Desde hace largo tiempo lleva rondándome por la cabeza el escribir este artículo para publicarlo en la página de arte que creé en nuestra revista médica. Por fin he podido hacerlo después de vencer tres obstáculos que me parecían infranqueables: vencer la timidez para describir una anécdota en la que yo soy coprotagonista, el temor de que mi genético barroquismo andaluz pudiese oscurecer y estropear el bellísimo momento que deseo relatar, y tener la osadía de malparodiar y reproducir la corta y bellísima creación literaria del gran escritor que es Luciano González Egido al redactar su anécdota. No sé por qué razón psicológica he logrado hacerlo. Quizá haya contribuido a ello un cierto envalentonamiento al leer el texto que valora la descripción anecdótica en el magnífico artículo publicado recientemente con motivo del año cervantino y con cuyos primeros párrafos hago presidir y adornar este trabajo.
Al final de un frío día de marzo y visitando una mala exposición de pintura en el Palacio de Congresos, me saludó el profesor Rodríguez de la Flor, que venía acompañado de un señor de edad algo avanzada y al que se le notaba un cierto cansancio. Me lo presentó y era nada menos que don Luciano G. Egido al que había acompañado a Valladolid ese mismo día para recoger la medalla del Premio de la Crítica Literaria.
Uno que tiene el defecto de ser un lector compulsivo y empedernido había descubierto en la madurez los libros de don Luciano y, deslumbrado por su mundo literario ha leído casi toda su obra, ha participado y sentido el agonismo unamuniano, tan bien descrito por él, vivido la invasión francesa de nuestra tierra y gozado de las descripciones de nuestra vida rural y las bellezas de nuestro paisaje mesetario, el cambio de sus estaciones y luces y las miserias y dichas de sus habitantes. Tenía fresco lo último leído Los cuentos del lejano oeste, que ha sido mucho tiempo mi libro de cabecera, releído varias veces, pues más que cuentos cortos creo que encierra un pequeño tratado de filosofía y que siendo prosa debe leerse con la misma situación espiritual que si se tratase de la poesía de San Juan de la Cruz, de Jorge Guillén o de Valente.
También le comenté que al mostrarle a mi hijo – traumatólogo y oncólogo óseo– mi entusiasmo por su obra escrita ya en la madurez, me dijo que él también lo había leído todo entero y que precisamente su novela La fatiga del sol le había marcado tanto que se veía retratado en todos los detalles que él había ido experimentando al proyectar, construir y vivir su casa de vacaciones y descanso que se hizo “en el culo del mundo” como dice uno de sus personajes, en un pueblo de la Moraña abulense para descansar de su trajín hospitalario madrileño.
El escritor sufrió en silencio mis pedantes elogios ya que en el momento sentía gran emoción al conocer a un hombre que tanto admiraba.
Después de un pequeño silencio medio las gracias por todo mi entusiasmo y empezó a hablar lenta, reposadamente, con voz clara, acariciadora, haciendo de vez en cuando pequeños silencios que paradójicamente se convertían en sonoros al injertar en su relato esas bellísimas, definidoras y arcaicas palabras que con gran suavidad iba extrayendo de su pozo lleno de saberes filológicos para injertarlas y potenciarlas como habitualmente hace en su literatura tan personalísimamente castellana.
El profesor Rodríguez de la Flor y yo le oíamos emocionados y guardábamos un religioso silencio. Era un momento mágico el que los tres vivíamos. No se trataba del verba volant, era ver cómo en el aire iba quedando escrito un verdadero trozo literario de la máxima calidad.
Es muy difícil recordar bien y reproducir su oración, pero –otra vez la osadía– voy a intentarlo.
«Pues verá… yo también le voy a contar a usted una anécdota. Mire… cuando yo era pequeño, casi un crío, me llevaba la familia todos los veranos a La Toja, donde hay unas aguas que dicen que son muy buenas para la piel y yo debía usarlas. A los pocos días de estar allí empezó a dolerme mucho la barriga y me puse muy malo, con vómitos, grandes dolores de tripa y tuvieron que llamar al médico del balneario.
Vino, me vio y dijo a la familia que estaba muy mal y aconsejó que nos viniéramos a Salamanca. Llamaron a un taxi, unos hombres me cogieron en brazos y me metieron en el coche y salimos para Salamanca.
¡Qué viaje más malo! ¡Qué lejos estaba Salamanca y qué dolores de tripa al botar en cada bache porque la carretera entonces era malísima!
Por fin llegamos a Salamanca y me acostaron en mi cama. Cuando ya fue de día llamaron al médico de la familia, que me vio, tocó la barriga y dijo: “este chico está muy mal y deben llevarlo rápidamente al Hospital”. Vinieron dos hombres con unas parihuelas y en otro taxi me llevaron a un hospital que ya no existe (Hospital Provincial y Clínico) y allí le dieron a la familia que me tenían que operar rápidamente, y a mí también me lo advirtieron. Luego, en otras parihuelas me llevaron a la sala de operaciones. Con el miedo que yo tenía a los médicos… ya se puede suponer lo que pasé. Me operaron y a los pocos días, cuando ya me encontraba mejor y me daban algo de comer, le pregunté a la familia qué me habían hecho y me dijeron que me habían operado porque tenía pus en el vientre. Pregunté quién me había operado y me dijeron que había sido un cirujano muy joven que acababa de llegar de su viaje de bodas hacía unos días. Pregunté cómo se llamaba ese médico y me dijeron que Miguel Ferrer».
No pude reprimir el abrazo y decirle que me sentía muy feliz al contribuir a que en España existiese en el futuro otro gran literato salmantino.
Hasta aquí, la torpe manera de describir la belleza de su relato.
Yo creo sentir plásticamente el paisaje de nuestra Castilla, y cómo se ha valorado a través de artistas como Palencia, Carretero o Caneja y la llamada Escuela de Vallecas, y literariamente lo he admirado y sentido con Baroja y su Camino de perfección, con Ortega en Notas cuando al descender de Asturias descubre la geometría euclidiana de la meseta con sus líneas rectas, pues en Castilla no hay curvas, la vertical que es el chopo, la horizontal el galgo y la inclinada el hombre apoyado sobre el arado.
El cielo de España está muy alto, muy lejos de España, como dice Waldo Franken su Virgin Spain, pero este suelo mesetario anhela la luz pura y limpia y para iluminarse con ella se ha elevado ochocientos metros y se ha expuesto a una endiablada meteorología, dura y tenaz, que lo somete desde temperaturas abrasadoras hasta fríos casi glaciales y la azotan constantemente unos fuertes vientos, que en pocas ocasiones son ábregos, haciendo que todo ello casi la desertice y modele un paisaje ascético, elemental, que también posee una original y auténtica belleza, de “mar de cuero”, lo definió Neruda.
Este paisaje elemental y bellísimo en su aridez ha sido magistralmente descrito en su obra por nuestro literato González Egido, así como la vida, dichas, penas y circunstancias existenciales de sus moradores.
Es consolador que los médicos, cuando ya nos jubilamos y tenemos tiempo para pasear como insistentemente nos recuerda nuestro cardiólogo, tropecemos a cada momento con personas que guardan de nosotros cariñosos y emocionados recuerdos por nuestra actuación ejerciendo esta bella, dura, maravillosa y hasta heroica profesión y que nos sirven de lenitivo para remontar nuestra vejez.
No es necesario firmar este artículo, del que soy coprotagonista, pero sí quiero fecharlo ya que lo acabo el 17 de septiembre de 2005, día de mi 90 cumpleaños.
Quiero pedir a don Luciano indulgencia plenaria por mi osadía. He empleado tres veces esta odiada palabra. Quizá goce flagelándome con ella, y demostrar mi impericia parodiando algún mal verso asturiano: ¡Quién supiera escribir!
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