Por José Almeida Corrales
Doctor en Medicina y Cirugía y licenciado en Bellas Artes
El término ‘barroco’, como en su día el vocablo ‘gótico’, fue usado despectivamente para designar a un estilo artístico que se desviaba de la norma clásica. En España, este periodo artístico hace alusión al arte vinculado a la dinastía de los Austrias menores, desarrollado a lo largo del siglo XVII y durante la primera mitad del XVIII, caracterizado por la complejidad de las formas y por una intensa expresividad en todas sus manifestaciones. De hecho, “lo barroco” tiene un origen preciso, de naturaleza artesanal: en joyería se aplica a una piedra irregular o mal tallada. El epíteto barroco se utiliza como sinónimo de pésimo gusto: como lo anormal, lo exuberante, lo decadente; en contraposición a lo pulcro, lo armónico y lo clásico, y no es hasta comienzos del siglo XX cuando adquiere un juicio positivo.
Este nuevo estilo nació en Roma con la iglesia del Gesú, como expresión formal de los ideales de la Contrarreforma; pero, a diferencia del Renacimiento, que sigue una línea italiana, el Barroco se hizo internacional. Evolucionó en nuevas direcciones, según los distintos países; es decir, asumió las particularidades nacionales. En la edilicia religiosa se renovaron completamente la iconografía y las formas, y en lo civil fue un arte cortesano, que reflejó el absolutismo político en la decoración arquitectónica.
Para entender el arte barroco tenemos que partir de las últimas consecuencias del manierismo: etapa cultural y artística que exagera “la manera” de los artistas de la gran generación de Miguel Ángel. El Barroco es contrario a la armonía del Renacimiento clásico, y nació como un desafío de la razón, buscando sorprender y emocionar en una época en que se proclamaba el carácter emotivo de la fe.
La planta de las catedrales se libera de los límites rectangulares y el edificio adopta formas pletóricas y caprichosas. En arquitectura, como en el resto de las artes plásticas, este estilo se manifiesta por medio de los efectos del movimiento que dieron lugar a formas en expansión, del orden colosal y de líneas curvas abiertas y fluidas a través de la estructura de un conjunto dinámico de aparente desorden. Como ejemplo máximo podríamos señalar a la fachada de la Catedral de Santiago.
Si las teorías del movimiento de Kepler fueron la piedra angular de la ciencia en el siglo XVII, tanto el movimiento exuberante como la espiritualidad exaltada fueron los factores que proporcionaron al arte barroco su naturaleza identificativa. El concepto escultórico de la arquitectura de Miguel Ángel, como una estructura viviente, fue el escalón para llegar a los aspectos dinámico y abierto del Barroco.
El aislamiento que padeció España en el siglo XVII se va a reflejar en las particularidades del Barroco español, sobre una base mudéjar innegable. Cuando nuestro Barroco se desvió de la línea clásica marcada por Juan de Herrera en el Monasterio del Escorial, se volvió a producir un divorcio entre la estructura y la decoración, que desembocó en un churrigueresco rococó y se volvió más libre. Esto lo podemos apreciar claramente en algunas muestras edilicias, como el Hospicio de San Fernando de Madrid o en nuestra Plaza Mayor, sin ir más lejos. En este último caso, modulado por la armonía de todo el conjunto que delimita el gran patio o ágora.
En Salamanca surgió una especia de ‘fiebre arquitectónica’ que contrasta con la profunda recesión económica por la que atravesó España durante el siglo XVII, merced al patrocinio real y a la contribución de la nobleza y del alto clero, con maravillosos ejemplos del nuevo estilo, tanto en su línea clasicista del más puro estilo ‘viñoliano’ en la iglesia de Las Agustinas, como en la expresión triunfante de las Torres de la Clerecía.
La construcción de este monasterio se debe al mecenas don Manuel de Zúñiga y Fonseca, VII Conde de Monterrey y virrey de Nápoles, quién se ofreció a edificar un nuevo convento en frente de su palacio después de que el primitivo cenobio, que se encontraba en la vega del Tormes, hubiese sido destruido por la famosa riada de San Policarpo, de 1626, para que su hija natural doña Inés de Zúñiga viviese como religiosa en él. Y, posiblemente, con el más que probable deseo de construir su panteón familiar. Las obras del convento tardaron más de un siglo en concluirse.
Ángela Madruga parece haber sacado a la luz que la razón íntima del conde fue la de construir un edificio digno de albergar el cuadro de ‘La Purísima’, de José Ribera, que ya se encontraba en Salamanca antes de colocar la primera piedra, en espera de ocupar el lugar privilegiado para el que había sido encargado en Italia. Esto mismo ya lo escuché yo, hace 60 años, al profesor Laínez Alcalá, catedrático de Historia del Arte de la Universidad. El edificio consta de dos partes bien diferenciadas: la iglesia y el convento. Los planos y todo el proyecto de la iglesia fueron realizados en Nápoles por los arquitectos Bartolomé Pichiatti, Cosimo Fazago y Curcio Zacarela; lo que explica las diferencias estilísticas con el resto de los edificios barrocos, no solo salmantinos, sino españoles, y eso que los planos fueron alterados por los maestros locales.
La fachada-pórtico, obra de Cosimo Fazago, es de factura viñolesca de líneas fluidas y ondulantes, en la que se combinan mármoles italianos con sillares de piedra franca, en un alarde de movimiento que trasciende en gozo espiritual. La fachada es muy original y está dividida en tres partes por fuertes pilastras corintias que actúan como contrafuertes, con dos grandiosos pórticos laterales. El paño central, sobre el que se levanta el segundo cuerpo, contrasta con los laterales abiertos como dos monumentales pórticos: algo muy atractivo. En el centro se abre una ostentosa portada de grandes bloques de mármol gris tallados en punta de diamante y, sobre ella, una inscripción alusiva a los fundadores con su escudo.
La cúpula primitiva se desplomó en 1657, cuando aún se hallaba el templo en construcción, y la actual es proyecto de fray Lorenzo de San Nicolás, levantada bajo la dirección de Juan de Setién Güemes.
Interiormente, la iglesia es de planta de cruz latina con capillas a los lados y crucero coronado por una magnífica cúpula ochavada. El retablo es distinto a los que estamos acostumbrados a ver de madera tallada y dorada con estatuas. Es de mármol de colores con grandes pinturas, constituyendo un auténtico museo por la calidad y cantidad de las obras pictóricas, destacando sobre toda la imagen de la Inmaculada Concepción o ‘La Purísima’ de José Ribera, ‘El Españoleto’. Para mí es, sin duda, la mejor obra de este autor: paradigma de dinamismo, composición y de cálido colorido, y “la mejor pintura mariana de su siglo”, en palabras de Elías Tormo, que sirvió de pauta a otras Vírgenes, como las de Murillo o Valdés Leal. Del mismo autor son ‘San Agustín’, ‘San Genaro’ y ‘El Nacimiento de Jesús’. ‘La Anunciación’ y ‘El Padre Eterno’ son de Lanfranco. De Bassano es ‘El Crucificado’, y de Guido Reni es ‘San Juan Bautista’; por eso digo que es un verdadero museo.
La escultura de la iglesia no le va a la zaga, pues hay obras de Cósimo Fanzago, de Finelli y de Claudio Coello. Difícilmente pueden encontrarse obras de esta categoría si no es en un museo. Otros detalles en los que merece reparar son el púlpito: obra de marquetería de mármol de diversos colores y las estatuas yacentes de los fundadores, a los lados del presbiterio. Mediante estatuto de usufructo, la iglesia funciona como parroquia desde 1887, merced a la gestión del obispo padre Cámara.
El convento de las Agustinas Recoletas es de traza diferente. Sigue la línea española de Gómez de Mora y Joaquín de Churriguera, con dos portadas barrocas muy interesantes, con sendas hornacinas. En una de ellas está la talla de San Agustín y en la otra, la de La Purísima, con imponentes paramentos pétreos a la calle de la Compañía. Llama la atención que un convento de esta magnificencia tenga un claustro tan pobre, empedrado y de unos 50 metros cuadrados. Es de mediados del siglo XVII, de Juan de Mora. Es de una sobriedad académica, con balaustrada de hierro en el piso alto. Si bien hay que señalar que las religiosas disponen de un amplísimo terreno, muy soleado, que constituye la huerta y el jardín del cenobio.
En la actualidad, las religiosas (por cierto, que su número no puede pasar de 33, impuesto por su fundador) compaginan las horas de coro, de lectura y de oración con la decoración de la porcelana, para lo que disponen de un horno de cocción a gran temperatura que manejan con habilidad.
Lo único que queda del antiguo colegio es la iglesia del Carmen, llamada ‘de arriba’, que se halla situada en la plaza de Los Bandos, para distinguirla de la ‘de abajo’ o convento de San Andrés de Carmelitas Calzados, situado junto a la cerca medieval, donde habitó San Juan de la Cruz, y que llegó a tener tal magnificencia que se lo conocía por el apelativo de ‘El Escorial salmantino’. Hoy ese colegio ha quedado reducido a su capilla, de traza protobarroca, y para recordar su importancia se ha erigido enfrente, en un pequeño jardín cerca de los restos de la iglesia de San Polo, la estatua del fraile y poeta místico del Renacimiento español San Juan de la Cruz, obra del escultor extremeño, arraigado en Salamanca, Fernando Mayoral.
El Colegio de San Elías en el siglo XVI y comprendía toda la manzana de casas; incluso se extendía a la plaza de la Libertad, que ocupaba parte del huerto. Como tantos otros conventos que se asentaron primitivamente en la vega del Tormes, tuvieron que trasladarse a un lugar más seguro, a salvo de las riadas en el ‘casco urbano’, y tras la desamortización religiosa la mayor parte se convirtió en plaza.
Este colegio fue famoso porque un equipo de profesores conocidos por Los Salmanticenses publicó un curso de Teología y Moral en varios tomos que tuvo mucho éxito. El templo actual es de finales del siglo XVII, y su proyecto es de fray Antonio de Jesús. Su traza es prácticamente idéntica a la iglesia de Santa Teresa de Ávila; incluso las dos espadañas simétricas.
Sobre la puerta de entrada tiene una hornacina con la escultura de San Elías, que recientemente ha sido atribuida al escultor Villabrille, maestro de Salvador Carmona. Consta de tres naves: la central, cubierta de bóveda de cañón, y las laterales, de semiesferas. El retablo mayor, muy modificado, es de la segunda mitad del siglo XVIII, de un estilo barroco poco brillante, con algunos adornos ya rococó.
En el camarín se venera una bella imagen de la Virgen del Carmen atribuida a Esteban de Rueda y, entre otras imágenes, destacan las de San José y Santa Teresa, copias de sendas esculturas del convento de las Madres Carmelitas de Alba de Tormes. Tras la exclaustración de los carmelitas por la desamortización de Mendizábal de 1836, se abrió al culto como parroquia, en sustitución de la desaparecida de Santo Tomé.
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