciento cincuenta años de laboriosos trabajos. Se cuenta que a punto estuvo de acabar también con la Casa de las Conchas, porque interfería la vista del magno templo.
Fue proyectado por el arquitecto real Juan Gómez de Mora, iniciándose con una traza manierista en la línea de El Escorial, como se puede apreciar en el pabellón de la calle de Serranos. Después, a medida que fueron progresando las obras, se aprecia la evolución del estilo con el lego jesuita Pedro Mato, primero, y con Joaquín de Churriguera más tarde, hasta alcanzar el grado de excelencia, en un profundo proceso de barroquización, con Andrés García de Quiñones, que culmina con la construcción de las torres y la espadaña de la fachada principal, en 1754. Se trató de un largo proceso constructivo donde puede apreciarse la transición del clasicismo herreriano al barroco más exaltado.
Por cierto, que esta gran obra solo pudieron disfrutarla los jesuitas poco más de un siglo, desde 1665 hasta 1767, año en que fueron expulsados por Carlos III, pasando el templo a ser usufructo de la Real Clerecía de San Marcos (de ahí el origen de su popular nombre). El ala oriental del colegio fue residencia temporal de los irlandeses, siendo más tarde recuperada por los miembros de la Compañía de Jesús a su regreso a España, y el ala occidental fue destinada a Seminario Mayor. Desde 1940, toda la fábrica constituye la sede de la Universidad Pontificia.
Este complejo arquitectónico abarca toda una gran manzana limitada por las calles de la Compañía, Cañizal, Cervantes (antes de los Moros) y Serranos. El proceso inicial era tan ambicioso que se perseguía una disposición simétrica con el eje geométrico en la iglesia, semejando un ‘águila en vuelo’; lo que hubiese supuesto algo tan atrevido como plantarse ‘ante las narices’ de la Universidad.
La fachada de la iglesia, majestuosa, constituye el primer modelo de fachada barroca de tipo custodia que alcanzaría su cenit con la de Santiago de Compostela. No es posible verla de frente, debido a la proximidad de la Casa de las Conchas; sin embargo, la visión en escorzo desde la empinada calle Palominos acentúa el dinamismo de sus formas.
Está organizada en dos cuerpos, divididos verticalmente en tres calles por robustas columnas dobles de orden compuesto, de granito de diversos tonos en su parte baja. Los entablamientos se quiebran airosamente por las bases de las columnas, formando un conjunto donde los huecos y los escudos compiten en dinamismo con la hornacina central, que alberga la estatua de San Ignacio de Loyola, formando una sinfonía plástica raras veces conseguida.
Por encima del entablamiento superior, que soporta una grandiosa balaustrada de piedra, en un airoso retranqueado de las formas, emergen gloriosas las dos torres gemelas que contribuyen de manera decisiva a configurar el “alto soto de torres”, que dijera Unamuno de Salamanca. Con sus ángulos ochavados y ocupados por airosas columnas y esculturas gigantes que van rematadas por obeliscos; todo lo cual le proporciona una gran fuerza ascensional.
Muy recientemente se ha abierto a las visitas turísticas un recorrido por la parte alta de las torres bajo el nombre de ‘Scala Coeli’, emulando al ‘Ieronimus’ de la Catedral, desde donde se pueden contemplar unas vistas asombrosas de la ciudad monumental.
Las diferencias estructurales y estilísticas entre las torres y los dos cuerpos inferiores saltan a la vista. En efecto, la autoría de las torres es de Andrés García de Quiñones y los dos cuerpos inferiores son del lego jesuita Pedro Mato. De la solidez de las edificaciones habla el hecho de que apenas sufrieran daño en el terremoto de Lisboa.
Parece ser que Andrés García de Quiñones proyectó unas torres muy parecidas a éstas en la fachada del Ayuntamiento de la Plaza Mayor que, afortunadamente, no llegaron a construirse; lo que hubiese supuesto, en mi opinión, una afrenta a la armonía del ágora. En el centro, como custodiada por las torres, se alza una espadaña que luce en su edículo un relieve de Pentecostés (de ahí también su nombre de Colegio del Espíritu Santo), y en todo lo alto luce una estatua de la Asunción de la Virgen, ¨flanqueada por las efigies de los reyes Felipe y Margarita.
La cúpula de planta octogonal es de Pedro Mato, que se yergue majestuosa sobre el crucero en un dudoso equilibrio: como en un vano intento de competir en altura debido, quizás, a errores de cálculo y a que no se libró de los efectos de la explosión de la calle Esgrima en la Guerra de la Independencia, como se evidencia por la ligera inclinación de la linterna.
Dadas las especiales dicultades de elevar una cúpula de tambor cilíndrico de esas proporciones sobre planta octogonal, no se descarta que hubiera intervenido en el proyecto, o al menos, que fuese asesorado, por Francisco Bautista, lego jesuita también, con gran experiencia en “cúpulas seguras”, entre otras, la del Colegio Imperial de Madrid, hoy Colegiata de San Isidro El Real. Por todo ello, en 1845 se forró de plomo y se ‘encorsetó’ con fuertes barrotes de hierro. No obstante, recientemente tuvo que realizarse otra intervención por parte del arquitecto salmantino Antonio Fernández Alba, recubriendo la cúpula con cobre.
La iglesia es de una sola nave, de un severo interior apilastrado, con capillas laterales intercomunicadas y tribunas balconadas encima, donde predomina el tratamiento espacial para la predicación. Las capillas laterales oscuras contrastan con la suave iluminación de la nave mayor; iluminación que se exalta en el crucero con los raudales de luz que penetran por las ventanas.
Todo en este templo es grandioso; tanto los retablos del crucero como el del altar mayor, obra de Juan Fernández, con sus gigantescas columnas salomónicas, precedente inmediato del arte churrigueresco. Así como la magnitud de la cúpula: todo en este templo se traduce en demasía y dinamismo.
Todo el conjunto arquitectónico es asombroso, pero, sin duda, lo más grandioso es el gran patio o claustro del Estudio, que, en frase de Schubert, “es una de las creaciones barrocas más acabadas de todos los países”: obra de Joaquín de Churriguera. En esta gran obra de arte se ha conseguido un extraordinario juego de volúmenes y masas sin sobrecargar las formas; simplemente con un estudiado orden geométrico, premonitorio del neoclasicismo que se aproximaba.
Es un patio donde domina la verticalidad marcada por las gruesas columnas y los cerrados paramentos, que se traduce en un conjunto vigoroso en tamizada penumbra. El resultado es un conjunto armónico entre columnas, arcos de medio punto del piso bajo y balcones decorados con grandes óculos en la planta noble que le confieren un carácter palaciego, desde donde el Papa Juan Pablo II saludó a los estudiantes en su visita a la Universidad Pontificia en el Año Teresiano de 1982. El segundo claustro, de un solo piso porticado, fue destruido durante la Guerra de la Independencia, y ha sido inteligentemente rehabilitado. En su interior se ha levantado una moderna y funcional Biblioteca de la Universidad Pontificia que lleva el nombre del mecenas José María Vargas-Zúñiga.
Por razones obvias relacionadas con esta sección, de tipo divulgador y vivencial, me veo en la necesidad de comprimir en un breve resumen lo que resta por describir de este magno edificio, limitándome a enumerar lo más destacado. Así, debo hacer mención de la galería porticada superior, de la escalera de honor que comunica las distintas plantas del Real Colegio, inspirada en la de Soto del convento de San Esteban. Del paraninfo o Aula Magna, que fue General de Teología, con bóveda de medio cañón rebajado con lunetos y una decoración pictórica interesante, con la representación del Concilio de Trento y una Alegoría de la Compañía de Jesús.
La sacristía está situada detrás de la cabecera de la iglesia, donde se puede admirar un bello retablo churrigueresco con una imagen de Jesús Flagelado, obra espléndida de Luis Salvador Carmona. Todo esto resulta insuficiente para explicar tanta grandiosidad, que es la palabra que mejor expresa la sensación que nos transmite este monumento.
El Colegio tiene dos entradas, una por la calle de Serranos, en el ala oriental, de Gómez de Mora, que atravesábamos los jóvenes de los años cuarenta para acceder al sótano, donde se encontraban las dependencias de las Congregaciones Marianas de San Stanislao de Kotska y de San Luis Gonzaga, y allí pasábamos las tardes, tras la etapa de estudio, jugando al tenis de mesa; lo que culminaba, indefectiblemente, con el rezo del santo rosario, hasta la hora de cenar. Eran otros tiempos, muy diferentes a los que viven hoy nuestros hijos y nietos.
La segunda portada de la calle La Compañía, de Jerónimo García de Quiñones, es de una exuberante decoración barroca, con la que se concluye la magna obra en 1784. Da acceso a la nave occidental del colegio y a la galería, donde cuelgan pinturas con la representación de la vida de San Ignacio de Loyola en catorce cuadros salidos del taller romano de Sebastián Conca, que corresponde a la primera planta del claustro del Estudio pontificio.
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