Por Miguel FERRER BLANCO,
de la Real Acedemia de Bellas Artes de San Telmo de Málaga
Ronda alta y honda, rotunda, profunda, redonda y alta…
Juan Ramón Jiménez
Ronda estaba enriscada en la sierra, como una prolongación
natural del paisaje, y, a la luz del sol, me pareció
la ciudad más hermosa del mundo.
Juan Goytisolo
Sí, no cabe duda que Ronda es una de las más bellas ciudades de la alta Andalucía, en el corazón de la Sierra de su nombre, dividida por gala en dos, por un tajo profundo, que no se sabe si fue labrado durante milenios por el Guadalevín o, como dice el verso “lo abrió con un volapié Cayetano”, porque lo necesitaba como colofón para una de sus faenas antológicas.
Poco puede decirse para glosar nuevamente a esta maravillosa ciudad, ya que es una sobre la que más se ha escrito y ha sido ensalzada por plumas insignes de sus hijos, literatos y los viajeros del XIX. Son muchos sus antecedentes históricos, tartesios, romanos –la vieja Arunda-, árabes, su cristianización al ser conquistada por Fernando I en 1485 y sobre todo el esplendor de sus siglos XVIII y XIX y la calidad de los hombres que en ella nacieron, muchos de ellos verdaderos creadores de arte a los que debemos el agradecimiento de muchos goces estéticos.
He hablado de creadores de arte y quizás ello merece una explicación. En Ronda nace y vive el genial Pedro Romero que enseñorea el arte de torear y lo dota de normas clásicas y eternas, con seriedad y hondura, creando esa maravillosa perfección taurina que desde entonces se conoce como Escuela Rondeña del Toreo y obliga a la Real Maestranza de Caballería a construir la más bella plaza de toros.
Creador es también Vicente Espinel a quien su ambición musical le obliga a añadir una sexta cuerda a la guitarra tradicional para aumentar sus registros y sonoridad.
También, en las terrazas del Hotel Victoria, sobre el Tajo, existe una escultura del gran poeta austriaco Rainer María Rilke, autor entre otras obras de Elegías de Duino, Sonetos a Orfeo y El libro de las horas. En este lugar de Ronda escribió varios sonetos. Por ello, cuando vuelvo a esta ciudad llevo siempre en el fondo de la maleta una gran carpeta dedicada a Rilke por el gran pintor Luis García Ochoa, sobre las cuatro estaciones, que él ha plasmado en cuatro bellas litografías y un magnífico aguafuerte con el retrato de Rilke. Las cinco obras se pueden contemplar en estas páginas.
La pintura actual tiene también un genial creador rondeño, el pintor Joaquín Peinado, que en su exilio ha contribuido a la creación de la Escuela Española de París, con una obra ya indispensable en el panorama de nuestro arte y pintura actuales.
En Ronda están mis raíces y en ella viví mis primeros años, de los que guardo queridos recuerdos. He jugado en la Alameda y, al asomarme a su balcón –el balcón del coño, como dijo Alfonso XIII en su inauguración al asomarse a él-, supe lo grande y bello que es el mundo.
He recorrido en esa infancia en que todo nos es misterio los jardines casi colgantes de la Casa del Rey Moro, morada de la duquesa de Parcent, y he bajado desde ella hasta el río por las escaleras talladas en la roca que conducían a las celdas y grutas. Su administrador me decía: “niño ten cuidado y no cuentes los escalones, que ya sabes que son 365 como los días del año”. Allí realice también mi primer “mal negocio”, que me hizo llorar al dejar caer una peseta ¡de plata!, que me habían dado unos amigos de mis padres, al asomarme al tajo en el Puente Nuevo. Debía ser mucho dinero, porque recuerdo que mi madre me mandaba a la panadería de enfrente con una moneda de dos céntimos a comprar la harina para freír el pescado.
En Ronda sentí por primera vez la grandeza de la música y la poesía. En el piso superior a nosotros, Carrera de Espinel, 9 y11, vivían dos hermanas solteras, doña Suceso y doña Melina Luengo y de la Figuera, la gran poetisa, amiga de Salvador González Anaya y de Ricardo León, autora de un libro de poesía, Pasajeras, que releí infinitas veces. Melina era una excelente pianista y, ¡siempre la creación rondeña!, escribió un tratado sobre el uso del pedal en ese instrumento musical. Visitaban aquella casa de vez en cuando los hermanos Amparo y José Iturbiz, que la alegraban con sus notas, las mismas que yo oía desde casa de mi abuelo con religioso silencio.
Y en los momentos actuales, por haberlos vivido, y ello es el principal motivo de estas líneas, quiero asociar mis recuerdos íntimos a esos otros dos creadores de belleza y seriedad artística que han sido dos colosos del arte de torear: Cayetano Ordóñez El Niño de la Palma, y su hijo, Antonio Ordóñez, el gran maestro recientemente desaparecido.
El fundador de la dinastía y saga, Cayetano Ordónez Aguilera, nace en Ronda el 4 de mayo de 1904. Su padre regentaba una modesta zapatería llamada “La Palma”, de ahí su título torero de El Niño de la Palma, pero ha sido tan grande e ilustre su figura que es mejor llamarle “el gran Cayetano”, sobre todo desde que el crítico taurino Corrochano lo glosara en una de sus crónicas con esa frase que se hizo célebre en el mundo de los toros: “¡Es de Ronda y se llama Cayetano!”. Su figura es tan portentosa como creador y renovador del gran toreo rondeño que José María de Cossío, en su monumental obra, pide perdón al lector por la extensión y cariño que pone en su biografía. Entre mis recuerdos infantiles de Ronda está el que este sin par torero, amigo de mi abuelo, en el Café de la Bola, me dio algún terrón de azúcar empapado en ron, así como haberlo visto en privado torear unas vaquillas en la plaza, ante unos amigos entre los que se encontraban el Marqués de Salvatierra y el Conde de Montelirio. Años más tarde, quedaría inmortalizado en la literatura en las salerosas Chuflillas al Niño de la Palma del gran poeta Rafael Alberti.
Y ¿qué decir de esa mítica figura de la tauromaquia que es el tristemente desaparecido, gran maestro, Antonio Ordóñez, sin duda el mejor y más completo torero que ha pisado los ruedos? Su romana y cesárea figura ha logrado quintaesenciar este arte varonil, trágico y bello, y convertirlo en sublimidad estética al lograr una mezcla, casi imposible de conseguir, conjuntando seriedad y hondura rondeña con gracia sevillana bien dosificada.
También guardo en mi memoria grandes recuerdos de Antonio Ordónez. Hace cinco años le saludé en la Universidad de Salamanca, donde dio una conferencia en el Aula Unamuno, mientras yo, a la misma hora, asistía a otra en el Aula Salinas del mismo centro. Y hace cuatro años fui invitado por la Universidad Complutense a participar en los Cursos de Verano que organiza en Ronda, a una mesa redonda en la que mi disertación versó sobre “Ronda, Goya y las tauromaquias”. El acto tuvo lugar en el Palacio de Mondragón y fue presidido por Antonio Ordóñez. Charlamos mucho durante los tres días que permanecí allí y quedé admirado de su verbo y señorío para contar anécdotas y con la galanura y bien decir del discurso que pronunció para clausurar el curso.
No es el momento de hablar de las excelencias taurinas de Antonio, pues sería meterme en un terreno en que casi todo lo ignoro, pero sí creo oportuno reseñar mis recuerdos de la Corrida Goyesca del año 1957 en Ronda. Asistí a ella y tuve la suerte de filmarla en 8 mm. Fue para mí un espectáculo tan deslumbrante que lo recuerdo como una de las cosas más bellas que he presenciado en mi vida.
Día de sol espléndido. La plaza de toros más seria y bonita de España – ¡ay Fernando Villalón! – llena hasta los topes. Precioso preámbulo con el desfile de calesas con bellas mujeres, palco presidencial con el gran Cayetano Ordónez, cartel de seda, que conservo, de la corrida concurso con los diestros Rafael Ortega, Antonio Ordónez y Joselito Huerta. El estruendo clamoroso de la plaza durante el paseíllo, el toreo varonil y las estocadas fulminantes de Rafael Ortega, la seriedad de un toreo genial improvisado poniendo al capote el encaje de gracia sevillana para alegrar la hondura del toreo de capa rondeño, y esos estatuarios pases por alto impresionantes de Antonio y la emoción de toda la plaza al brindarle el toro a su padre, toro al que remató de una estocada recibiendo, hasta la bola, después de una faena memorable en que la plaza estallaba en aplausos para concederle dos orejas. Como anécdota diré que en el tendido tenía de vecina a una señora a la que el entusiasmo le hacía gritar y aplaudir de un modo increíble. No pude por menos de preguntarle cómo ponía tanto ardor aplaudiendo, y su respuesta fue de las cosas más bellas y espontáneas que he presenciado: “Señor, ¿cómo quiere que no me emocione? Soy la comadrona que asistió en el parto a su madre y la primera que cogió en sus brazos a Antoñito”.
Vuelvo a hablar de la creación rondeña. Antonio Ordóñez, además de crear su propia historia torera, ha sido también un genial creador de tradición para añadir a la historia de su ciudad. Es genial haber inventado estas corridas goyescas del mes de septiembre en Ronda, asociándolas al nombre de Goya, nuestro gran coloso de la pintura, el que mejor ha sabido llevar al lienzo o la estampa toda la grandeza de la fiesta de los toros y autor de dos espléndidos retratos del genial rondeño Pedro Romero.
Es de esperar que su nieto Francisco Rivera Ordóñez, sangre torera por los dos costados, sea un fiel guardián de esta tradición del toreo y la belleza, para que Ronda sea cada año más Ronda. Y por si fuera poco, hace tres meses un bravo mozo de treinta años, biznieto, nieto, hijo y hermano de torero ha pisado por primera vez, en su primera novillada con caballos, el albero de Ronda, demostrando valor y buenas maneras. Ello le permitió salir a hombros por la puerta barroca de la plaza, llevando en sus manos dos orejas y un rabo. Y es tan original que quiere dejar su nombre en la historia taurina olvidando sus apellidos y anunciándose solamente con su nombre, que es también, ¡nada menos que Cayetano!
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